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miércoles, 23 de diciembre de 2009

Las sociedades secretas: La iniciación en el Tíbet


Siguiendo con la indagación sobre las sociedades secretas, hoy le toca el turno al budismo en el Tíbet, en lo que hoy se conoce como lamaísmo. El texto lo hemos extraído del libro de Ramiro Calle “Historia de las sociedades secretas”.

Desde la encomienda de Barcelona, esperamos que sea de vuestro agrado.

A lo largo de los siglos la doctrina suprema del Tíbet ha estado en poder de los lamas y los anacoretas. En ese excitante país a 4.000 metros de altura, en donde el aire se enrarece y todo adquiere un marcado colorido mágico, en donde los fenómenos paranormales han sido siempre aceptados como la cosa más natural y un número elevadísimo de jóvenes abrazaba la vida religiosa y se dedicaba con fervor a la meditación, en donde el budismo se entremezcló con el tantrismo y con la primitiva religión Bon-po; en ese enigmático país en donde lo milagroso no llama la atención y en donde los monasterios de los lamas han sido edificados en los más escarpados lugares, como un reto a la exuberante naturaleza, la iniciación ha ocupado un lugar sobresaliente: El país de las nieves, el techo del mundo. Clarividencia y premonición, viajes astrales y telepatía. Zona de hermosos y sólidos monasterios (gompa), lamas superiores (tulkus) de una iluminadora sabiduría, desconcertantes hechiceros (bon), místicos de penetrante intuición, ermitaños (gomtchen) expertos en las más eficaces técnicas mentales, seres humanos especializados en elevar la temperatura del cuerpo (tumo) o en recorrer velozmente enormes distancias (lung-gompas).

El neófito va siendo iniciado poco a poco, progresivamente, a medida que se va conociendo y purificando. No recibe la iluminación del maestro, sino de él mismo. El maestro le orienta, le prepara, le ayuda a resolver sus dudas. La verdad está en uno mismo y en uno mismo hay que rescatarla.

El asceta tibetano es aquel que ha renunciado por completo al mundo, apartándose de todo. Los placeres son pasajeros y nada representan para él: son como pétalos de rosa que se marchitan. Se esfuerza en contemplar su propia mente, en escudriñarla, en conocer todos sus mecanismos. Habrá de sustituir el raciocinio por la aprehensión directa. El Yo debe observar la propia mente e ir imponiéndole la serenidad necesaria, pues tal serenidad es requisito previo para pasar a superiores estados de conciencia. El ermitaño recorre así un sendero inaccesible para la persona ordinaria. Los obstáculos materiales o espirituales no le decepcionan o desaniman, sino que le estimulan y le sirven de medio para fortalecer su voluntad. Sabe lo que quiere y lo que debe hacer. Nada puede sorprenderle: ninguna dificultad puede detenerle; ha adoptado una actitud de imperturbable quietud ante todo.

El neófito tiene que ir esclareciendo su discernimiento, serenándose y desapegándose, auto controlándose y cultivando su mundo interior. El maestro le preguntará, le someterá a diversas pruebas, sopesará su grado de progreso espiritual. Pueden emplearse unas u otras técnicas –varían según los maestros-, pero como quiera que sea, el discípulo debe ir tomando plena conciencia de sí mismo y de sus relaciones. El dominio de las pasiones es insoslayable. El adiestramiento psíquico es con frecuencia difícil y no está exento de peligros. El discípulo debe mostrarse con su gurú o lama sumamente respetuoso y obediente. Es su maestro quien le va a facilitar los conocimientos necesarios para progresar convenientemente. No importa cómo sea el maestro, sino lo que sepa y lo que enseñe. Más allá de los defectos que pueda tener el maestro, el discípulo cree firmemente en él, porque la flor sigue siendo como en todos los sistemas religiosos o filosóficos de Oriente el maestro es siempre incondicionalmente respetado. En el Tíbet, además de la enseñanza oral, el maestro se comunica a veces telepáticamente con el discípulo y le estimula psíquicamente. A medida que el discípulo va progresando, se va haciendo consciente de que carece de Yo, de que él no es más que un conjunto de agregados que cambian continuamente; es el principio budista de la negación del ego.

