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miércoles, 14 de julio de 2010

Bernardo de Claraval y sus monjes guerreros: IIª parte


Continuamos nuevamente con el segundo capítulo dedicado a san Bernardo, como artífice de que la Orden del Temple tuviese una Regla a su medida.

El texto extraído del libro “La otra historia de los templarios”, escrito por el historiador e investigador francés, Michel Lamy, nos explica con un lenguaje sencillo, cómo era la manera de pensar y de actuar de uno de los personajes más influyentes en la Iglesia.

Desde la encomienda de Barcelona, estamos seguros que su lectura les gustará.


Imagen de san Bernardo rezándole a la Santísima Virgen María.


San Bernardo, el admirado y el temido

Bernardo llamó enseguida la atención y fue a él a quien se confió la fundación de la abadía de Claraval en 1115, en un lugar que llevaba el alegre nombre de Val-d’Absinthe. Se afianzó allí, y aunque siguió predicando la humildad, no por ello dejó de volverse cada vez más seguro de sí, hasta el punto de que habría que ser un hagiógrafo para negar el orgullo de san Bernardo. Declaraba él al respecto:

“Los asuntos de Dios son los míos y nada de lo que le atañe me es ajeno.”

Lo más extraordinario es que a su alrededor todo el mundo lo encontraba normal de tan fuerte y atractiva que era a la vez su personalidad. Estaba dotado de una energía y una voluntad sin fisuras, de esas que hacen doblegarse a la gente alrededor de uno. Junto con la autoridad y la vehemencia verbal, sabía manejar también la dulzura y la persuasión. Bernardo fue un ser doble, dividido entre la meditación y la acción. Unas veces arrastraba a los hermanos, reprendía a los mayores, influía en la política de todo Occidente; otras se retiraba a una cabaña y se entregaba a la mortificación hasta dejar agotado su cuerpo y hacer que cayera enfermo, “semejante a un arco que, tras haber sido disparado, tensado de nuevo, berado, recobra la impetuosidad de su cuerpo, regresa a sus prácticas, como si hubiera querido aplicarse una punición por este reposo, y subsanar lo perdido durante la interrupción de la ascesis”.

Robert Thomas escribe:

“Una salud deteriorada, un cuerpo extenuado, un alma que, hasta el final, será dueña de este cuerpo y le hará la vida dura, así es Bernardo”.

Atacó a la Orden de Clunny, a la que predicó una reforma monástica. Acusaba a los monjes cluniacenses de ser de costumbres relajadas.

No resulta difícil comprender, a partir de esto, que san Bernardo no recomendara para los templarios una Regla particularmente suave y que se aplicara a avezarles a ella por medio de la propia rudeza de la vida que debían de llevar.

Fue también Bernardo quien luchó contra Abelardo hasta que le derrotó, aniquilándole social y psicológicamente. Abelardo era un maestro de una inteligencia extraordinaria que enseñaba a una juventud estudiantil que le adulaba. Dialéctico brillante, gustaba de las disputas oratorias por sí mismas más que por su contenido. Tenía una clara tendencia al racionalismo y no admitía que para un problema religioso la única respuesta que se esgrimiese fuera: es un misterio. Creer y no discutir era para él inconcebible. Bernardo encontraba su enseñanza peligrosa, tanto más perniciosa cuanto que su tesis eran a menudo seductoras. Se opuso violentamente a él y redactó un tratado de los errores de Abelardo que dirigió al Papa Inocencio II. No paró hasta hacerle condenar. A este respecto, Dom Jean Lecrercq escribe:

“Este desbordamiento de injurias, de acusaciones lanzadas a partir de denuncias sumarias, denota en san Bernardo una pasión mal dominada”.

Este episodio no es ciertamente el más glorioso de la vida de san Bernardo.

El culto a Nuestra Señora de los Cielos

Bernardo fue también un loco apasionado de María, aunque escribiera mucho menos sobre este asunto que sobre muchos otros. Las pocas páginas que ha dejado sobre la Virgen desbordan literalmente de fervor y de amor. Inventó una oración a María en la que ésta aparecía como la “Reina” del Salve Regina que intercede a favor de los hombres ante Cristo, la Virgen coronada que ha aceptado la prueba querida por Dios, ha triunfado sobre ella y es capaz de mostrar el camino a los hombres.

La devoción de Bernardo por la Virgen parece profunda, lo que no es tan corriente en su época. Así pues, podemos imaginar que no fue ajeno a la veneración que los templarios sintieron siempre por Nuestra Señora.

No obstante, desconfiemos puesto que tal vez se tiene excesiva tendencia a conceder a san Bernardo una importancia desproporcionada cuando se trata de los templarios. Basándonos en las deposiciones de estos últimos en su proceso –dos siglos más tarde-, cabría pensar que fue el propio Bernardo quien redactó su Regla. De hecho, aunque es seguro que participó en su elaboración, tuvo que trabajar a partir de un texto previo redactado por el patriarca de Jerusalén, Étienne de La Ferté. Sin duda revisó e introdujo enmiendas en el proyecto. Lo cierto es que facilitó su aprobación y en ese sentido al menos los templarios le debieron su Regla. Así Bernardo dirigió una carta a Thibaut de Champaña en la que decía:

“Dignaos mostraros llenos de solicitud y sumisión para con el legado, en reconocimiento de que ha elegido vuestra ciudad de Troyes para celebrar en ella un gran concilio, y procurad dar vuestro apoyo y vuestra conformidad a las medidas y resoluciones que éste juzgue convenientes en el interés del bien”.

La petición no carece de cierta firmeza.

Sin embargo, detrás de un san Bernardo apareciendo en primera línea, tal vez se esconde otro personaje cuya importancia, en los secretos del Temple, nos parece considerable. (Fin de la segunda parte)

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