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jueves, 17 de septiembre de 2009

Curiosidades: La tortura en la Edad Media


El dolor lacerante:

Es evidente que a través del dolor lacerante se puede arrancar cualquier confesión, testimonio o conversión. En épocas pasadas, el tormento no se ordenaba hasta haber apurado sin fruto los demás medios para averiguar la verdad, porque “muchas veces bastan los buenos modos –según el Directorio de Inquisidores, publicado en el siglo XIV por el inquisidor general de Aragón, Nicoalo Eymerico- para que confiesen los reos”. Entre estos buenos modos citaba el inquisidor la maña, la reflexión, las exhortaciones de sujetos bien intencionados y las incomodidades de la cárcel.

Cuando se ordenaba sentencia de tormento y mientras se preparaba el verdugo, el reo era nuevamente persuadido para confesar la verdad. El desasosiego comenzaba –según los inquisidores- en el momento en el que los verdugos procedían a desnudar al hereje, procurando meterle miedo, desasosiego y tristeza. Una vez desnudo, se lo llevaban los inquisidores a un lugar apartado, exhortándole nuevamente a la confesión y prometiéndole la vida con la condición de hacerlo así. Sin embargo, según el citado directorio, “cuando todo esto sea inútil, se le pasará por los instrumentos de tormento y en ellos se procederá al interrogatorio, empezando por las culpas leves, antes que las graves. Si porfía en negar, se le mostrarán los instrumentos de otros suplicios, diciéndole que todos los sufrirá si no confiesa la verdad. Por fin, si no confesare, todavía podrá continuarse el tormento un segundo y tercer día”. Una vez sometido a la tortura y si el inquisidor no encontraba causa de delito, se ponía en libertad al reo mediante una sentencia en la que constaba “que después de un atento examen de la causa no ha resultado prueba legítima del delito que se le había imputado”.

Los tormentos incruentos:

Los instrumentos más comunes en épocas de la Inquisición, según algunos historiadores, no producían sangre, ya que no tenían elementos punzantes. Los más comunes eran la rueda para despedazar, el cepo, el potro, el péndulo, la mordaza, los collares de púas y de espinas, los cinturones de castidad, la cigüeña, las jaulas colgantes y las máscaras infamantes. Sin embargo, en distintos grabados aparecen escenas en las que se aprecia al reo sometido a tormentos cruentos en presencia del Tribunal de la Inquisición; en estos castigos era frecuente amarrar al hereje de pies y manos en el “cepo”, mientras el verdugo se empleaba a fondo con el látigo de desollar.

En otras épocas más recientes la historia de la tortura registra muchos instrumentos punzantes. En especial, los que tienen forma de sarcófago antropomorfo, con clavos en su interior que penetran, al cerrar las puertas, en el cuerpo de la víctima. El ejemplo más conocido ha sido la llamada “Iron Maiden” (doncella de hierro) de Nuremberg, destruida por los bombardeos de 1944. En ese aparato se introducía al reo y, al cerrar las puertas lentamente, las puntas afiladísimas de su interior le penetraban en los brazos, en las piernas, en el estómago y el pecho, en la vejiga y raíz del miembro, en los hombros y en las nalgas, pero no tanto como para matarlo, y así permanecía durante dos o tres días hasta que moría.

Los distintos archivos de Europa tienden a demostrar que, a causa de la caza de brujas a través de tres siglos y medio, quizá el 85% de las víctimas de tortura y muerte por medio del fuego eran mujeres. Los cálculos varían, pero desde 1450 a finales del siglo XVIII entre dos y cuatro millones de mujeres fueron enviadas a la hoguera en Europa.

La mutilación de los senos y órganos genitales femeninos constituye una costumbre constante a lo largo de la historia. Puesto que el espíritu de la tortura es masculino, los órganos de los varones han gozado casi siempre de una especie de inmunidad. No obstante, las pinzas, tenazas y cizallas, usadas también en frío, pero casi siempre al rojo, han sido numerosas veces utilizadas para lacerar o arrancar cualquier miembro del cuerpo humano, ya que constituían un utillaje básico entre las herramientas de cualquier verdugo.

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