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jueves, 22 de julio de 2010

Bernardo de Claraval y sus monjes guerreros: IIIª parte.


Continuamos desde la encomienda de Barcelona, con la tercera parte del apartado dedicado a la importancia de San Bernardo con la creación y la autorización papal para tener una Regla aprobada por la Iglesia.

Deseamos que su contenido sea de vuestro agrado.


Étienne Harding y la tradición hebraica

Podemos interrogarnos acerca de quién fue, en lo que se refiere al fondo, el personaje más importante para la creación de la Orden del Temple: ¿san Bernardo o Étienne Harding, abad de Citeaux, el que lo había manejado todo desde el comienzo con Hugues de Champaña?


Inglés de origen, Étienne Harding se hizo primero monje en el monasterio de Sherbone. A continuación prosiguió estudios en Escocia, luego en París y en Roma. Marion Melville recuerda lo que decía de él Guillaume Malmes:

“Sabía maridar el conocimiento de las letras con la devoción; era cortés de palabra, de rostro sonriente: su espíritu se regocijaba siempre en el Señor”


Tras su paso por Molesmes, fundó Citeaux. Algunos años más tarde, se convirtió en su tercer abad.

Étienne Harding acumuló casi todos los conocimientos intelectuales que podían poseerse en la época. Reformó la liturgia e hizo de su abadía un centro cultural único. Emprendió un trabajo gigantesco: la redención de la Biblia de Citeaux, con un espíritu de corrección crítica notable. Para ayudarle, mandó llamar a unos sabios judíos. Como consecuencia de sus observaciones, hizo proceder a doscientas noventa correcciones, y cinco versículos completos de Samuel fueron enteramente reescritos. Tras lo cual, Étienne Harding prohibió que se tocara una sola palabra de esta Biblia. Daniel Réju nos indica que en aquel entonces vivía un curioso personaje en Troyes: el rabino Salomón Rachi (1040-1105). Éste fue considerado como el más gran exégeta de los textos hebraicos y como el principal comentarista e intérprete del Talmud. Analizaba siempre los textos a tres niveles: el literal, el moral y el alegórico.


Es difícil saber si Étienne Harding conoció personalmente a Rachi, habiendo muerto éste en Praga en 1105. En todo caso, es muy probable que sus yernos vinieran a trabajar a Citeaux al lado de los monjes para facilitar la traducción de documentos sagrados especialmente difíciles de interpretar.


Por este cauce, los templarios se beneficiaron de un apoyo extremadamente precioso para la búsqueda que parecían llevar en Occidente.

San Bernardo compartió sin duda el interés de Étienne Harding por los textos hebraicos, aunque disponemos de menos pruebas de ello. En cualquier caso, se alzó en varias ocasiones contra las persecuciones que los judíos tuvieron que padecer un poco por todas las partes de Europa. Fustigó a los autores de pogroms y manifestó mucha más indulgencia religiosa hacia los judíos que hacia los cátaros.


El Concilio de Troyes: para una Regla a la medida

Étienne Harding participó, por supuesto, en el Concilio de Troyes, pero ¿tomó parte en la redacción de la Regla? Esto es más difícil de afirmar. Algunos han querido ver en este texto una especie de copia de las reglas de vida observadas por los esenios en la época de Cristo. Pero ¿qué se sabía en el siglo XII de esos esenios que nos han sido sobre todo revelados gracias al descubrimiento de los manuscritos del Mar Muerto en Qumran? ¿Había sido transmitida una tradición respecto a ellos en los medios judaizantes? ¿Dieron por casualidad los propios templarios con algunos documentos esenios? Todo esto no pasan de ser meras conjeturas.


En cualquier caso, el Concilio de Troyes se reunió “el día de la festividad de San Hilario en el año de la Encarnación de Jesucristo de 1128, en el noveno año del comienzo de la antedicha caballería”. La asamblea consular estuvo presidida por el legado pontificio Mathieu d’Albano. Y asistían los obispos de Sens, Reims, Chartres, Soisons, París, Troyes, Orleans, Auxerre, Châlons-sur-Marne, Laon, Beauvais. Había también varios abades, entre ellos Étienne Harding, por supuesto, y laicos como Thibaut de Champaña y el conde de Nevers. Entre todos estos personajes, varios eran amigos personales de Bernardo.


Desde el prólogo de la Regla, se ve que la publicidad de la Orden estaba dispuesta a favorecer su desarrollo y que todo estaba escrito de acuerdo a un plan deliberado, a largo plazo. Se lee:


“Nos dirigimos en primer lugar a todos aquellos que menosprecian seguir su propia voluntad y desean con auténtico valor servir de caballería al Señor de los Ejércitos, y con celosa solicitud desean llevar y llevan permanentemente la muy noble armadura de la obediencia. Y por tanto os amonestamos –a vosotros que habéis desempeñado hasta este momento secular caballería en la que Jesucristo no fue la causa, sino que abrazasteis sólo por favor humano- a seguir a los que Dios ha elegido de entre la masa de perdición, y ha destinado por su grata piedad a la defensa de la Santa Iglesia, y que os apresuréis a sumaros a ellos permanentemente…”


Se tuvieron en cuenta hasta los más nimios detalles, ya que se especificaba cómo sería el calzado, cómo cortarse el bigote, el número de oraciones que debían decirse en tal o cual ocasión, etcétera.


