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martes, 25 de mayo de 2010

Los diez pensadores más grandes de todos los tiempos: 7. Sir Isaac Newton


Y continuamos nuevamente con el testimonio del estadounidense Will Durant, en su apartado “Los diez pensadores más grandes de todos los tiempos”, publicado en su libro “Las ideas y las mentes más grandes de todos los tiempos”.

Esta vez dejamos a Sir Francis Bacon, para continuar con otro prestigioso inglés: Sir Isaac Newton. Deseamos desde la encomienda de Barcelona, que su lectura sea de vuestro agrado.

Retrato de Isaac Newton.

Desde ese día hasta los nuestros, la historia del intelecto europeo ha sido, predominantemente, el progreso de lo baconiano, frente a la concepción medieval del mundo.

Predominantemente, pero no continuamente, hay muchas grandes figuras que se apartaron de este camino principal. En Descartes, lo nuevo lucha y se agita en los brazos de lo viejo y nunca termina de liberarse; en la gran alma unificadora de Leibnitz, la tradición medieval sigue siendo todavía lo bastante poderosa como para convertir a un matemático en un teólogo precario, y en Emanuel Kant, la voz de la fe ancestral habla entre el escepticismo de la Ilustración. Es extraño que haciendo de puente entre estas dos corrientes de pensamiento –el científico y el religioso- aparezca la figura de Spinoza; un pulidor de lentes y un hombre ebrio de Dios; un devoto silencioso de la especulación solitaria y formulador de la metafísica de la ciencia moderna; amante de la mecánica y la geometría y mártir de la filosofía, igual que Bruno, sólo que tuvo una muerte más oscura y lenta. Cada mente profunda después de él ha sentido su poder, cada historiador ha sido testigo de la callada profundidad de su sabiduría. Pero nos hemos obligado a juzgar a estos héroes de la mente en términos objetivos de influencia, en lugar de por las estimaciones personales de sabiduría, e incluso un amante de Spinoza debe confesar que el toque curativo del “filósofo amable” ha caído sobre las almas más raras y altivas, en lugar de sobre las masas o del pensamiento, y el mundo todavía no se ha puesto a su altura.

Pero en el caso de Sir Isaac Newton no puede haber una disputa similar. Todos los niños en edad escolar conocen la historia de este genio despistado; del modo en que el gran científico, al que dejaron un momento abandonado a sus propias habilidades culinarias y al que le habían dicho que para comer hiciera hervir un huevo durante tres minutos, puso su reloj en el agua y se quedó mirando al huevo mientras el reloj hervía; o cómo el matemático absorto que había subido a su habitación para cambiarse de ropa a la hora de cenar, se desvistió y se metió en la cama tan contento (sería triste que estas deliciosas historias no fueran ciertas). No son muchos los escolares que saben que el Principia de Newton marcó la callada asunción, por la ciencia, de su ahora indiscutible dominio sobre el pensamiento moderno; que las leyes del movimiento y la mecánica, tal como fueron establecidas por Newton, se convirtieron en la base de todos los adelantos prácticos posteriores, de esa superficie de la Tierra vuelta a ordenar y de la vida dilatada e intensa que son los milagros de la ciencia en nuestros días; el descubrimiento de la gravedad iluminó todo el mundo de la astronomía y convirtió la brillante confusión de las estrellas en una unidad casi orgánica. Voltaire dijo: “No hace mucho tiempo, una reunión de personas distinguidas estaba discutiendo la cuestión frívola y trillada (¡Vaya por Dios, es una cita muy poco oportuna!) de quién era el hombre más grande: ¿César, Alejandro Magno, Tamerlán o Cromwell? Alguien respondió que, sin lugar a dudas, se trataba de Isaac Newton. Y tenía razón, porque es a él, que es quien domina nuestras mentes con la fuerza de la verdad y no a los que las esclavizan por la violencia, a quien debemos nuestra veneración y respeto”. Incluso mientras vivía, el mundo comprendió que Isaac Newton era uno de sus héroes.

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