El discípulo, mediante el adiestramiento adecuado, debe ir desarrollándose mentalmente, y aprender mediante el conocimiento, a trascender el dolor de la ilusión. Cada uno debe llegar a sus propias conclusiones, pero siempre a través del conocimiento exacto. La atención juega un destacado papel en el entrenamiento psíquico, y hay que irla perfeccionando progresivamente, pues ella le permitirá al discípulo el irse aproximando al conocimiento exacto. Hay que alertar la atención, mantenerla siempre vigilante para permanecer consciente de sí mismo y de todo lo que a uno le rodea. Es necesario indagar, buscar, escudriñar. La meditación va enriqueciendo el mundo interior y abriendo la mente, siendo extirpados los deseos y eliminados los conflictos y las contradicciones. Hay que trascender el agitado contenido mental, pasar de la verdad relativa a la verdad absoluta, aprender a distinguir lo que es realmente de uno y lo que es lo adquirido, lo falso, lo artificial.

Padmasambhava (“el nacido del loto”) cifraba la evolución espiritual en varias fases. La primera de ellas es aquella durante la cual el practicante debe leer y estudiar numerosos libros filosófico-religiosos y experimentar personalmente todos los métodos y enseñanzas que descubra.

La segunda fase consiste en seleccionar la enseñanza que al practicante le parezca mejor para él y desestimar todas las restantes.

Durante la tercera etapa, el practicante debe tratar de conseguir una gran confianza y seguridad en sí mismo, esforzándose por obtener el desapego y por ser humilde.

La cuarta etapa comporta un tenaz entrenamiento psicológico y mental, a fin de que el practicante pueda independizarse de todo y no verse afectado o perturbado por nada.

La quinta fase es la serenidad absoluta.

La sexta fase representa la comprensión del vació.

El practicante puede así ir apoderándose de las cinco clases de sabiduría: La “sabiduría absoluta” o intuición; la “sabiduría diferenciadora”, que permite encontrar las más sutiles semejanzas entre las cosas, y la “sabiduría de lo divino”, que facilita la “comprensión total”.

La austeridad, el autocontrol, la proyección en el vacío, el conocimiento exhaustivo de uno mismo, el adiestramiento en la verdad y la escalada hacia la “sabiduría de lo divino”, es la labor nada sencilla del asceta (naldjorpa).

El budismo llegó al Tíbet alrededor del siglo VII d.C. Encontró en el “país de las nieves” un terreno fértilmente abonado para su desenvolvimiento, porque el príncipe Srong-brtsansgam-po estaba desposado con dos mujeres budistas, una hija del emperador de China y otra hija del rey del Nepal. Incluso el príncipe se convirtió a la doctrina de la buena ley y envió a numerosos jóvenes de la aristocracia a la India para que se instruyesen sobre la enseñanza budista. Al principio, pues, el budismo se desarrolló entre la clase aristocrática, pero después se fue extendiendo a las clases restantes y consiguió cada vez mayor número de adeptos, constituyéndose en religión nacional durante el período del soberano Krisron-Ide-brtsan (755-797 d.C.)

En el siglo VIII fue fundado el monasterio de Sam-yas, y como en el país había diferentes corrientes religiosas y filosóficas (budismo, tantrismo, escuela de vacío, escuela Chan), tuvo lugar un concilio de todas las sectas budistas. A partir de ese momento se tradujeron numerosas obras sánscritas y múltiples pandits indios se establecieron en el Tíbet. Todo parecía indicar que el budismo arraigaba definitivamente en este país. Pero el rey fue asesinado por su hermano y esto iba a comportar una cruel persecución del budismo, ya que el nuevo rey era bon-po. Se arrasaron los monasterios, fueron asesinados o expulsados del país numerosos monjes y se quemaron los textos sagrados.

