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lunes, 31 de mayo de 2010

La bandera europea: ¿Victoria de la Iglesia frente al laicismo?



De muchos es sabido, la importancia que tuvo y continúa teniendo Nuestra Santísima Virgen María, Madre de Dios, para la Orden del Temple. Muchas han sido las iglesias y capillas construidas por templarios, dedicadas a Nuestra Señora.

Por ello queremos tratar un tema interesante que recoge el escritor e investigador español, Javier Sierra, en su libro “La ruta prohibida”. El texto en cuestión, nos habla sobre la simbología que oculta la bandera europea; donde se ve representada en ésta, a la Virgen de la Inmaculada Concepción.

Desde la encomienda de Barcelona, deseamos que su lectura sea de vuestro agrado.

Bandera de la Unión Europea.

La siguiente metáfora cósmica se fraguó en fechas recientes, y demuestra que, de algún modo, la sabiduría de aquellos nuestros antepasados sigue entre nosotros. Todo empezó el 29 de mayo de 1986; de eso hace ya más de dos décadas. Frente a la sede de la Comisión Europea en Bruselas, en el palacio de Berlaymont, se izó por primera vez la bandera azul y con doce estrellas dispuestas en círculo, como insignia común del Viejo Continente.

El día anterior, el entonces secretario general del Consejo de Europa, Marcelino Oreja, declaraba a la prensa su agrado por la decisión de adoptar el diseño que en 1955 pergeñara el Consejo de Europa para convertirlo en la bandera de todos los europeos. Pero Oreja no explicó –tal vez no lo sabía-, cuál era el misterioso origen de ese distintivo. De hecho, hasta años más tarde, en concreto hasta el verano de 2004, casi nadie se había preguntado por ello.

Aquel mes de julio, la revista para peregrinos del más famoso santuario mariano de Francia, Lourdes Magazine, recogía unos comentarios de un artista alsaciano llamado Arsène Heitz, que levantarían ampollas en círculos intelectuales. Heitz fue uno de los muchos ciudadanos que se presentaron al concurso del Consejo de Europa de 1955 para diseñar la divisa que los representara. “Inspirado por Dios –confesó-, tuve la idea de hacer una bandera azul sobre la que destacaran las doce estrella de la Inmaculada Concepción de Rue du Bac. De modo que la bandera europea es la bandera de la madre de Jesús que apareció en el cielo coronada de doce estrellas”.

Heitz destapaba así nada menos que dos orígenes místicos para su diseño de la bandera europea: uno, la visión que la santa francesa Catalina Labouré tuvo en 1876 en la Rue du Bac de París al ver en éxtasis “la corona de la Virgen con doce estrellas”; y dos, una misteriosa cita extraída del capítulo 12 del Apocalipsis en la que puede leerse: “Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida del Sol, con la Luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza” (Corona Stellarum Duodecim, en latín).

¿Cómo había pasado esto desapercibido a una Europa empeñada en subrayar su laicidad?

Cuando meses más tarde, el 28 de octubre de 2004, el semanario The Economist se hizo eco de aquellas declaraciones, la polémica sobre la existencia de un símbolo religioso en el corazón de Europa, ya estaba en boca de todos. Una polémica, por cierto, que había comenzado a gestarse meses antes, cuando desde el Vaticano Juan Pablo II criticó la Constitución Europea por no recoger la idea de sus “raíces cristianas” como fuente de inspiración. Sin embargo, en aquellos comentarios el pontífice se cuidó mucho de no referirse a la bandera y a su significado católico. Ni tampoco aludió a los profundos vínculos históricos que unen la historia de Europa con la Virgen. Si lo hubiera hecho, si hubiera mencionado que Europa era un continente consagrado a María desde los tiempos de Clemente V (siglo XIV), y que esa “consagración” continuaba “en secreto” a través de su bandera, sus reclamaciones hubieran perdido fuerza. O, aún peor, hubieran causado un profundo malestar en países de mayoría protestante como Alemania o el Reino Unido.

Pero Wojtyla tal vez soñaba entonces con las palabras de Juan XXIII, impresas en su encíclica Pacem in Terris, cuando dijo que una Europa unida “será el mayor súper-estado católico que el mundo ha conocido jamás”. ¿Tenía eso en mente cuando criticó el texto de la Constitución Europea?

