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viernes, 2 de julio de 2010

Caballería templaria


Queremos continuar con un nuevo texto del investigador murciano, José Antonio Mateos Ruiz, publicado en el libro “Codex Templi”. El contenido trata sobre el aspecto de la iniciación templaria que recibían los nuevos postulantes antes de ser investidos como caballeros.

Desde la encomienda de Barcelona, deseamos que su lectura sea de vuestro agrado.


La caballería formaba parte del plan de divulgación de los proyectos espirituales de Bernardo de Claraval, padre espiritual de la Orden del Temple, para la que elabora una regla de carácter monástico cercana al modelo cisterciense. Es interesante apuntar que la Regla, dictada por San Bernardo para los templarios contenía influencias del mundo celta; como solían hacer los maestros druidas, San Bernardo hablaba a los árboles y, según se decía, el mundo natural le inspiraba una forma diferente de comprender las Sagradas Escrituras.


Como recuerda el doctor Carlos Raitzin, en sus Estudios sobre la caballería tradicional, San Bernardo no inició a los primeros nueve caballeros del Temple, pues ya eran caballeros. De hecho, el mismo abad cisterciense no poseía una iniciación caballeresca. Cuando trató de hacer caballero a Enrique, hijo del conde de Champaña, San Bernardo escribe a Manuel I Comneno (1143-1180), emperador bizantino, que sí era caballero, diciéndole que le enviará a Enrique para que él lo ordene como tal.


En la Orden del Temple, el monje-caballero pasaba un noviciado para la duración variable, que se dejaba a discreción de los maestres. Para ser admitido; se tenía que seguir un ritual iniciático. Antes de que el caballero, aunque tuviera origen noble, fuera acogido en la Orden, podían pasar algunos años. Cuando se tomaba la decisión de aceptar a un nuevo postulante, se reunía el capítulo para acogerlo, y la ceremonia tenía lugar durante la noche, como era costumbre en los misterios antiguos. El postulante esperaba fuera, flanqueado por dos escuderos que portaban antorchas. Mientras, el comendador preguntaba a los hermanos si alguno de ellos pensaba que era su deber oponerse a la iniciación del nuevo hermano. Si ningún hermano decía nada, se ordenaba que fueran a buscar al candidato y se le introducía en la sala del capítulo. Allí se interrogaba sobre sus intenciones y se le advertía de lo dura que sería su vida en la Orden.


Tal vez a algunos lectores sólo les interese saber si los templarios fueron buenos católicos o verdaderamente renegaron del Cristo crucificado, si escupieron sobre la cruz, si adoraron ídolos y si cometieron actos contra la moral y apostasía. Los historiadores han abordado con frecuencia estas cuestiones, pero no han llegado a conclusiones evidentes porque no hay documentos escritos que testifiquen estas acusaciones; por otro lado, hay que tener en cuenta el silencio y el secreto que mantenían los caballeros templarios en sus relaciones internas.


Desde una perspectiva histórica, la disolución de la Orden del Temple coincide con un oscuro siglo XIV, plagado de guerras y miserias en la mayor parte de Europa. Este proceso desintegrador comienza en el mismo instante en que Jacques de Molay, último gran maestre del Temple, sube al cadalso para ser ajusticiado en la hoguera. Al parecer, el gran maestre emplazó al rey de Francia (Felipe IV) y el Papa (Clemente V) a verse las caras en el Tribunal de Dios antes de que transcurriera un año. En efecto, ambos mandatarios fallecieron poco después. Al margen de estas trágicas muertes, en esta época culmina la escisión entre el Papado y la monarquía.


A partir de la disolución de la Orden, la tradición templaria puede considerarse fragmentada simbólicamente en tres partes: el “amor” se quedó en la Orden del Císter; el “poder” fue recogido por la francmasonería; y el “saber” continuó su camino en el movimiento Rosacruz. Sin embargo en el Parzival (o Parsifal) se dice que el Grial custodiado por los caballeros del Temple se llevó a Oriente en una nave de velas blancas con cruces rojas; simbólicamente, este traslado representa que la iniciación templaria se aparta del mundo y comienza un período de ocultamiento; el Grial se lleva precisamente al lugar donde surge la luz, donde nace el Sol: Oriente. Este “Oriente” no se debe entender necesariamente como un punto geográfico, sino que puede aludir a un núcleo secreto de la propia Orden. Este núcleo sería responsable de la custodia y protección de la tradición espiritual, de la cual la Orden, hasta entonces, era depositaria.


Cuando el infante portugués Enrique el Navegante (1394-1460) envió a sus marineros hacia las Indias míticas, diciéndoles “id y traedme noticias del reino del preste Juan”, estaba poniendo de manifiesto un secreto templario que había sido conservado y revelado por la Orden de los Caballeros de Cristo. Esta orden fue creada por el rey Dionís de Portugal (1261-1325), para ser el receptáculo del Temple tras su abolición. La Orden de Cristo fue aprobada por el Papa Juan XII en 1319, y los caballeros renovaron en ella sus antiguos votos; recuperaron sus antiguas posesiones en Portugal y conservaron sus insignias –añadiendo una pequeña cruz blanca sobre la cruz paté roja-.


Parece evidente que la tradición iniciática de la caballería espiritual desapareció con la disolución de la Orden del Temple. Este acontecimiento supuso el punto de ruptura entre el exoterismo y el esoterismo cristianos, entre el aspecto doctrinal religioso o externo y el iniciático o interno. Sin embargo, la tradición espiritual no desaparece, aparentemente, pero da la impresión de producirse un soterramiento de la misma. Años después, nuevamente, renace en Centroeuropa, donde florecen una serie de místicos cristianos y diferentes corrientes esotéricas: el Maestro Eckhart (m. 1327), Johannes Tauler (m. 1361), Heinrich Suso (m. 1366), el movimiento de las beguinas, y simultáneamente, aparecen las novelas del Grial.

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