El rey asesino fue a su vez asesinado por un monje tibetano. Se sucedieron las guerras civiles y, después de varias décadas, los biznietos del soberano que persiguiese tan fanáticamente el budismo, se interesaron vivamente por la doctrina e hicieron venir al país a algunos misioneros budistas.

El budismo toma de nuevo vida en el Tíbet, pero fusionado a elementos yoguis y tántricos. Lobon Padma Chunge fundó la secta del lamaísmo, conocida como los “bonetes rojos”. Budismo, yoga, tantrismo, bon-po, nigromancia y magia formaban el contenido doctrinal propio del lamaísmo.

El gran reformador del lamaísmo fue Tson-K,a-pa, en el siglo XVI, quien, enérgico y honesto, expulsó a los monjes degenerados, prohibió la hechicería y la magia, cerró monasterios y eliminó lugares santos. Fundó la secta de los “bonetes amarillos”, también conocidos como “observadores del valor virtuoso”. Con unas sobresalientes dotes de organización, creó normas y preceptos, restableció los verdaderos principios e impuso una eficaz jerarquía.

En tanto los “bonetes rojos” han perdido la esencia verdadera del budismo, adoran a las imágenes y están influenciados por la magia bon-po, los “bonetes amarillos” rechazan las imágenes, condenan la nigromancia y otras formas de magia y viven más de cerca el verdero budismo.

Había tres jefes espirituales del lamaísmo: el Dalai Lama, que vivía en la capital del Tíbet, en Lhasa, descendiente espiritual de Tson-K,a-pa, reencarnación de Avalokitesvara y máxima autoridad tanto en los asuntos materiales como en los espirituales; era él quien regentaba el célebre monasterio de Potala. Otro de los jefes espirituales era el Tashi Lama, que únicamente tenía autoridad espiritual y que vivía comúnmente en la provincia de Tsang. La Gran Lama, que era la abadesa del monasterio situado en las proximidades del lago Yomdok, también era el jefe espiritual. A estos jefes espirituales les seguían por orden jerárquico los Chutuktus, similares a nuestros cardenales, y los Chubil Kans o sacerdotes.

El aspirante a lama tiene que estudiar medicina, escritura sagrada, filosofía, metafísica, ritual, gramática, aritmética, los preceptos monásticos y esoterismo. Los “bonetes rojos” sólo exigen el ser célibes todos ellos, pero los “bonetes rojos” sólo exigen el celibato para los lamas superiores. El aspirante estudia, medita y lleva una vida totalmente monacal. Pero el que no desea seguir el camino religioso y monacal, sino el “camino directo”, no encontrará el monasterio que busca, y tendrá que tratar de hallar un maestro que le imparta personalmente la enseñanza secreta. Los maestros del camino directo no están por lo general en los monasterios, sino en la soledad de las montañas o de los bosques; no siguen normas religiosas establecidas ni se someten a los ritos; viven aislados en su reducida celda (Tsham-khag), dedicados por entero al trabajo interior y llevando una vida ascética que la mayoría de los seres humanos no podrían soportar.

Antes de la dominación china, no era tan extraño como pueda parecer el encontrarse con un devoto del camino directo encerrado en su Tsham-Khang, en la que a veces permanecía durante muchos años, o incluso durante toda una vida, en absoluto silencio y en una total oscuridad. Se necesita ya una sólida madurez para poder soportar durante tanto tiempo esa hermética soledad.

El anacoreta invierte su tiempo haciendo prácticas de concentración y de meditación, ejercicios respiratorios y contemplación del Kyilkhor, que son diagramas con un significado esotérico y simbólico especial y que sirven de apoyo a la atención y van unificando el pensamiento. Así el renunciante va elevándose por encima de sus sentidos físicos y obteniendo la “vista penetrante” (thag thong). La ignorancia se transmuta en conocimiento y el místico comienza a vivir a través de una sublime serenidad.

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