¿Conspiración católica en la Unión Europea?

En varias ocasiones, la ex primera ministra británica Margaret Thatcher definió a Europa como una “conspiración católica”. Y visto desde esta nueva perspectiva, la Dama de Hierro tuvo sus razones para recelar del proyecto común. Sabía que muchos de los padres de la moderna Unión Europea (Adenauer, Delors, Schuman…) fueron católicos confesos. Y si hubiera buceado en su historia, y hubiera descubierto que algunas de sus propuestas para crear los símbolos de la moderna Europa estaban sembradas de referencias cristianas, habría elevado aún más el tono de sus protestas.

El diseño de la bandera europea nunca ha sido ajeno a tales luchas, aunque lo cierto es que rara vez han trascendido a la opinión pública. Así cuando en 1955 el Consejo de Europa aprobó la tela que hoy ondea en todas las instituciones oficiales de la Unión, dejó atrás otras propuestas ciertamente cristianizantes. La mayoría de aquellos proyectos de bandera mostraban una cruz porque consideraban que esa idea, además, no era ajena al espíritu europeo. Las banderas de Dinamarca, Grecia, Irlanda, Noruega, Suecia y el Reino Unido aún la contienen. De hecho, el espíritu de las cruzadas fue, sin duda, el único gran precedente histórico de Unión que pudieron manejar los artistas. Pero en aquel entonces, a sólo unas décadas del final de la segunda guerra mundial, se optó por la cautela. El Consejo evitó herir susceptibilidades como las de Turquía –país no cristiano-, o las de los entonces países del bloque comunista, a los que un símbolo religioso les habría resultado ofensivo.

El giro del Consejo hacia una presunta bandera laica fue magistral. Tras rechazar los diseños con una “E” prominente sobre el paño, la idea que pronto ganó más votos fue la de jugar con las estrellas. El diplomático y escritor español Salvador de Madariaga propuso una idea que estuvo a punto de llevarse el gato al agua: sobre fondo azul, un grupo de astros marcaría la ubicación de cada capital adscrita al Consejo de Europa. Todas ellas escoltarían a una estrella de mayor tamaño que señalaría el emplazamiento de Bruselas. Por desgracia, su diseño, aunque ocurrente, enseguida sucumbió frente al de su inmediato competidor: Arsène Heitz.

Por alguna misteriosa razón, se decidió entonces que el número de estrellas fuera doce, independientemente del número de Estados miembros. El doce, según el entonces secretario general del Consejo, Ludovico Benvenuti, era un símbolo de perfección y plenitud. “El doce representa a todos los pueblos europeos, exactamente como los doce signos del Zodiaco representan al Universo entero”, escribió. Pero su idea tuvo que ser explicada hasta la saciedad. Los ciudadanos asimilaban cada estrella a un país, como sucede en la bandera de Estados Unidos. Y ése no era el caso del diseño de Heitz. ¿Acaso apostó por la inmutabilidad de la corona de doce estrellas para preservar el significado oculto de ese círculo?

Imagen del vidral de la catedral de Estrasburgo; donde se ve en la parte superior la corona representada en la badera europea.

La bandera de la Inmaculada Concepción

En 1985, con motivo del trigésimo aniversario de la bandera del Consejo de Europa, surgió otra pista para armar este rompecabezas. Robert Bichet, político democristiano y vicepresidente del Consejo de Europa en 1955, reconoció implícitamente el origen mariano de la bandera en un libro de su autoría. En Le drapeau de l’Europe, Bichet justificó el simbolismo de la corona estrellada citanto a cierto Gaetano G. di Sales: “Doce es el símbolo de la perfección y de plenitud –escribió-, como los doce apóstoles, los doce hijos de Jacob, las doce horas del día, los doce meses del año, los doce signos del zodiaco”. Lo que Bichet no dijo entonces es que Di Sales fue un conocido autor de obras piadosas, marianas por más señas. Ni tampoco que tres días después de que fuera aprobada la bandera azul por el Consejo de Europa, este organismo inauguró el domingo 11 de diciembre de 1955, un vitral en la catedral de Estrasburgo con la Virgen coronada por la Corona Stellarum Duodecim del Apocalipsis. El vitral muestra, aún hoy, un inequívoco guiño al significado oculto de nuestra enseña común.