Se trataba de adaptar una Regla monástica a los imperativos a que debían hacer frente unos guerreros. Los templarios, por ejemplo, veían con malos ojos que se les impusieran ayunos tan severos como en otras órdenes, pues, en tal caso, ¿cómo iban a poder tener la suficiente energía para batirse? Por igual razón, un monje fatigado estaba dispensado de satisfacer todas sus obligaciones en cuanto a la oración: tenía que descansar para recuperar sus fuerzas de guerrero. De igual modo, la obediencia al Maestre debía ser absoluta, militar.


La Regla se vio rápidamente completada por varias bulas pontificias así como por los retrais que desarrollaron principalmente todo lo tocante a la disciplina y a las eventuales sanciones y que enumeraron el conjunto de los deberes a los cuales cada uno estaba sujeto.

La Regla fue traducida al francés en 1140 y sufrió en esta oportunidad algunas modificaciones. Principalmente, el nuevo texto recomendaba atraer a los excomulgados a la Orden para su redención. El artículo, en efecto dice:


“Os mandamos que vayáis allí donde sepáis que se reúnen caballeros EXCOMULGADOS, y si hay algunos que quieren someterse y sumarse a la Orden de caballería de la parte de Ultramar, no debéis esperar tanto en el provecho temporal como en la eterna salvación de su alma”, mientras que el texto de la Regla latina precisaba: “Allí donde sepáis que se reúnen caballeros NO EXCOMULGADOS…”, es decir, exactamente lo contrario.


¿Error del copista? Es lo que piensan la mayoría de los comentaristas, pero ello es imposible, puesto que otros pasajes de la Regla latina que prohibían la frecuentación de hombres excomulgados fueron asimismo modificados. Se trataba, así pues, de un cambio totalmente voluntario –e importante- sobre el que ya tendremos ocasión de volver.


Por otra parte, se habían introducido otras modificaciones sin siquiera esperar la redacción de la Regla en francés. Una vez vuelto a Occidente Hugues de Payns, el patriarca de Jerusalén había revisado doce artículos y había añadido veinticuatro, entre ellos el hecho de reservar el manto blanco de la Orden únicamente a caballeros.

En realidad, la versión latina y la versión francesa parecen responder a dos lógicas distintas en varios puntos. El Concilio de Troyes había declarado dejar en manos del papa y del patriarca de Jerusalén el cuidado de perfeccionar la Regla atendiendo a las necesidades del papel que tenía que desempeñar la Orden en Oriente. Por otra parte, fue esencialmente a partir de 1163, tras la aparición de la bula Omne Datum Optimun, cuando todos estos reglamentos fueron fijados de forma definitiva. Este texto venía a reforzar más aún los poderes de la Orden y de su Gran Maestre. Autorizaba a los templarios a conservar íntegramente para ellos el botín cogido a los sarracenos, ponía a la Orden bajo la única tutela del papa, permitiéndole así escapar a cualquier otra forma de poder de la Iglesia, incluido el del patriarca de Jerusalén. Cuando sabemos, por ejemplo, que el nombramiento de los obispos dependía muy ampliamente del rey de del poder político en general, se comprende la importancia de una medida semejante, puesto que protegía a los templarios de toda injerencia a este nivel y les concedía en cierto modo un estatuto internacional. La bula confirmaba, además, que las posesiones de la Orden estaban exentas del diezmo; en cambio, con el acuerdo del obispo local, los templarios contaban con la posibilidad de percibir el diezmo en su provecho. El texto prohibía, por otra parte, someter a los templarios a juramento y estipulaba que únicamente los hermanos de la Orden podían tomar parte en la elección del Gran Maestre. La bula fijaba y congelaba los estatutos de la Orden y prohibía a cualquiera, eclesiástico o no, modificar nada de ella. Permitía, por último, al Temple tener sus propios capellanes, con quienes los frailes podían confesarse sin tener que recurrir a una persona de fuera de la Orden, construir capillas y oratorios privados. Además, eran los únicos en poder utilizar las iglesias y capillas de las parroquias excomulgadas.


Así, la Orden del Temple se veía disfrutando de una completa autonomía, sin que nadie, a no ser el papa –pero ¿tenía poder para ello?-, pudiera llevar a cabo ninguna injerencia en sus asuntos. Esta independencia era real tanto en el terreno económico como en el de la organización militar o en el ámbito espiritual y ritual. Ocurrió todo como si se hubiera dejado en las propias manos de los templarios el preservar unos secretos ahorrándoles el tener que recurrir a nadie exterior a la Orden, incluso para hacer confesión. ¿No debe verse en ello, si no la prueba, sí al menos un indicio importante que confirmaría la existencia de un “secreto” de la Orden, sin duda en relación con unos descubrimientos hechos en Jerusalén? (fin de la tercera parte)

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