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viernes, 29 de enero de 2010

La iniciación en Grecia (IIª parte)


No podíamos terminar de explicar la iniciación griega, sin hablar de la escuela de Pitágoras. Sin su aportación a la visión particular que tenía este genio sobre la vida; hubiese sido un texto incompleto.

Con este último punto, extraído del libro de Ramiro Calle de su libro “La historia de las sociedades secretas, daremos por acabada la iniciación en Grecia. Desde la encomienda de Barcelona, deseamos que el texto sea de vuestro agrado.

Pitágoras y su escuela

Convencido de que tenía una importante misión que cumplir, controlado y dueño de sí mismo, sabio por encima de todo, sereno, modesto a pesar de su grandeza, fuerte intelectual, moral y físicamente, austero y disciplinado, razonador y a la vez intuitivo, Pitágoras es uno de esos hombres que solamente surgen cada muchas décadas. Se decía de él que poseía sorprendentes facultades psíquicas, tales como la telepatía, la premonición y la ubicuidad; se decía de él que podía hacer milagros y curar, entenderse con los animales y viajar al mundo invisible. Espiritualista, místico, mitad asceta contemplativo mitad hombre de acción, filósofo, matemático, físico, músico, creó Pitágoras una verdadera escuela esotérica e iniciática.

Pitágoras era hijo de Mnesarchos, un joyero de Samos, y de Partenis. Vivió alrededor de 569-500 a.C. De niño fue bendecido por el gran sacerdote del templo Adonal. Recibió una instrucción amplia y muy sólida. Es lógico suponer que desde sus primeros años debió dar muestras de una penetrante inteligencia. A los dieciocho años estuvo en contacto con Tales, quien le sugirió que debía dirigirse a Egipto si quería encontrar la fuente de la verdadera sabiduría. Una carta de recomendación de Polícrates le facilitó la relación con los sacerdotes de Menfis, quienes antes de hacerle partícipe de sus secretos le sometieron a muy difíciles y casi inextricables pruebas morales y psicológicas. Pero si algo distinguió a Pitágoras, y todos los testimonios así nos lo dejan ver, fue su férrea voluntad, más de dioses que de hombres. La Transformación exige un sacrificio que solo aquel que luche por realizarla puede comprenderlo. Un hombre puede llegar a sudar sangre, como lo hizo Cristo, y es algo más que una mera metáfora. La transformación espiritual exige un “superesfuezo”; los débiles y los indecisos no tienen ninguna posibilidad de triunfo en ese férreo combate que el hombre debe realizar contra sí mismo. Morir para renacer, destruir para construir, reducir todo a cenizas para utilizarlas como polvo de proyección en la alquimia interior que se debe experimentar.

En Samos, Pitágoras despertó la atención de sus ciudadanos. No era desde luego nada frecuente un hombre que proponía la alimentación vegetariana y, lo que era aún más desconcertante, creía en la metempsicosis. Además, producto de una desbordante fantasía, se decían cosas increíbles de aquel hombre que tanto había viajado y cuya existencia era un misterio indescifrable. Las anécdotas sobre el recién llegado se multiplicaron, a cual de ellas más fantasiosa.

La marcada personalidad orientalizada de Pitágoras atraía a la juventud, porque los jóvenes se interesan por todo lo nuevo, lo sugerente, lo significativo. Pero los padres de aquellos muchachos ávidos de conocimientos y de relatos cuyo jugoso contenido disipase su tedio, se sentían inquietos y desconfiados ante Pitágoras. La atmósfera se puso demasiado cargada y tensa. Porque Pitágoras buscaba establecer una escuela de iniciación y no provocar un enfrentamiento estéril, porque su ferviente deseo era instruir y no dispersarse en inútiles rencillas, porque estaba por encima de toda animadversión personal y porque comprendía que en muchas ocasiones ceder es vencer, abandonó Samos, cuyos ingratos e ignorantes habitantes no intuían ni lejanamente siquiera que perdían a uno de los seres humanos más trascendentales de la época.