Una divisa, debo subrayarlo, aprobada por primera vez el 8 de diciembre de 1955. Fiesta de la Inmaculada Concepción por más señas.

¿Casualidad?

¿Y por qué se me hace difícil creerlo?

viernes, 28 de mayo de 2010

La Resurrección vista por Judíos, Musulmanes y Cristianos.


Queremos abordar un tema que ha fascinado, interesa y continuará atrayendo a la humanidad: ¿Qué se esconde detrás de la muerte? ¿Por qué la tememos tanto?

Quizás, si los mortales supiésemos qué nos depara la muerte, quizás en ese instante, y sólo quizás, dejaríamos de verla como algo negativo. Por ese motivo queremos hoy compartir con todos vosotros, la visión que suscita la resurrección en las tres religiones monoteístas.

Para ello hemos elegido un texto de la periodista y escritora francesa, Hélène Renard, de su libro, cuyo título original es “L’Après-Vie”, y traducido al castellano como “Más allá de la muerte”; donde con una excelente síntesis, nos explica la manera de ver la muerte, que tienen los judíos, los cristianos y los musulmanes.

Desde la encomienda de Barcelona, deseamos que su lectura sea de vuestro agrado.

El Judaísmo: el indescriptible más allá.

Desde los tiempos más remotos los hebreos han creído en una vida después de la muerte, pero, sin duda influidos por sus vecinos mesopotámicos, la consideraron como una existencia desprovista de interés y alegría.

El scheol hebreo se parece al Arallu asirio-babilónico, una inmensa tumba común oscura en la que el hombre está privado de Dios, lo que constituye para el creyente la peor de las pruebas. Poco después del Exilio (siglo VI y VII a. de C.) se desarrolló la idea de una resurrección de la carne y una vida eterna reservada a los justos. “La pervivencia –dice el rabino Josy Eisenberg- fue en el judaísmo un acto de fe bastante tardío”, precisando que sólo en el siglo XII este acto de fe fue oficialmente registrado en los escritos de Maimónides. Este primer teólogo judío fue, por otra parte, muy criticado por los demás rabinos. Para Maimónides, el problema de la pervivencia del alma está condicionado por el de la recompensa de los buenos y el castigo de los malvados (la retribución).

El Antiguo Testamento hace pocas alusiones al devenir de los muertos, dejando al margen la célebre visión de Ezequiel (capítulo XXXVIII), el Apocalipsis de Isaías (XXVI) y un texto de Job que afirma: “Cuando no tenga ya carne, verá a Dios”. La Biblia se preocupa, sobre todo, de lo que el hombre debe hacer en este mundo y no en el otro. Los judíos están profundamente convencidos de que el hombre es incapaz de imaginarse el otro mundo. Algunos documentos no reconocidos por la religión oficial, pero que reflejan sin duda las creencias populares, como el Libro de Enoch y el Apocalipsis de Daniel (siglo I d. C.), evocan con más frecuencia la idea de la resurrección individual sin precisar sus modalidades: “Muchos de los que dormían en el suelo y el polvo despiertan, unos para la vida perpetua, otros para el perpetuo marchitamiento, el abandono”.

Sobre todo se desarrolla la idea de que la reunión del pueblo equivale a una resurrección. Sólo a finales del siglo I de nuestra era comenzaron a aparecer en la religión oficial las concepciones sobre la vida póstuma, especialmente en el Talmud y la Michna. La llegada del Mesías coincidirá con el aniquilamiento de los enemigos de Israel y de los malos judíos. Tras la restauración del reino tendrá lugar el Juicio Final. Los muertos se levantarán de su tumba y compadecerán ante Dios mientras el Ángel contabilizará las acciones de cada uno: “Todos vuestros actos están inscritos en un libro” (Aboth 2.1). El Talmud enseña que los malvados caerán en la Gehena y serán atormentados por el fuego. Muchos pasajes indican también que el individuo resucitará por entero, en cuerpo, alma y espíritu. Los rabinos hacen de la resurrección un artículo de fe que no se puede contestar sin cometer pecado. El Talmud dice: “Si alguien rechaza la creencia en la resurrección de los muertos, no tomará parte en la resurrección”. Sólo aquel que haya practicado la Thora durante su vida escapará a la Gehena y se salvará.

