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miércoles, 20 de enero de 2010

Las sociedades secretas: La iniciación en Egipto


Egipto, tierra de faraones, de misterios, de grandes iniciados, ejerció una marcada influencia esotérica sobre los pueblos de la antigüedad. Los griegos, los romanos y los judíos reconocieron en Egipto el país de la tradición oculta por excelencia; los ocultistas de la Edad Media se esforzaron en descifrar sus grandes secretos; las sociedades secretas buscaron con tesón sus enseñanzas y se afanaron en hacerlas suyas. Egipto siempre ha estado envuelto por una enigmática neblina y sus conocimientos ocultos han atraído vivamente a los esoteristas de todas las épocas.

Sabemos que los egipcios pensaban que el ser humano está formado por el cuerpo físico, el Khan o cuerpo astral, el Khu o aliento vital, y el Bah o principio superior; sabemos que la Triada de Obidos está compuesta por Osiris, Isis y Horus, y que Osiris se manifiesta bajo cuatro aspectos: el espiritual (Osiris-Ptah), el mental (Osiris-Horus), el astral (Osiris-Lunus) y el material (Osiris-Tifón); sabemos qué dioses componían el panteón egipcio (Okhar, Serapis, Aten, Anubis, Nephitis, Ra, Nu, Ammon, etc.) y los preparativos llenos de minuciosidad que se llevaban a cabo para la vida de ultratumba; sabemos qué mancias practicaban y los muchos elementos mágicos que inundaban su medicina. Pero nada sabemos apenas de cómo era la iniciación entre los egipcios. Es probable que se realizase en el Templo de Tebas, en el de Menfis o en la gran pirámide de Keops, pero sólo es probable. Como quiera que sea, el neófito debía pasar por muy diversas pruebas, morir temporalmente para renacer eternamente en Osiris.

Suponemos que las pruebas a que era sometido el neófito eran tanto físicas como morales y espirituales, y todas ellas indudablemente nada fáciles de trascender. Los sacerdotes egipcios eran sumamente expertos en esoterismo, y por ello seguramente se mostraban exigentes en extremo. El neófito tenía que superar toda clase de temores, para someterse así a la purificación y a la transformación. La revelación divina sólo llegaría fertilizando su espíritu lo suficiente como para entrar en contacto con la divinidad.

Sabiendo de la pomposidad desorbitada de los egipcios, cabe suponer como lo más verosímil que la iniciación debía ir acompañada de un llamativo y espeso ceremonial. El neófito tenía que realizar obligatoriamente el juramento de silencio, común a todas las iniciaciones antiguas y modernas.

Oscuros símbolos, interminables plegarias, himnos embriagadores, solemnes ritos… En la suntuosidad del templo, el neófito se estaba preparando para pasar a una nueva forma de vida, pues con la iniciación su espíritu experimentaría una considerable transmutación. Había que introvertirse, que meditar profunda y sinceramente, tratando de llegar hasta el fondo de uno mismo y rescatar allí la propia verdad. Allí, serios y concentrados, estaban los sacerdotes para dirigir sus pasos, para orientarle en su significativo “viaje”. Aquellos hombres llenos de sabiduría, doctores en el más elevado esoterismo, colaborarían en su perfeccionamiento y le harían partícipe poco a poco, gradualmente, de sus vastos conocimientos, enseñándole también la medicina sagrada y las prácticas mágicas, desde cómo predecir el futuro hasta cómo imponer las manos y concentrar la mente para llevar la curación a los enfermos. Ellos poseedores de unas supuestas facultades psíquicas de gran alcance, le mostrarían las fórmulas necesarias para intervenir y controlar las leyes de la naturaleza.

