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viernes, 30 de julio de 2010

Bernardo de Claraval y sus monjes guerreros: IVª parte.


Desde la encomienda de Barcelona, con la cuarta parte dedicada a San Bernardo y a la creación del Temple la damos por finalizada. Deseamos que hayáis disfrutado de su lectura. Un contenido que nos indica según su autor, el historiador francés Michel Lamy, que los templarios durante sus excavaciones en Jerusalén, hallaron algo que podría ser importante para las gentes de aquella época y que cabía defender.


Michel Lamy, con una redacción dinámica y atrayente, nos demuestra qué clase de hombres estaban llamados a servir a Cristo. Por un lado lo suficientemente arrepentidos de sus pecados y por otros rudos y dispuestos a matar por el Salvador.


Así comienza este interesante texto extraído del libro “La otra historia de los templarios”:


San Bernardo, agente reclutador de los monjes guerreros

No faltaron quienes, en la época, se alzaron contra la creación de una Orden militar. Así lo testimonia la carta dirigida a Hugues de Payns por el prior de la Gran Cartuja, Guiagues:


“No sabríamos en verdad exhortaros a las guerras materiales y a los combates visibles; no somos tampoco los más adecuados para inflamaros para las luchas del espíritu, nuestra ocupación diaria, pero deseamos al menos advertiros de que penséis en ello. Es inútil, en efecto, atacar a los enemigos exteriores, si primeramente no se domina a los interiores…Hagamos primero nuestra propia conquista, amadísimos amigos, y así podremos a continuación combatir con seguridad a nuestros enemigos exteriores. Purifiquemos nuestras almas de sus vicios, y podremos acto seguido limpiar la tierra de bárbaros (…) Pues no es contra unos adversarios de carne y hueso contra quienes tenemos que luchar, sino contra los principados, las potencias, contra los que rigen este mundo de tinieblas contra los espíritus del mal que habitan los espacios celestes, es decir, contra los vicios y sus investigadores, los demonios”.


Estas críticas llegaron a veces a hacer dudar a los propios templarios y Hugues de Payns tuvo que recordar, en una carta dirigida a los principales de ellos que se trata de una necesidad. Tratando de despejar sus dudas, escribía:


“Ved, hermanos, cómo el enemigo so pretexto de piedad se esfuerza por conducirnos a la añagaza del error.

Oh trompeta enemiga, ¿cuándo cesarás? ¿Cómo se transforma el ángel de Satán en ángel de luz? Si el diablo aconsejara desear las pompas del mundo, se le reconocería fácilmente. Pero les dice a los soldados de Cristo que rindan las armas, que no sigan haciendo la guerra, que huyan de los disturbios, que se dirijan a algún lugar de retiro a fin de que, presentando un falso semblante de humildad, se despoje de la verdadera humildad. ¿Qué es, en efecto, ser orgulloso sino no obedecer en aquello que nos ha sido ordenado por Dios? Tras haber tentado de este modo a los superiores, Satán se vuelve hacia los inferiores para aturullarlos.


¿Por qué, dice, trabajáis inútilmente? ¿Por qué hacer en vano un esfuerzo semejante? Estos hombres a los que servís os hacen tomar parte en su labor, pero no quieren admitiros en la participación de la fraternidad (cofradía). Cuando los soldados del Temple reciben las salutaciones de los fieles, cuando se dicen plegarias en el mundo entero por los soldados del Temple, no se hace ninguna mención a vosotros, no hay ningún recuerdo para vosotros. Y cuando casi todo el trabajo físico recae sobre vosotros, todo el fruto espiritual revierte sobre ellos. Retiraos, pues, de esta sociedad y ofreced el sacrificio de vuestro trabajo en otro lugar donde el celo de vuestro fervor sea manifiesto y fructífero”.


El Gran Maestre respondía así igualmente a los intentos de disolución de los hombres que servían al Temple sin ser caballeros. Hugues de Payns había comprendido perfectamente dónde estaban los puntos débiles de la Orden. No había que dejar desarrollarse la crítica, convenía reaccionar antes incluso de que se extendiera y se volvía urgente que una personalidad de la iglesia, indiscutible, viniera en ayuda de los templarios. En tres ocasiones, le pidió a su amigo Bernardo que hiciera el papel de autoridad espiritual y que defendiera la misión especial de los templarios. El santo hombre de Claraval le respondió:


“En tres ocasiones, salvo error por mi parte, me has pedido, mi amadísimo Hugues, que escribiera un sermón de exhortación para ti y para tus compañeros (…) Me has dicho que sería para vosotros un verdadero aliento el que yo os animara por medio de mis cartas, puesto que no puedo ayudaros mediante las armas. Y me habéis asegurado que os sería útil si animara por medio de mis palabras a cuantos no puedo ayudar por medio de mis armas.”