En conjunto puede afirmarse que el problema de la pervivencia no es un tema esencial en la religión judía. Pero algunas de las ideas formuladas son originales. Por ejemplo la de que, después de la muerte, subsiste un vínculo entre el cuerpo y el alma que va debilitándose con el tiempo. Durante los siete primeros días y, luego, durante el año que sigue a la muerte. Como si el paso de la vida a la muerte no se llevara a cabo en forma de brutal ruptura sino progresivamente. Como si el alma permaneciera nostálgicamente vinculada a ese vestido viejo que es el cuerpo (la palabra vestido, en hebreo, designa con frecuencia al cuerpo). Un año después de la muerte se produce el juicio del alma (lo que explica que los judíos del Este no vayan al cementerio durante el primer año).

Otra idea enraizada en la tradición judía y desarrollada insistentemente en el Talmud es la de un mundo futuro que “ningún ojo, salvo el Tuyo, puede ver”, es decir, que nadie puede conocer y formular lo que será el más allá de la vida. Se sabe sólo que hay algo prometido, reservado, pero que permanecerá oculto.

En la Kabbala y el Zohar hay varias alusiones a la reencarnación o, más exactamente, a la trasmigración de las almas. Las almas que han desdeñado la perfección durante su estancia en la tierra tendrán que reencarnarse en otro cuerpo hasta que realicen su “vocación” primera, la unión con lo divino. (Esta doctrina de la transmigración, profesada en el Zohar y por los kabbalistas, no figura, sin embargo, en el Talmud.

Según la tradición judía, un cuerpo puede albergar hasta cuatro almas. Además del bassar, la carne, que es mortal en el hombre, existen tres palabras para hablar de los componentes del ser humano. No es ya una dicotomía sino tricotomía:

- Nephesch: el principio vital, la vitalidad, el conjunto de los instintos vitales. Es mortal porque está vinculado a la vida;

- Ruah: el espíritu, el conjunto de las cualidades intelectuales y afectivas del individuo y su capacidad para recibir una parte del Espíritu divino;

- Neschama: el alma, que existe antes del ser, se desprende del complejo humano con la muerte y sobrevive. Regresa a la fuente divina de la que emana.

Hay pues en el judaísmo una fe en la pervivencia pero un rechazo a concebir la eternidad. Pertenece a lo inefable y no puede ser expresada en términos humanos.

El Islam: Regresar a la vida en el día del juicio.

El destino del más allá está cerca, según las creencias islámicas, determinado y fijado mucho antes de la muerte. El moribundo, inmediatamente antes de morir, conoce su futuro destino.

Los musulmanes, advirtiendo que el oído es el último sentido que desaparece, recitan junto a la oreja del muerto la sura que abre el Corán.

El alma del elegido, conducida por el ángel Gibrahim (Gabriel, el anunciador) atraviesa siete cielos antes de comparecer ante Dios, que le dirige una reprimenda y, luego, le concede su perdón. El alma, entonces, espera con gozo la resurrección. El alma del impío es arrebatada por el ángel Israil (Azrael) y, si ha cometido algún pecado contra los siete deberes fundamentales, no puede atravesar los cielos. Es enviada al umbral del infierno, el Siddjin.

Sólo los elegidos que han atravesado los siete cielos son juzgados de inmediato. Los demás aguardan, a veces un tiempo infinito, hasta el Juicio Final. Los limbos existen también en el islam, comparables al purgatorio cristiano, lugar de espera, morada intermedia, transitoria para los niños y los que no han podido conocer la verdad revelada por el profeta. El islam, como las demás religiones monoteístas, cree que Dios devolverá la existencia a los muertos en su cuerpo y su sangre: “¿Cómo sois tan incrédulos? Dios os ha dado la vida cuando estabais muertos. Os dará muerte y os devolverá la vida y seréis llevados ante él”. (El Corán, sura II)

Cada alma será retribuida de acuerdo con sus actos terrenales. La retribución es individual. Dos ángeles interrogadores, Munkar y Nakir, escriben en un libro las acciones del alma que entonces serán “pesadas” (como entre los antiguos egipcios).