En Crotona, Pitágoras fundó una importante escuela. En ella se enseñarían matemáticas, física, música, misticismo y esoterismo. Tenía como finalidad instruir a los alumnos tanto mental como espiritualmente; mostrarles enseñanzas científicas, filosóficas, morales y espirituales. Desde luego, Pitágoras era un maestro de excepción y nadie podía dudar de la eficacia de la enseñanza. Por ello pronto contó la escuela con numerosos alumnos, y todos los ciudadanos de Crotona se sintieron satisfechos y orgullosos por contar con una escuela tan especial y con un maestro más especial todavía.

Después de muchos años de incansable enseñanza, Pitágoras encontraría lo que él mismo quizá jamás había esperado, el amor en una de sus alumnas; una hermosa joven que tenía cuarenta años menos que el maestro.

Durante años Teano ocultó su vibrante pasión. Se contentaba con observar y sentir la presencia cercana de aquel hombre de sesenta años que vivía únicamente para la escuela y para sus alumnos. ¿Cómo a su edad iba él a pensar en nada semejante? La geometría, la física, la música y la filosofía no le dejaban tiempo para pensar en el amor humano. Pero Teano estaba allí, plena de ardiente juventud, suspirando por una palabra o por una mirada, con los ojos fijos en aquel asceta disciplinado y siempre dueño de sí mismo.

Pitágoras y Teano se casaron. La edad no representaba un obstáculo porque el amor alisa todos los escollos. Tuvieron dos hijos –uno de ellos probablemente instructor de Empédocles- y una hija. Teano resultó siempre una excelente colaboradora de Pitágoras y jamás fue objeto de la menor perturbación.

Por aquellos tiempos la escuela de Pitágoras fue única en su género. Se exigían del adepto los más duros sacrificios, la más sólida disciplina, la más inquebrantable fuerza de voluntad. Ciencia y misticismo, filosofía y moral, eran los pilares sobre los que se sustentaba la doctrina del gran sabio. Los neófitos eran sometidos a pruebas de tal dificultad, que con frecuencia resultaban inextricables para muchos. Todo aspirante era objetivamente enjuiciado, más allá de su clase o condición. Eran admitidos los hombres y las mujeres. A nadie en realidad se le negaba por principio la entrada en la cofradía; tenía, eso sí, que superar las pruebas establecidas. Porque Pitágoras trataba de hacer hombres superiores, fuertes tanto física como mental y espiritualmente. Como buen conocedor del pensamiento oriental, sabía que el ocio mental y la apatía son graves obstáculos en el camino hacia la realización que el esfuerzo personal y, más aún, el superesfuerzo, son necesarios para alcanzar la integración superior, que para llegar a la libertad interior se requiere un vigor firme e indestructible y un autocontrol casi insólito. Pitágoras sabía todo esto, y como no deseaba hacer únicamente hombres cultos o intelectuales, sino hombres también moral y espiritualmente desarrollados, la alimentación era escasa, pocas horas de sueño, el trabajo intenso, la disciplina severa. La armonía reinaba entre los miembros de la escuela; las relaciones eran abiertas y felices; sólo había un maestro indiscutible: Pitágoras.

Antes de ser sometido a las verdaderas pruebas, el neófito pasaba una temporada en la escuela. Durante este tiempo era estrechamente vigilado por sus superiores, que sopesaban sus cualidades y examinaban sus características mentales y psicológicas y sus reacciones personales. Después, el neófito debía pasar por algunas pruebas físicas, para determinar su valor, y algunas pruebas morales, para enjuiciar su fortaleza moral. Los superiores le increpaban con toda dureza cuando era necesario, y el neófito debía controlarse y permanecer apaciblemente en su lugar. Los soberbios o vanidosos nunca llegarían a formar parte de la cofradía, tampoco los altivos o egocéntricos. Se necesitaban neófitos pacientes, capaces de imponerse una estricta disciplina, humildes y anhelantes de ampliar sus conocimientos y llegar a la verdad.

