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lunes, 21 de junio de 2010

El último secreto del Temple: IIIª parte


Desde la encomienda de Barcelona, queremos continuar con el último capítulo destinado a "El último secreto del Temple", escrito por el investigador español Javier Sierra y publicado en su libro "La ruta prohibida". Esta última parte nos habla sobre las conclusiones de Bárbara Frale, sobre el contenido del pergamino de Chinon, descubierto por ella misma en el Archivo Secreto del Vaticano.

Deseamos que su lectura sea de vuestro agrado.


Fotografía de la atractiva historiadora, Barbara Frale


Una verdad simple


En un libro publicado en 2004 por la propia doctora Frale y titulado I Templari, la descubridora del pergamino de Chinon analizó esa cuestión al detalle.

En su obra subrayaba que una de las normas fundamentales que articulaban la Orden del Temple fue la obediencia absoluta a los superiores. “¿Podréis soportar lo insoportable?”, preguntaban al candidato a templario cuando celebraban el capítulo para su ingreso. “Señor, ¡con la ayuda de Dios soportaré cualquier cosa!”, respondía.

Lo que nunca llegó a conocimiento público fue que, tras jurar aquella subordinación absoluta, los novicios eran sometidos a una prueba más. Era una costumbre extraoficial, no escrita. Consistía en que a cada nuevo templario se le conducía a una pequeña estancia adornada por un crucifijo, y allí, en la penumbra, los veteranos lo obligaban a descolgarlo, a abjurar de la imagen clavada y escupir sobre ella.

La experiencia debió de ser singularmente dura para los cadetes. ¿Acaso los novicios no acababan de jurar obediencia absoluta a sus superiores? ¿Y qué estimaban más? ¿Su lealtad recién comprometida…o su fe? Su código de honor se ponía así al borde del abismo, en una costumbre informal que, según el pergamino de Chinon, no pasaba de ser una desafortunada burla.

Una broma cuartelaria.

Una novatada.

¿A eso se reducían, pues, las terribles herejías del Temple?

Según Bárbara Frale, Clemente V ya había oído hablar de tales prácticas dos años antes de la maniobra de arresto masivo de templarios ordenada por Felipe IV, y había iniciado sus pesquisas para detenerlas con total discreción. Sin embargo, la acción del monarca le cogió por sorpresa. Los rumores propagados por ex miembros de la orden, instrumentalizados por el rey y sus consejeros, precipitaron al Temple a su trágico destino. De hecho, tras la confesión –forzada, como terminó demostrándose- de Jacques de Molay ante los teólogos de la Sorbona, al pontífice le resultó imposible convencer a la corte de que la abjuración o los besos obscenos eran sólo pesadas bromas cuartelarias, una suerte de mobbing medieval.

La única acusación que jamás pudo explicarse satisfactoriamente –y que Frale reconoce aún como un enigma templario en toda regla- fue el culto al Baphomet y a cierta “Santa Sangre que los templarios celebraban en relación a la Última Cena en una ceremonia litúrgica única jerosolimitana de los primeros siglos de la Era Cristiana”.

Para mí, ese punto oscuro esconde la clave del secretum templi. El Baphomet. Tal vez una reliquia importada desde Oriente que podría contener la clave para justificar el imparable ascenso de la orden y su brutal caída. Pero ese extremo, por desgracia, no se aclara en el pergamino de Chinon ni en ningún otro documento del proceso.

En la reunión presidida por el cardenal Pagano, la doctora Frale pone al fin sobre la mesa un último factor para comprender este episodio. Y es que, antes de la llegada de Clemente V al poder, el rey de Francia ya se había desembarazado de sus predecesores, Bonifacio VIII y Benedicto XI, en su desaforada carrera por apropiarse de los bienes de la Iglesia y sanear su maltrecha economía. Además de su obsesión por el Temple, su corazón escondía un plan para adueñarse de la gestión de la Iglesia.

-Por esa razón, después de firmar el documento de Chinon –explica Frale- Clemente V permitió que Francia destrozara a la Orden del Temple para evitar un cisma. De haberse opuesto a los deseos de Felipe IV, el Papa intuía que la Iglesia se hubiera dividido en dos: una Iglesia francesa y otra romana. Y al pontífice, un jurista extraordinario, decidió evitarlo sacrificando a sus caballeros.

Las preguntas se amontonan.

¿Por qué entonces no se absuelve de una vez a los templarios, que pasaron a la posterioridad como malos cristianos? ¿Qué implicaciones legales tiene hoy un documento como el pergamino de Chinon, que permitió el expolio de fortalezas, granjas, barcos y riquezas monetarias de unos inocentes?

Antes de que Bárbara Frale termine sus explicaciones y de que el resto de convidados a aquella reunión den su parecer sobre el pergamino, monseñor Pagano decide abandonar la sala.

Lo anoto en mi cuaderno de campo.

Son las 12.40 de la mañana.

Paloma me mira de reojo y adivina lo que pienso: la Iglesia ha decidido seguir callando en este caso. Seguramente, per saecula saeculorum.

Una lástima. (Fin)

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