El Bien y el Mal, en el islam, tienen características algo distintas a las demás religiones: el infierno aguarda “a quienes no profesen la verdadera creencia”, los no-musulmanes, y los pecadores graves son el crimen, la idolatría, la cobardía en el combate, el adulterio y, sobre todo, la apostasía. Sin embargo, el arrepentimiento de las faltas libera del infierno (sura L, “Kaf”).

Sabemos que el paraíso de Mahoma está descrito con mucho realismo: sombreados jardines, fuentes que murmuran, perfumes, abundantes alimentos, miel y embriagadoras bebidas servidas por graciosas muchachas, las huríes.

El acceso al paraíso, evidentemente, está reservado a los verdaderos creyentes. Lo que debe destacarse del islam es la importancia otorgada al Juicio. El anuncio del Juicio es una de las principales predicciones coránicas.

El mensaje de Mahoma está centrado en el fin de los tiempos, en el “día final” y en el día del “regreso a la vida, la resurrección”. Para todo creyente musulmán, Alá es el que devuelve la vida a los muertos:

“Con una orden lanza al espíritu sobre uno de sus esclavos que elige para anunciar el día del encuentro, el día en que todos comparecerán y nada se ocultará a Dios. ¿De quién será entonces el reino? De Dios, el único, el absoluto. Aquel día todos recibirán en pago de sus actos. Aquel día no habrá injusticia, pues Dios hace de prisa las cuentas. Adviérteles de la inminencia del día en que, con el corazón angustiado, con un nudo en la garganta, los culpables no tendrán ya un amigo incondicional o un intercesor que hable. Dios conoce las traiciones de la mirada y los secretos del corazón. Dios juga con justicia, los demás dioses no juzgan nada. Dios es el oye y ve.” (El Corán, sura XL)

Los teólogos musulmanes y especialmente los místicos sufíes distinguen una tríada esencial, una visión espiritual del ser humano: ruah, el espíritu; nach, el conjunto de los instintos vitales, el alma “carnal”; akl, el intelecto primordial.

Eso es bastante parecido a las creencias judías, pero el islam sufí divide el nach en cuatro: el alma animal, que obedece a las pulsiones naturales, el alma que manda, egoísta y pasional, el alma consciente de sus imperfecciones y el alma apaciguada, reintegrada al espíritu.

Las dos primeras permanecen en la tierra y se dispersan. El espíritu, el rouah, conserva indelebles los rastros de las buenas y las malas acciones del alma, lo que determina su grado de perfección y su destino en la otra vida.

Como en todas las religiones, el respeto y la purificación de los restos mortales se imponen a los vivos (lo que excluye formalmente el dejarlo a merced de las aves e, incluso, la incineración y su destino en la otra vida.

Como en todas las religiones, el respeto y la purificación de los restos mortales se imponen a los vivos (lo que excluye formalmente el dejarlos a merced de las aves e, incluso, la incineración y la momificación).

En el momento de la agonía, se orienta al moribundo hacia la Kaba, en dirección a La Meca. Debe dar, por última vez, testimonio de la unicidad de Dios con la célebre fórmula “no hay más Dios que Dios” y, si está demasiado débil, uno de sus parientes que le asiste le levanta el índice de la mano derecha y pronuncia la shahada en su lugar. Esta obligación procede del convencimiento de que cada individuo, en su resurrección, se hallará en el mismo estado que en el instante de su muerte.

En la mística musulmana existe una relación directa entre el nivel de realización espiritual del ser y su vida en el más allá. El grado espiritual equivale a un grado de infierno o de paraíso. Penetrando en sí mismo, el sufí penetraba en mundos sutiles, invisibles hasta quedar aniquilado en Dios. Con esta intención los maestros sufíes decían: “Morid antes de morir”. La muerte física es una etapa en la que pueden realizarse las tan esperadas bodas con los Divino.

El Cristianismo: la inmortalidad personal.

Jesús de Nazaret, Jesucristo, es el único denominado “Resucitado”, por ello parece que el cristianismo sea la religión más autorizada para hablar sobre la resurrección.