Y Bernardo redactó el De laude novae militiae, verdadero instrumento de propaganda, crítica de los guerreros tradicionales y apología de esa nueva milicia de Dios que constituía la Orden del Temple.


Comenzó por criticar duramente a los hombres de armas de su tiempo:


¿Cuál es, caballero, ese inconcebible error, esa inadmisible locura que hace que gastéis para la guerra tanto esfuerzo y dinero y no recojáis más que frutos de muerte o de crimen?


Engalanáis a vuestros caballos con sederías y cubrís vuestras cotas de malla con no sé qué trapos. Pintáis vuestras lanzas, vuestros escudos y vuestras sillas, incrustáis vuestros bocados y vuestras espuelas de oro, de plata y de piedras preciosas. Os engalanáis pomposamente para la muerte y corréis hacia vuestra perdición con una impúdica furia y una insolencia descarada. ¿Son estos oropeles el arnés de un caballero o las galas de una mujer? ¿O acaso creéis que las armas de vuestros enemigos se apartarán del oro, perdonarán las gemas, no penetrarán en la seda? Por otra parte, se ha demostrado a menudo que tres cosas sobre todo son necesarias en la batalla: el que un caballero esté alerta a defenderse, que sea rápido sobre la silla y presto en el ataque. Pero vosotros, por el contrario, os cubrís la cabeza como mujeres, para incomodidad de vuestra vista; vuestros pies se enredan en unas camisas largas y amplias y acampanadas. Y, así ataviados, os batís por las cosas más vanas, tales como la cólera irracional, la sed de gloria o la codicia de los bienes temporales. Matar o morir por tales objetivos no salva el alma.


¡Menuda requisitoria! A esta guerra galana, fútil, Bernardo oponía la de los monjes soldados de la Orden del Temple. Ponía el acento en la sencillez de sus costumbres, su desinterés, su caridad y, sobre todo, explicaba por qué estos monjes tenían el derecho e incluso el deber de matar, cuál era la santidad de su misión:


“El caballero de Cristo mata a conciencia y muere tranquilo: muriendo, alcanza su salvación; matando, trabaja por Cristo. Sufrir o causar la muerte por Cristo no tiene, por un lado, nada de criminal y, por el otro, es merecedor de una inmensa gloria…


Sin duda, no habría que dar muerte a los paganos, ni tampoco a los demás hombres, si se tuviera otro medio de detener sus invasiones e impedirles oprimir a los fieles. Pero en las circunstancias presentes, es preferible masacrarles que dejar el arma de los pecadores suspendida sobre la cabeza de los justos y que dejar a los justos expuestos a cometer también iniquidades. ¿Qué hacer, entonces? Si no le fuera permitido jamás a un cristiano golpear con la espada, ¿habría el precursor de Cristo recomendado solamente a los soldados que se contentaran con su soldada? ¿No les habría prohibido más bien el oficio de las armas?


Pero no es así, sino muy al contrario. Llevar las armas les está permitido, al menos a aquellos que han recibido su misión de lo alto, y que no han hecho profesión de una vida más perfecta. Os pregunto si los hay más cualificados que esos cristianos cuya poderosa mano conserva Sión, nuestra fortaleza, para defendernos a todos y para que, una vez expulsados de allí los transgresores de la ley divina, la nación santa, guardiana de la verdad, pueda entrar en ella con seguridad. ¡Sí, que dispersen, derecho tienen a ello, a esos gentiles que quieren la guerra; que supriman a cuantos nos perturban; que arrojen fuera de la ciudad del Señor a todos esos siervos de la iniquidad que sueñan con arrebatar al pueblo cristiano sus inestimables riquezas encerradas en Jerusalén, con mancillar los Santos Lugares y con apoderarse del santuario de Dios!”


Tras haber justificado el papel de los templarios, Bernardo quiso mostrar que eran una élite, los mejores de entre los hombres, y participar así de la excelencia de su reclutamiento:


“Ahora, para dar a nuestros caballeros que militan no a favor de Dios sino del diablo un modelo a imitar, o más bien para inspirarles confusión, expondré brevemente el tipo de vida de los Caballeros de Cristo, su modo de comportarse tanto en la guerra como en sus casas. Quiero que se vea claramente la diferencia que existe entre los soldados seglares y los soldados de Dios. En primer lugar, no falta disciplina entre ellos. No sienten desprecio por la obediencia. A una orden de su jefe, van, vienen; visten el hábito que él les entrega, y no esperan de otro que él su vestimenta y sustento. Tanto en el vivir como en el vestir se evita lo superfluo; se reserva la atención a lo necesario.