Largos ayunos, toda clase de incomodidades, silencio y soledad. El neófito tenía que aprender a controlar sus inclinaciones físicas, sus apetencias de todo tipo. Partiendo del autodominio y purificación físicos, debía llegar al autodominio y purificación mentales y espirituales. Sólo de esa forma sería digno de aspirar a ser iniciado en los misterios de Isis y Osiris, de aspirar a entrar en la cofradía de los seres superiores, los hombres perfectamente desarrollados, los iniciados de Egipto. Todo hombre puede llegar a formar parte del Gran Todo, pero muy pocos lo consiguen. Convertirse en parte de Osiris era una empresa muy difícil, y a veces incluso arriesgada. Había que obtener un elevadísimo grado de evolución para convertirse de hombre en hombre-dios. Más allá de las ostentosas ceremonias, de los estimulantes ritos, de las orientadoras palabras de los sacerdotes, el neófito tenía que llevar a cabo un difícil trabajo en su interior; eliminar toda posible impureza e imponerse una estricta disciplina y una rigurosa forma de vida. Mientras el odio, la vanidad, la ira, la ambición o la lujuria mancillasen su espíritu, en lugar de caminar por un sendero firme, se estaba hundiendo en absorbentes arenas movedizas. La iniciación, como tal, siempre ha exigido mucho, aunque luego, ésta es la realidad, los iniciados la hayan entendido como mejor les pueda haber parecido y hayan continuado siendo como antes. Verdaderamente todo es una actitud interna y jamás externa; hace falta el convencimiento interior y el deseo sincero de superación. Cuando el bautismo –rito iniciático muy empleado a lo largo de toda la humanidad- carece de toda significación, se convierte en un simple chapuzón. Para que el hombre pueda trascender sus flaquezas de hombre, su forma mecánica de vivir, sus limitaciones y sus ataduras mentales, psicológicas y espirituales; para que pueda ver más allá de las apariencias y arrojar cierta luz en su mundo interior confuso e incluso caótico, no basta con un suntuoso templo, unos cadenciosos cánticos ni unos símbolos esotéricos. El verdadero trabajo espiritual hay que entenderlo sobre sí y llevarlo a cabo perseverantemente. De esa forma, todo el edificio externo, que únicamente puede ayudar cuando no es tomado jocosa o rutinariamente, representa un apoyo para la atención y un estímulo para la voluntad.

No hace falta ser un visionario para creer que el hombre puede superarse, conseguir su “integración”, elevarse por encima de sus estrechas y egoístas miras. No se requiere una dilatada vida para esta elevación; es suficiente con un ferviente deseo y un comenzar en el momento sin subterfugios de ninguna clase. Comenzar a examinar los propios hábitos negativos e inhibiciones, los múltiples temores que encadenan al ser humano, y todas aquellas ideas y conceptos poco cristalinos que lo someten a una irreparable ceguera. Mediante el examen surge el conocimiento, y a través del conocimiento un hombre se puede realizar. A lo largo de toda la historia del hombre siempre ha habido determinados seres humanos que han creído en la posibilidad de esa superación y han luchado por ella aun cuando se hayan visto obligados a renunciar a lo que para ellos pudiera ser más preciado.

Hermes Trimegisto

Aunque es muy poco lo que podemos decir sobre él, no debemos pasar por alto en estas páginas a Hermes Trimegisto, el “tres veces grande”, cuyo nombre, más que distinguir a una sola persona, parece que reúne a un conjunto de grandes iniciados de la antigüedad, alrededor de tres siglos antes de nuestra era. Su nombre se ha asociado siempre con las ciencias ocultas, y de él deriva el vocablo “hermetismo”. Aun cuando Jámblico no duda en atribuirle miles de obras, resulta más razonable la deducción de Clemente de Alejandría, que le atribuye cuarenta y dos. Sin poder determinar el número exacto de obras que este gran iniciado, o conjunto de iniciados –más probable esto último-, llevó a cabo, lo cierto es que solamente contamos con tres de ellas: La Tabla de Esmeralda, Pimandro y Asclepios.

En Pimandro se nos muestra a Hermes como discípulo, recibiendo la doctrina suprema de Pimandro, quien le orienta moral y espiritualmente, aconsejándole disipar la ignorancia, vencer las pasiones, purificar el espíritu y solamente comunicar las verdades aprendidas a las personas que previamente hayan sido iniciadas. Después es el mismo Hermes quien directamente le muestra la doctrina a su hijo Tat, señalándole los doce obstáculos básicos que todo hombre debe eliminar de sí mismo para poder obtener la iniciación: el primero es la ignorancia; el segundo, la tristeza; el tercero, la intemperancia; el cuarto, la concupiscencia; el quinto la injusticia; el sexto, la avaricia; el séptimo, el error; el octavo, la envidia; el noveno, la astucia; el décimo, la cólera; el undécimo, la temeridad, y el duodécimo, la maldad.

Asclepios trata de la iniciación y enseñanzas que Hermes imparte a Asclepios, mostrándole los puntos esenciales de la doctrina.

La Tabla de Esmeralda es la obra de Hermes que con mucho ha interesado más a los alquimistas, ya que la consideran una descripción muy importante en lo relativo a la obra alquímica.

Muchas escuelas y sociedades esotéricas han tratado de restablecer y revivir las iniciaciones de los pueblos antiguos, sometiendo a sus alumnos a unos ritos que en cierto modo se suponen, muchas veces sin fundamento objetivo alguno, similares a aquéllos empleados por los egipcios, los caldeos o los griegos. Hay que comprender que tener una visión certera de las antiguas iniciaciones y de sus grados o etapas es muy difícil, tanto como saber de forma indiscutible qué pruebas le eran aplicadas al neófito antes de serle revelada la filosofía arcana.

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