Recordemos los punto esenciales del credo de la Iglesia católica:

- La Iglesia cree en la resurrección de los muertos,

- Esta resurrección afecta por completo al hombre,

- Afirma la pervivencia y la subsistencia después de la muerte de un elemento espiritual dotado de conciencia y de voluntad, de modo que el “yo” humano subsiste. Para designar este elemento, se emplea la palabra “alma”,

- Espera el glorioso retorno de Jesucristo que es diferido en relación a la muerte de los hombres,

- Mientras, los justos gozan de una felicidad y los pecadores deben purificarse.

En los últimos años se ha planteado, sin embargo, una cuestión que ha modificado el panorama de la teología cristiana. Si se preguntara a los cristianos, protestantes o católicos, lo que los Evangelios enseñan con respecto al destino individual del hombre después de la muerte, responderían, en su mayor parte: “la inmortalidad del alma” y no “la resurrección de los cuerpos” como se dice en el Credo. Pero éste es un equívoco muy extendido pues los hombres, evidentemente, no aguardaron al cristianismo para creer en la inmortalidad del alma. El conjunto de las religiones de Europa a Asia, de África a América está de acuerdo en este punto.

Es evidente que la negación contemporánea del alma tal como se proclama hoy es señal de una regresión o, al menos, de una reducción. Negar el alma es un modo de decir: lo real sólo existe si es científicamente demostrable. Por fortuna, las ciencias más avanzadas, tanto físicas como biológicas, comienzan a contradecir este punto de vista. Un aborigen australiano, un africano, un antiguo griego o egipcio, sabían más sobre la pervivencia y la inmortalidad del alma que nosotros, porque sabían que lo real no se reduce a lo que se ve.

La afirmación de la inmortalidad del alma no es pues, una característica propia del cristianismo, pero la revelación cristiana aportó una noción nueva: la inmortalidad personal.

Todas las religiones y las filosofías pueden, en efecto, admitir la inmortalidad del alma como una parte divina que regresa, con la muerte, a su naturaleza original. Pero el cristianismo fue más lejos: afirma que la identidad personal es inmortal. La inmortalidad no es sólo genérica –es decir que el género humano será inmortal mientras esa parcela divina se encarne en él- sino también individual. El cristianismo impone una visión original con respecto al mundo judío o al griego: la persistencia de la identidad personal hecha posible por la relación de conocimiento y de amor con Dios. Dios atribuye a cada persona humana bastante importancia y valor como para desear mantener una relación, imperfecta durante la vida, progresivamente más perfecta durante el más allá de la vida.

Y la novedad del cristianismo con respecto al judaísmo es también afirmar que el alma, en su estancia en el más allá, conocerá una gran felicidad. Pues, como hemos visto, para los judíos la vida después de la muerte es una vida disminuida, entristecida, sin esperanza. El Scheol, morada de los muertos, no permite el regreso, es una prisión, una tierra de olvido. Los muertos no recuerdan nada y no tienen pasado ni futuro. Mientras que el alma, desde la óptica cristiana, encuentra después de la muerte el reposo y la luz, pues su esperanza es permanecer frente a Dios en una visión beatífica.

Sien embargo, el alma permanece todavía en un estado transitorio: debe purificarse y aguarda la resurrección del cuerpo al que ha pertenecido.

La teología cristiana, sobre todo a partir de los siglos XIII y XIV, insiste en esta necesidad de purificación ilustrada por el purgatorio, que permite al alma purificarse de sus faltas pero también de su deseo de vinculación al cuerpo. Pues el alma tiene agudo conocimiento de su vínculo carnal y, al mismo tiempo, intensa sed de despojarse para unirse con Dios. Los grandes místicos cristianos experimentaron, ya en vida, durante sus éxtasis, este sufrimiento del alma, retenida por un lado y aspirada por el otro. Pero afirmaron que, una vez terminada la purificación (y no puede fijarse la duración porque en el otro mundo el tiempo no existe, aunque exista una duración puesto que hay espera), el alma conoce entonces la beatitud.

Sin embargo, la visión cristiana de la inmortalidad del alma añade una creencia esencial: en el alma, por feliz que sea, subsiste una espera: la de la resurrección del cuerpo que sólo se producirá cuando Cristo regrese.

