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martes, 27 de octubre de 2009

El Temple y el culto a las aguas subterráneas


El agua, el líquido elemento, la base primordial de la vida en la Tierra de los seres humanos, animales y el mundo vegetal, está definida simbólicamente desde tres dimensiones: 1. Como fuente de vida, 2. Como medio de purificación y 3. Como centro de regeneración. Los caballeros del Temple, que tanta vinculación tuvieron con los pueblos del Mediterráneo oriental, supieron valorar en su justa medida la importancia del agua; entre otras muchas cuestiones, los templarios vieron como, en torno a un pozo a un manantial de cristalinas aguas, como lugar sagrado, los nómadas del desierto se reunían para intercambiar sus productos y manifestar sus alegrías. Cerca de estas fuentes nacía el amor y se acordaban los preparativos para los matrimonios; estos lugares, por lo tanto, eran puntos de paz, amor y luz.

Si el agua es la garantía de la vida, existe otra agua con un sentido mucho más profundo, porque es la que está vinculada con la sabiduría. Nos referimos a las aguas subterráneas: “ El corazón del sabio reside el agua; él es semejante a un pozo y a una fuente ” (Prv. 20, 5; Ece. 21, 13); “en cuanto al hombre privado de sabiduría, su corazón es comparable a un vaso roto que deja escapar el conocimiento” (Ece. 21, 14).

Para los pueblos de Oriente Próximo, el agua es signo y símbolo de la bendición. Isaías profetizó una nueva era: “ Surgirá agua en el desierto […] el país de la sed se transformará en manantiales ” (Is. 35, 6-7); y en el Apocalipsis (7, 17) leemos: “ El cordero […] los conducirá a las fuentes de las aguas de la vida ”. Si en el Antiguo Testamento el agua era símbolo ante de vida, en el Nuevo Testamento lo es del Espíritu, pues Jesús se revela como Señor del agua viva con la samaritana, cuando él se convierte en la fuente; tal como sucede en la roca de Moisés, donde el agua surge de su seno; y, sobre la cruz, la lanza hace brotar agua y sangre del costado abierto del Señor, su herida equivale a una grieta abierta en la roca, por donde mana la vida, el agua, la sabiduría. San Atanasio lo expone muy bien: “ El Padre es la fuente, el Hijo se llama el río, y se dice que nosotros bebemos al Espíritu “ (Ad Serapionem, 1, 19). El agua viva, el agua de la vida, como símbolo cosmogónico, reviste, pues, un sentido de eternidad, como recuerda el apóstol Juan (4, 13-14): “ El que bebe de esta agua viva participa ya en la vida eterna “. Para Tertuliano, es el Espíritu divino quien elige el agua entre los diversos elementos de la naturaleza, puesto que hacia ella van sus preferencias, como origen y materia perfecta, fecunda, simple, transparente y purificadora; a partir de todo ello, el fácil deducir el sentido sagrado del agua, como el elemento capaz de lavar los pecados de los hombres.

Su poder esotérico

El agua está asociada en la astrología con tres signos magnéticos: Cáncer, Escorpio y Piscis (Este último, es el signo zodiacal de Jesucristo). Mientras que en la alquimia, el líquido elemento se representa mediante un triángulo equilátero con vértice hacia abajo. Como virtud purificadora, el agua ejerce un poder esotérico. Los antiguos bautismos en inmersión suponían un símbolo de regeneración y, al mismo tiempo, una fuente de renacimiento, al ser binomio de muerte y vida. El agua bautismal, al restablecer el ser en un nuevo estado, conduce explícitamente a un nuevo nacimiento, puesto que la inmersión se compara al entierro de Cristo, y su resurrección se produce tras su descenso a las entrañas de la tierra.

Ante todo ello, es fácil comprender la importancia que tuvo el agua, sobretodo el agua oculta, viva y cristalina, para los templarios. Fueron numerosos los enclaves del Temple que se alzaron sobre corrientes subterráneas de agua, porque, al mismo tiempo, tales edificaciones se nutrían de lo sagrado, de lo puro, del líquido elemento que fluía entre los cimientos, bendiciendo a quienes allí rezaba o moraban. Lugares como San Miguel de los Fresnos, cerca de Frenegal de la Sierra (Badajoz); la iglesia de San Juan Bautista, de Consuegra (Toledo); la villa de Beceite, en el Matarraña (Teruel); el mismo templo de San Bartolomé de Ucero, en el corazón del cañón del río Lobos (Soria); Caldes d’Estrac (Caldetas), en la comarca de El Maresme (Barcelona), y un largo etcétera, así lo corroboran.

Los templarios, con su regreso al culto a las aguas, dieron un giro a las interpretaciones de la Iglesia oficial, que consideraba que el agua estaba vinculada con lo pagano, con lo herético, porque los ancestrales cultos de la humanidad giraron en torno a las fuentes. Todo lugar de peregrinaje comporta un punto de agua y su nacedero, ya que el agua tiene la capacidad de curar, en razón de sus virtudes específicas, y la Iglesia no tardó en alzar sus voces en contra de el culto que la humanidad rendía a las aguas, porque la devoción popular consideró siempre el valor sagrado y curativo de las aguas. “ Pero las desviaciones paganas y el retorno de las supersticiones eran siempre amenazantes: lo mágico acecha a lo sagrado para pervertirlo en la imaginación de los hombres “, comentan Jean Chevalier y Alain Gheerbrant. Éste fue, por lo tanto, otro de los motivos que la Iglesia argumentó contra los templarios: la recuperación del culto pagano a las aguas. Por otro lado, el agua también es objeto de admiración en las páginas del Corán, cuyo libro sagrado designa en numerosas suras al agua bendita, la que cae del cielo por la lluvia, como uno de los valores divinos para la humanidad; “ los jardines del Paraíso tienen arroyos de aguas vivas y fuentes “ (2, 25; 88, 12), y amplía el Corán: “ El hombre mismo ha sido creado de un agua fuente “ (86, 6). El Temple, que bebió de las fuentes de la sabiduría del mundo oriental, era bien consciente de la dimensión especial del agua para el ser humano, tanto a nivel espiritual, como socio-cultural; por ello, no tardaría en aplicar tales valoraciones cuando regresó a Europa. Al concebir gran parte de sus edificios, tanto religiosos como civiles, sobre emplazamientos ricos en corrientes de aguas subterráneas, estaba trasladando estas sagradas consideraciones a una dimensión espacial, camuflándolas, al mismo tiempo, ante los ojos de la Iglesia oficial.

Si los celtas rindieron culto al roble y al tejo, y los pueblos de la cuenca mediterránea, desde los albores de la humanidad no se cansaron de homenajear al olivo, los templarios, que sirvieron de puente entre Oriente y Occidente, eligieron el fresno, árbol mediador de ancestrales culturas.

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