El novicio tenía que aprender por sí mismo el valor de la obediencia, el respeto y la humildad. Aquellos que son humildes en sus conocimientos siempre aprenderán más de lo que saben; quienes no lo son, porque se creen sabios sin serlo, morirán tan necios como vivieron. Aquellos que obedecen, fortalecerán su voluntad y aprenderán a hacerse obedecer; los que no obedecen, sólo conseguirán con su rebeldía el aislamiento y la soledad. Aquellos que son respetuosos, serán a su vez respetados; los que no saben respetar, difícilmente encontrarán el respeto en los demás. Pitágoras trataba de imbuir en sus novicios la dignidad y la nobleza; pretendía que viviesen en armonía consigo mismos y con los demás.

Los novicios hacían gimnasia y diversos deportes para mantener entrenado su organismo, pero eliminaban de sus prácticas físicas todo elemento competitivo. Porque seguramente Pitágoras sabía que donde hay competición es arrasado el amor, la evitaba en lo posible. Hacían sus ejercicios en silencio, concentrados en su labor, sin preocuparse porque otros lo hicieran con mayor o menor maestría. Había que atender al cuerpo, a la mente, a la psiquis y el espíritu. El adiestramiento debía ser lo más completo posible. Por este motivo, los días estaban perfectamente organizados; pocas cosas se dejaban a la casualidad. Los discípulos se levantaban al amanecer. Se entonaban algunos himnos y se efectuaban las abluciones; después, durante toda una mañana recibían las lecciones programadas. La alimentación del mediodía estaba compuesta a base de miel, pan y algunos otros alimentos de gran pureza. Por la tarde se realizaban las prácticas gimnásticas y, tras las mismas, estudio y meditación. Anochecía cuando de nuevo se entonaban algunos himnos religiosos. Después, por último, había una ligera cena y descanso, muy bien merecido por cierto.

Las matemáticas adquirían un valor a veces desmesurado en la doctrina de Pitágoras. El número formaba la quintaesencia de su enseñanza. Todo trataba en cierto modo de ser explicado a través de los números. Cada número tenía su propio significado y mediante las combinaciones numéricas se exponían los más variados principios y conceptos.

Pitágoras creía en la transmigración del alma. El alma era para él una mónada imperecedera, parte del gran Todo. El hombre tiene un espíritu inmortal, y en este carácter de inmortalidad se asemeja a la divinidad.

Distinguía Pitágoras entre la mónada y la diada. La mónada es la esencia divina; la diada es su facultad creadora. El ser humano debe esforzarse en purificar su espíritu y parecerse a Dios. Mediante la inteligencia, el conocimiento, una conducta apropiada y las acciones honestas, puede encontrar la verdad trascendental. Había que trascender las pasiones y dominar los instintos, estimular al máximo la inteligencia y limpiar la mente de malos pensamientos. Una cosa es el cuerpo y otra el espíritu; el primero debe ser dominado; el segundo, fortalecido y alentado. El ser humano debe ir día a día superándose, de forma tal que poco a poco se vaya pareciendo a la divinidad.

Aunque no se sirviese de la misma terminología, Pitágoras creía en la inexorable ley del Karma, propia del hinduismo y del budismo. En futuras existencias el hombre habría de purgar sus malas acciones; todo pecado era expiado en vida, y las buenas o malas reencarnaciones dependían de la conducta que el ser humano observase durante su existencia.

Tras la muerte, el cuerpo desaparece y el alma sirve de vehículo al espíritu que después de un tiempo habrá de reencarnar. Cuando la purificación era absoluta, el espíritu era transportado al seno divino: la chispa divina que había descendido al mundo material retornaba a la matriz en donde había encontrado su origen. Cada hombre dirige su vida y sus actos como desea, pero si no lo hace con rectitud encontrará su castigo. Lógicamente, todo nos lleva a deducir que los pitagóricos creían en el libre albedrío; toda acción encuentra su retribución, positiva o negativa, según fuera aquélla. El hombre que haya desarrollado lo suficiente su inteligencia, jamás actuará en contra de la voluntad divina y guiará sus pasos por el sendero de la verdad, superando las contradicciones que pueden presentarse entre sus pasiones y su razón. Para los pitagóricos el mal arrastra hacia la materia y el bien eleva hacia Dios.

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