Esta afirmación de la resurrección del cuerpo siempre ha sido un escándalo para unos e incomprensible para otros. No es extraño. No obstante, es lo esencial del cristianismo: Dios, que ha creado al hombre en cuerpo y alma, no renegará de su creación y lo resucitará en su totalidad, en su unidad. Transfigurará el cuerpo que, de este modo, se sustraerá a la condición biológica. La muerte es la sumisión a la ley biológica de la vida. Cristo, tras haber transgredido esta ley, sustraerá a ella todos los cuerpos, que pasarán a otro plano de existencia, que accederán a una existencia incorruptible. He aquí por qué la resurrección es el eje fundamental del cristianismo.

El más allá cristiano ya no parece vago e impreciso: es personal y concreto.

Queda sin embargo, el hecho de que ese “estado intermedio” del alma entre el momento en que abandona el cuerpo y el momento en que regresará a ese mismo cuerpo glorificado, ese “sueño del alma” según expresión de Lutero, es muy impreciso… Lo que explica las innumerables representaciones del paraíso, del infierno y el purgatorio sobre las que tanto ha trabajado la imaginación humana.

jueves, 27 de mayo de 2010

El Grial


Desde la encomienda de Barcelona, recogemos nuevamente el testigo que habla sobre el Grial. Para ello hemos extraído del libro de nuestro buen amigo y escritor granadino Jesús Ávila Granados, un texto que fue publicado en su libro “La mitología templaria”.

Con su penetrante prosa, Jesús, nos adentra en el siempre misterioso mundo griálico.

Esperamos que su lectura sea de vuestro agrado.

Grial custodiado en Valencia.

Según la Biblia, así se llama la copa que Jesucristo utilizó durante la Última Cena y con la que, días después, José de Arimatea recogió algunas gotas de su sangre de las heridas, tras la Crucifixión en el Calvario. Éste es el único episodio relacionado con el cáliz divino que se cita en el Evangelio. Como consecuencia de todo ello, es fácil comprender que este vaso sagrado fuera receptor y transmisor de grandes poderes.

El Santo Grial, una de las reliquias más buscadas a lo largo de la Historia, está relacionado con uno de los mayores enigmas del mundo occidental. La raíz etimológica –graal-, según algunos investigadores, podría estar relacionada con la palabra celta gar (piedra); otros, en cambio, defienden una procedencia del francés arcaico gréal (vasija en forma de copa).

En torno al mito de este sagrado caliz, muchas leyendas se han creado. José de Arimatea fue encarcelado y castigado sin alimento, al ser acusado de sustraer un cadáver; en la mazmorra se le apareció Jesús, que le entregó el preciado cáliz, al tiempo que le nombraba guardián del Santo Grial y le advertía de que se le aparecería una paloma portadora de una oblea, alimento que debería depositar dentro del cáliz para que no pasara hambre ni muriera durante su cautiverio. En el año 70 d.C., tras la conquista de Jerusalén por los romanos, José de Arimatea fue liberado, marchándose a Inglaterra, donde fundó la primera iglesia cristiana de Occidente. Tras su muerte, el Grial fue custodiado por uno ángeles en una montaña fortaleza, igualmente sagrada, de paradero desconocido, cuya búsqueda ha puesto a prueba a los más valientes caballeros de todos los tiempos; pero sólo unos pocos, tres para ser exactos, aquellos que contaban con una paz interior plena, lograron hallarlo.

