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jueves, 25 de junio de 2009

La Quinta Cruzada (1217-1221)


Hacia 1220, en el momento más esplendoroso del Medievo en Occidente, algunas voces empezaron a criticar la situación. El fiasco de la Cuarta Cruzada y el saqueo de Constantinopla, la persecución sangrienta contra los cátaros, los enfrentamientos entre Francia e Inglaterra, la inestabilidad política en Alemania y la atomización de Italia eran los principales problemas de la Cristiandad, que parecía haberse olvidado de Tierra Santa.

No obstante, allá seguían llegando peregrinos a los que había que atender, y con creces, pues muchos se quedaban un año e incluso más; buena parte de ellos pagaba su estancia enrolándose en el ejército como mercenarios. Las órdenes de templarios, hospitalarios y del Santo Sepulcro mantenían sus actividades gracias a las rentas que les llegaban de sus encomiendas de Europa, pero daba la impresión de que el papado y los reyes cristianos habían renunciado a recuperar Jerusalén. La tensión fue en aumento y el ancestral odio que se profesaban mutuamente templarios y hospitalarios estalló de modo violento en 1217, produciéndose entre ambas órdenes enfrentamientos armados en las calles de algunas ciudades de Palestina, con muertos por ambos bandos; la animadversión recíproca ya no desaparecería nunca.

Inocencio III, tal vez a petición de los templarios, decidió predicar una nueva cruzada, ahora sí contra el islam, pero mientras la estaba preparando murió en 1216 sin haber llegado a convocarla. Lo hizo su sucesor, Honorio III. Los templarios fueron informados de inmediato y pusieron en marcha una gigantesca campaña en busca de fondos para financiarla. El éxito fue considerable. En apenas un año lograron recaudar la fabulosa cifra de un millón de besantes, la moneda de oro bizantina, con los cuales iniciaron la construcción de la que iba a ser su más imponente fortaleza en Palestina, el famoso castillo Peregrino, en la localidad de Athlit, unas pocas millas al sur de la ciudad de Haifa, donde hasta entonces sólo tenían una atalaya denominada torre Destroit.

El Papa Honorio III.

A la llamada del papa respondieron franceses, alemanes, austríacos y húngaros, con su rey Andrés a la cabeza, que además dejó su reino en custodia del maestre provincial de Hungría, un caballero templario llamado Pons de la Croix. El volumen de tropas era considerable, pero la logística fue un desastre. Nadie había previsto la manera en que tantos soldados iban a desplazarse al otro lado del Mediterráneo, de manera que cada cual hizo el viaje como pudo. Las tropas que lograron llegar se concentraron en Acre, donde templarios y hospitalarios aguardaban para unirse a ellas. Eran bastantes, y además cada grupo obedecía sólo a su señor, con lo que no hubo manera de organizar una fuerza homogénea. Además, el rey Andrés de Hungría se marchó enseguida; apenas tocó Tierra Santa, se dedicó a comprar todo tipo de reliquias –hasta una jarra con la que Cristo convirtió el agua en vino en las bodas de Caná-, declaró que había cumplido su voto de cruzado y regresó a su reino.

En las últimas semanas de 1217 siguieron llegando más y más cruzados hasta que su número fue considerado suficiente para emprender la campaña militar. Con muchas reticencias por parte de los nobles llegados de Europa, al fin se decidió que el rey Juan de Jerusalén dirigiera el ejército. La campaña militar de la Quinta Cruzada tenía como objetivo Egipto, donde radicaba el poder del Imperio mameluco. El plan consistía en destruir las bases musulmanas en el delta del Nilo e intentar la conquista de El Cairo. La ocupación de la ciudad de Damieta, en el gran brazo oriental del río, era vital para continuar hacia El Cairo. Los cruzados llegaron al delta en la primavera de 1218. Durante un año, en el que sufrieron todo tipo de penalidades, se mantuvieron firmes, hasta que el 21 de agosto de 1219 decidieron ocupar Damieta. Como solía ser habitual, templarios y hospitalarios fueron los primeros en lanzarse al asalto; el resultado fue cincuenta templarios y treinta y dos hospitalarios muertos, y el ataque rechazado.

Toma de la ciudad de Damieta por los cruzados.

Dos testigos de excepción estaban presentes ese año en el delta del Nilo. Por un lado, el templario alemán Wolfram von Eschenbach, a quien le impresionó tanto el arrojo de sus hermanos en la Orden que a su regreso a Alemania escribió el poema épico Parsifal, en el cual convirtió a los templarios en los guardianes del Santo Grial.

El otro gran personaje era Francisco de Asís, considerado como un santo en vida, que viajó desde Italia con el convencimiento de que mediante la palabra y la buena voluntad se podía poner fin a tantas muertes y tantas guerras. En aquella plétora de guerreros, mercenarios y aventureros, el santo de Asís debía de ser el único que creía realmente que los conflictos podían resolverse mediante el diálogo y el entendimiento mutuo. A los templarios, las ideas de Francisco de Asís debieron de parecerles como de otro mundo. Ellos eran los guerreros de Dios, los soldados de Cristo, y estaban allí para defender a la Cristiandad y para matar musulmanes. Así constaba en el discurso que les dedicara san Bernardo de Claraval y eso era lo que les habían enseñado y para lo que estaban aleccionados; algunos todavía recordaban que cuando en 1124 el abad del monasterio de Morimond propuso a Bernardo la fundació de un monasterio cisterciense en Tierra Santa, el futuro santo le contestó que “las necesidades allí son caballeros que luchen, no monjes que canten y se lamenten”. ¿Cómo explicar si no el sacrificio al que se sometieron los ciento cuarenta de su hermanos que hundieron a propósito su nave atacada por mil quinientos musulmanes para irse al fondo todos juntos en el verano de 1218 en el delta del Nilo?

imagen de San Francisco de Asís.

El asedio de Damieta acabó de manera inesperada. Los defensores musulmanes, aislados y sin alimentos, fueron muriendo de hambre y de enfermedades; allí falleció, víctima de la fiebre, el maestre Guillermo de Chartres el 26 de agosto de 1218. Cuando los cruzados se dieron cuenta de lo que estaba pasando, se acercaron con cautela a la ciudad y la tomaron sin apenas lucha; ya no quedaban hombres vivos o sanos. El sultán de Egipto ofreció un pacto: entregarles Palestina a cambio de la paz y de la devolución de Damieta, además de reintegrarles la Vera Cruz.

En 1219 los templarios eligieron como maestre a Pedro de Monteagudo, que tenía experiencia como administrador por haber ejercido el cargo de preceptor en Provenza y Aragón, y además era considerado un hombre valeroso y diestro en el combate.

Tras valorarse el posible acuerdo que había ofrecido el sultán, no se llegó a un acuerdo y se reanudaron las hostilidades. Los cruzados dominaban parte del delta del Nilo, pero estaban atrapados en un terreno pantanoso que además se inundaba cada año con las crecidas del río. En el verano de 1220 los musulmanes abrieron los canales aguas arriba y toda la zona se inundó, causando un enorme desconcierto en los cruzados, que iniciaron una desordenada retirada. Miles de musulmanes cayeron sobre ellos provocando una matanza. Los cruzados capitularon y abandonaron Egipto. La Vera Cruz, que el sultán había ofrecido devolver a los cristianos, no apareció.

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