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lunes, 28 de septiembre de 2009

La organización de las encomiendas


Todas estas donaciones provocaron muchos celos. Hemos visto que el testamento del rey de Aragón fue impugnado; aquí y allá algunos particulares se consideraron perjudicados, otras órdenes religiosas incluso protestaron, pues, a medida que se acrecentaba el entusiasmo por el Temple, veían disminuir las donaciones que se les hacían a ellos. Por una especie de misterioso equilibrio inherente a la naturaleza humana, cuantos más amigos tenían los templarios, más celos y enemistades despertaban. En numerosas ocasiones, obispos e incluso la Santa Sede tuvieron que intervenir para solucionar los litigios. Así, en el caso de la capilla de Obstal, los templarios habían obtenido que las limosnas que se hicieran en dicho lugar durante los tres días de las Rogativas y los cinco subsiguientes pertenecieran a la Orden, siendo beneficiarios de ellas los canónigos de Saint-Martin d’Ypres el resto del año. Tuvo que intervenir el arzobispo de Reims y los obispos de Chartres, Soissons, Laon, Arras, Mons y Châlons, e incluso una confirmación pontificia para hacer posible esta disposición.

Encomienda de Santa Magdalena, de Palau-Solità (Barcelona)

Sea como fuere, la multitud y la diversidad de estos presentes pronto exigió por parte de los templarios grandes aptitudes para su administración y organización. Eligieron como célula base de su desarrollo la encomienda. De hecho, aunque su creación dependió la mayoría de las veces del azar y se hizo realidad en función de las oportunidades, su desarrollo respondió a unos criterios racionales.

La organización de estas encomiendas occidentales fue bajo todos los conceptos notable. Reunieron, según las regiones, cultivos, prados, viñedos, fuentes, ríos, estanques, edificios diversos, rentas, derechos. En la medida de lo posible, los templarios trataron de crear una estructuración eficaz de las regiones en las que estaban bien implantados. Asimismo se dedicaron a echar mano de algunos lugares reputados por haber albergado cultos antiguos y que tenían fama de poseer poderes especiales. Siempre que tuvieron oportunidad de hacerlo, teniendo la cabeza sobre los hombros, trataron igualmente de asegurarse rentas regulares más que aleatorias. Transformaron cada vez que les fue posible los derechos y porcentajes que habían recibido en cánones fijos. Lo cierto es que cada día de mantenimiento de su ejército de Oriente les costaba extremadamente caro y éste tenía que estar asegurado a toda costa. No podían permitirse estar a merced de una mala cosecha. Fue también por dicho motivo por lo que crearon un poco por doquier silos, comprando y almacenando cereal los años de gran producción y revendiéndolo, más caro por supuesto, pero a un precio que seguía siendo muy razonable, cuando había una mala cosecha. Resultado: unos beneficios cómodos para la Orden, pero también una ausencia total de hambruna en las regiones en las que la Orden estaba implantada; y ello durante los dos siglos de su existencia.

Para racionalizar la explotación de sus tierras y derechos y maximizar su rendimiento, el Temple no podía satisfacerse con las donaciones que se le hacían. Administrar tierras dispersas no hubiera sido mi muy práctico ni muy económico. La Orden inventó, así pues, la concentración parcelaria. Completó sus posesiones mediante una política de compras y permutas, tratando de formar conjuntos coherentes para la explotación. Si existían derechos detentados por terceros en las tierras o los bienes que les habían sido donados, intentaba siempre recomprar dichos derechos de manera que se poseyera un máximo de bienes libres de toda carga. En cuanto a las tierras más aisladas o las de menor interés que no se integraban en el seno de una explotación racional, no dudó en desembarazarse de ellas, ya mediante permuta, ya concediendo la administración de las mismas.

La finalidad era siempre en los primeros tiempos permitir a la encomienda vivir autárquicamente, luego desprenderse de la mayor cantidad posible de remanentes, de manera que sirvieran para financiar el esfuerzo de guerra en Oriente.

El poderío de la Orden inquietaba a más de uno y no era raro que se tratara de desanimar a la gente a fin de que no cedieran sus bienes al Temple. Los monjes soldados no dudaban, para conseguir sus fines, en recurrir a la astucia. Empleaban intermediarios, verdaderos hombres de paja, para comprar los bienes que codiciaban para hacérselos revender acto seguido.

En realidad, los templarios no eran los únicos en practicar una verdadera política de bienes raíces. Sus amigos los cistercienses se les asemejaban en esto un tanto, pero ellos procedían de forma menos sistemática.

Los templarios habían tenido conciencia desde el comienzo de la importancia de los intercambios comerciales para el desarrollo económico. El empleo de estos términos puede parecer curioso, pues pertenece a un vocabulario moderno. Sin embargo, a pesar de las diferencias de época, resultaban adecuados, en la medida en que la Orden del Temple se comportó exactamente de la misma forma que las multinacionales actuales.