Es la vida en común, llevada en alegría y mesura, sin mujeres ni hijos. Y para que la perfección angélica se vea hecha realidad, habitan todos en la misma casa, sin poseer nada propio, atentos a mantener entre ellos un mismo espíritu cuyo vínculo es la paz. Diríase que esta multitud no tiene más que un corazón y un alma, de tanto como cada uno, lejos de seguir su voluntad personal, se apresura a obedecer a la del jefe. No permanecen nunca ociosos; no van ni vienen por pura curiosidad; pero cuando no se hallan en campaña (lo que ocurre raramente), para no comer el pan sin habérselo ganado, zurzen sus ropas rotas, reparan sus armaduras (…) No existe entre ellos preferencia de personas; se les juzga según su mérito, no según su nobleza (…) Nunca una palabra insolente, una tarea inútil, un estallido de risa inmoderada, una murmuración, por más nimia que sea, quedan sin castigo. Detestan el juego del ajedrez, los de azar, sienten horror por la caza de montería, y ni siquiera se divierten con la caza del pájaro por la que tantos otros andan locos. Los mimos, las que dicen la buenaventura, los juglares, las canciones jocosas, las representaciones teatrales son a sus ojos otras tantas vanidades y locuras que apartan de sí y de las que abominan. Llevan el cabello corto, pues saben que, según la palabra del apóstol, es vergonzoso para un hombre preocuparse por el cabello. No se peinan en absoluto y se bañan raramente. Por ello se les ve desaliñados, desmelenados, negros de polvo, la piel tostada por el sol y tan bronceados como su armadura”.


¡Qué retrato, qué manera de justificar a estos hombres y de mostrarles tan diferentes de los demás guerreros! No puede decirse que Bernardo trate de atraer neófitos prometiéndoles una vida fácil, y ello es debido a que los hombres que necesita el Temple deben ser capaces de dar prueba de la más absoluta abnegación y de soportar una dura vida llena de sufrimiento.


Bernardo pretendía empujar a cada uno a enrolarse más adelante y al predicar la segunda cruzada en Vézelay exclamaba:


“La tierra tiembla, se ve sacudida porque el Dios del Cielo está a punto de perder su tierra, aquella que le pertenece desde que viviera entre los hombres más de treinta años (…) Ahora, a causa de nuestros pecados, los enemigos de la cruz alzan su sacrílega cabeza, y su espada despuebla esta bendita tierra, esta tierra prometida. Y si nadie lo remedia, se lanzarán, ¡ay!, sobre la misma ciudad de Dios Vivo, para destruir los lugares donde se produjo la salvación, para mancillar los Lugares Santos que enrojeciera la sangre del Cordero Inmaculado (…) ¿Daréis a los perros lo que hay más santo, a los puercos las perlas preciosas? (…)


Pero, yo os lo digo, el Señor os brinda una oportunidad. Mira a los hijos de los hombres para ver si, entre ellos, se encuentran algunos que le comprendan, que le busquen y sufran por él. Dios se apiada de su pueblo; a los que han caído en los más graves pecados, les propone un medio de salvación. Pecadores, considerad este abismo de bondad, estad llenos de confianza. Quiere no vuestra muerte, sino vuestra conversión, vuestra vida; os ofrece una posibilidad no contra vosotros sino para vosotros. Se digna llamar a servirle, como si estuvieran llenos de justicia, a homicidas y ladrones, a perjuros y adúlteros, a hombres cargados de toda clase de crímenes. ¿No es, por su parte, una invención exquisita, y que sólo él podía encontrar?”


En cualquier caso, no es un mal hallazgo por parte de San Bernardo. ¡Qué político! Mataba dos pájaros de un tiro, reclutaba hombres rudos para luchar en Oriente y aliviaba a Occidente de una parte de la carne de horca que la poblaba. Inventaba en cierto modo la Legión Extranjera y daba realmente una oportunidad a ciertos hombres de redimirse. No obstante, al menos en sus comienzos, la Orden del Temple, por lo que a ella se refiere, fue muy selectiva en su reclutamiento y no aceptó a los malhechores que se presentaron o, en cualquier caso, no les hizo caballeros.


Los templarios contaban a partir de ese momento con los medios para hacer la guerra, puede decirse que estaban establecidos. En ese mismo período, la Orden de los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén se había transformado asimismo en Orden militar. ¿Por qué no se asimilaron las dos órdenes desde un principio? ¿Por qué no se fusionaron los nueve o diez templarios de los primeros tiempos con los hospitalarios? Hubiera sido, sin embargo, la solución más lógica antes que organizar dos estructuras diferentes con sus logísticas propias. Pero, no olvidemos, el Temple tenía una misión especial que asumir desde los descubrimientos realizados en Jerusalén. A partir de entonces, no era posible ya mezclar ambas órdenes puesto que no perseguían unos objetivos estrictamente idénticos.


Y tal como escribe Luis Lallement en La vocación de Occidente a propósito de los templarios:

La Orden del Temple, cuyo blanco manto adornado con una cruz roja era de los colores rojos de Galaz, constituía en el siglo XII la armadura de la cristiandad”.

Una armadura que algunos no pensaron ya desde entonces más que en destruir.

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