La leyenda del Grial está relacionada muy directamente con la llamada materia de Bretaña, que narra las expediciones que, en búsqueda de este preciado cáliz, se pusieron en marcha, en tiempos del mítico rey Arturo y sus legionarios caballeros de la Mesa Redonda. Pero sólo unos pocos de estos audaces guerreros alcanzaron la gloria de poder extasiarse ante la belleza del Grial, porque contaban con las necesarias condiciones; entre estos caballeros, debemos citar a Galahad, Perceval y Bors. Los poetas medievales Chrétien de Troyes (segunda mitad del siglo XII) y Wolfram von Eschenbach (1170-1220) nos describieron magistralmente la leyenda del Grial. El primero, de la región de Champagne (Francia), está relacionado con la corte del conde de Troyes, autor del Perceval (el cuento del Graal), obra que quedó interrumpida por su muerte y fue proseguida por otros autores; el segundo fue un poeta alemán que retomó la obra de Chrétien y la enriqueció con las leyendas del ciclo artúrico de Bretaña, escribiendo el gran poema caballeresco Parzival (Parsifal), inmortalizado en el siglo XIX en ópera por Richard Wagner. Según cuenta Eschenbach, en este que es, sin duda, el más largo y profundo poema de la lírica germana, el Grial es una piedra, una lente, que transmite una luz blanca y transparente, que además transforma la luz natural en fuego; una reliquia celestial custodiada por seres sin tacha –ángeles- en el mítico castillo de Montsalvatche. Y fue, según el poeta alemán, el osado Parsifal quien, tras superar toda clase de obstáculos y arriesgadas aventuras, llegó hasta el castillo, donde conoció al rey Anfortas, que, al ver las nobles intenciones del caballero, permitió que éste pudiese contemplar la grandeza y belleza del sagrado cáliz. Eschenbach también estableció que el Grial guardaba una estrecha relación con el conocimiento –gnosis-, identificando el sagrado cáliz con la esmeralda: toda una piedra preciosa desprendida de la corona de Lucifer en su lucha con Dios.

Para la ciencia alquimística, el Santo Grial era la piedra filosofal, o bien un recipiente en donde, al realizarse las aleaciones, se lograba alcanzar todo aquello que se buscaba, tanto de índole material como psíquica. La Orden del Temple, en su dimensión de caballeros guardianes del Santo Grial, está demostrando que superó con creces el ideal de ascetismo de las demás órdenes de caballería y monásticas del mundo occidental. “Valerosos caballeros tienen como morada Montsalvatche, donde se custodia el Grial. Son los templarios, a menudo se marchan en busca de aventuras”, leemos en el Parsifal, donde se identifica plenamente a los templarios con la Orden del Santo Grial.

Pero las búsqueda del Santo Grial alcanzó el siglo XX, como lo confirma la ansiedad de Hitler cuando, durante la Segunda Guerra Mundial, envió a Montségur (Occitania) a un grupo de investigadores al mando del periodista y escritor alemán Otto Rahn, quien, además, estaba plenamente convencido de la existencia en esa mágica montaña del sagrado cáliz. Y se da la circunstancia de que Montségur (1243), aunque no la última fortaleza cátara en caer ante el ejército de los cruzados de Simón de Montfort –fue Quéribus (1255)-, sí fue la más emblemática, elevada a la categoría de altar sagrado de esa herejía medieval, que tanto odio levantó en el seno de la Iglesia, hasta el punto de provocar una cruzada para aniquilarla por parte del pontífice Inocencio III. El día antes de la caída de Montségur, cuenta la leyenda, un grupo de boneshomes, aprovechando la oscuridad de la noche y los senderos ocultos, atravesaron las líneas de los invasores franceses y se llevaron la sagrada copa, que ocultaron en las grutas de la zona.

Cátaros y templarios coincidieron en el tiempo y el espacio, y se dice que ambos grupos mantuvieron unas muy estrechas relaciones; como lo demuestra el hecho de que los segundos, a pesar de las órdenes recibidas de la Iglesia, nunca asediaron ninguna fortaleza cátara; al contrario, ayudaron a los buenos hombres en las acciones de huida; gracias a ello, numerosos cátaros cruzaron los Pirineos y, a través del sendero que pasa por Bagà (Berguedà, Barcelona), accedieron al interior de Cataluña. Por lo tanto, el Santo Grial, como objeto de Luz, ya era conocido por los templarios. El sagrado cáliz llegó al monasterio rupestre de San Juan de la Peña –san Juan, el Bautista, de nuevo un santo admirado por los templarios- en el Prepirineo de Huesca, donde permaneció durante varios siglos, hasta que, en 1399, el monarca aragonés Martín I el Humano mandó trasladarlo a Zaragoza, primero, y a la Capilla Real de Barcelona, después. Y fue en tiempos de Alfonso V el Magnánimo (1416-1458) cuando el sagrado cáliz se llevaría a la ciudad de Valencia, donde aún se conserva en una capilla próxima a la octogonal torre gótica de Micalet, de origen templario.