El reclutamiento había sido rápido, pero todos cuantos deseaban comprometerse no estaban siempre preparados para hacer de soldados de élite. Había entre ellos burgueses y campesinos a los que se hacía raramente caballeros y luego había también que “reciclar” a los heridos que no podían ya luchar. Lo más frecuente era destinarlos a las encomiendas occidentales donde se utilizó de la mejor forma posible los conocimientos y competencias de cada uno de ellos. Se encargaron de los cultivos, de la roturación, del comercio. Había pocos hombres de armas en estas encomiendas, por regla general únicamente dos o tres caballeros y en ocasiones algunos pajes de armas, sobre todo encargados de la policía, es decir, de la protección de las casas del Temple y de las rutas utilizadas por su comercio.

Fuera del Maestre y de algunos caballeros, la encomienda albergaba generalmente un limosnero, un enfermero, un ecónomo, un recaudador de los derechos debidos al Temple, algunos artesanos “frailes de oficio”, dirigidos por un mariscal, un fraile responsable de la ventad de los productos, un capellán y un clérigo más concretamente encargado del correo y del equivalente a las actas notariales de hoy. A ello hay que añadir el servicio doméstico y artesanos laicos que formaban la mesnada, la “gente” del Temple. Este personal doméstico era muy numeroso. Así, en Baugy, en la región de Calvados, incluía un pastor, un boyero, un porquerizo, un guardián de aves de corral, un forestal, dos porteros y seis labradores. Por supuesto, la composición de estos grupos dependía de la explotaciones y de la importancia de las tierras poseídas, puesto que a veces los templarios tenían que administrar superficies grandes como un semi-departamento, con haciendas diseminadas, aldeas fortificadas, capillas múltiples que había que servir, etc.

El trabajo de los monjes cistercienses, fue recogido por los templarios para sus encomiendas.

En la administración de los bienes de la Orden, el ecónomo o recaudador podía estar ayudado en su labor por un lugarteniente o por un cillerero.

Aunque los templarios sabían emplear métodos racionales, ello no era óbice para que no se mostraran pragmáticos y no se adaptaran a las costumbres locales. Esto era tanto más necesario cuanto que empleaban una mano de obra instalada in situ: villanos o siervos. Estos últimos les pertenecían a menudo como consecuencia de donaciones o de herencias. Aunque algunos de estos siervos fueron libertados por los templarios, ello no fue por razones humanitarias. En efecto, los frailes de la Orden poseyeron incluso esclavos sin que ello les creara ningún cargo de conciencia. Llegaban a comprarlos y venderlos. Eran por lo general prisioneros moros. En Aragón, cada encomienda utilizaba una media de veinte esclavos. De hecho, los templarios se plegaban a las normas de la región, sabiendo perfectamente que una política en exceso liberal de manumisión, por ejemplo, hubiera podido enajenarles a una nobleza que no habría deseado seguirles en este terreno y habría temido el mal ejemplo de tales medidas. Así pues, no utilizaban a villanos más que allí donde esto no planteaba ningún problema, pero, cuando las condiciones se prestaban a ello, no dudaban en libertar a sus siervos, ya que se habían dado cuenta de que los hombres libres producían considerablemente más que los que no lo eran.

Enseñaban a menudo a sus campesinos nuevos métodos de explotación y, al no querer perder esta inversión en formación, como dirían los economistas modernos, les hacían firmar a veces contratos que les obligaban a emplearse en la explotación para realizar trabajos de mejora. A partir de entonces, el villano no sentían ninguna tentación de partir, queriendo recuperar los frutos de sus esfuerzos. Por este medio, el Temple conseguía trabajadores estables al tiempo que organizaba un sistema de inversión permanente que fue una fuente importante de progreso para la agricultura de la época.

A los campesinos menos afortunados se les confiaban tierras en arriendo o en alquiler. A veces, en las regiones insuficientemente pobladas, encontraban dificultades para asegurar la explotación de los lugares. Entonces tenían que atraer allí a cultivadores ofreciéndoles ventajas especiales. Esto fue particularmente cierto en la península Ibérica, a propósito de tierras reconquistadas a los árabes. Llegaron incluso entonces a llamar a musulmanes para que cultivasen y revalorizasen los lugares bajo ciertas condiciones de sumisión. Así, en Villastar, en la frontera del reino de Valencia, pidieron a los moros expulsados por la reconquista cristiana que regresaran. A este fin, en 1267, les concedieron una carta, o documento, les eximían del pago de rentas y cánones durante cierto tiempo, exigían de ellos una estricta neutralidad militar y les pedían que juraran fidelidad a la Orden del Temple. ¡Qué ejemplo de política realista en una época que se cree a veces completamente sujeta a un ideal religioso!

Las encomiendas fueron realmente centros de producción importantes y ejemplos tomados en el Mediodía y en el Norte de Francia lo demuestran perfectamente.

Los templarios de Richerenches habían organizado asimismo la explotación de los ríos y de los estanques próximos, lo cual les permitió extender sus pastizales, pero también dedicarse a la piscicultura. Aficionados al pescado y a menudo refinados gastrónomos, ayudaron a enriquecer la gastronomía europea.


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