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jueves, 11 de noviembre de 2010

Leyendas templarias: el maestre de la Vera Cruz de Maderuelo


Desde la encomienda de Barcelona queremos proseguir con el apartado dedicado a las leyendas templarias y que ha escrito el investigador y experto en castellología medieval, el valenciano D. Santiago Soler Seguí, cuyo texto fue publicado en el libro “Codex Templi”.


Aprovechando la reunión entre cristianos y musulmanes que hoy 11 de noviembre, concluirá en Irán, hemos creído oportuno recoger una leyenda donde estas dos religiones también se dan presencia.


No son pocas las leyendas que circulan por Castilla. Ésta concretamente está vinculada a la población segoviana de Maderuelo. Estamos convencidos desde este humilde rincón que su contenido os fascinará.


Interior de la iglesia de la Vera Cruz de Maderuelo


Dicen que un maestre del Temple cayó, tras dura batalla, prisionero del rey de Alejandría. Este rey decidió celebrar la victoria sobre los caballeros cristianos con una espléndida cena e invito al maestre a compartir su mesa; esto se debía al profundo respeto que el monarca sarraceno sentía hacia los caballeros templarios; tampoco estaba ausente la idea de intentar atraerlo a la fe musulmana.


Comenzó pues el banquete entre grandes risas y voces de los sarracenos, que contrastaban con el semblante triste y melancólico del maestre. El rey, en un gesto conciliador, le ofreció una de las maravillosas joyas capturadas a los cristianos y que se exponían, como trofeo, en medio del salón; le aseguró que podría quedarse con la pieza del botín que prefiriera; era una demostración de su amistad, y añadió que podría quedarse con la joya que escogiera aunque no abrazara la fe de Mahoma o aunque fuese liberado mediante el pago de un rescate.


El maestre, sorprendido ante el ofrecimiento y tras contemplar el fabuloso tesoro, reparó en un lignum crucis, que destacaba del resto de las joyas con un especial brillo, casi mágico. El mismísimo rey le entregó aquella preciosa reliquia al caballero. Al detenerse en los tesoros cristianos, el rey quedó prendado de la belleza de una magnífica copa y la tomó para sí. Pidió a un camarero que llenaran su copa, pero el maestre trató de impedírselo. El templario advirtió al rey que aquella copa era sagrada para la religión cristiana y que aquel que se atreviese a profanarla sufriría las consecuencias. Pero semejante amenaza no hizo sino aumentar la curiosidad y la excitación del sarraceno, dispuesto a comprobar por sí mismo los efectos de la profanación de aquel maravilloso cáliz.


El templario, en un gesto de buena voluntad y amistad, volvió a advertir al incrédulo rey y le rogó que, al menos, cada vez que fuese a beber, le permitiera tocar la copa con la cruz, para evitar el castigo divino. A regañadientes, consintió el rey moro ese extraño ritual, pues era tremendamente supersticioso. Pero sucedió que cada vez que el rey iba a beber, y la cruz tocaba delicadamente la copa, el refresco se convertía en vino, ante el enfado del rey, pues no podía beberlo, ya que la ley islámica lo prohibía.


Al séptimo intento, lo que en principio parecía milagroso y digno de admiración acabó convirtiéndose en ofensivo para el rey: pensaba que todo aquello era un intolerable desprecio hacia su religión y sus creencias. Ciego de ira, el sarraceno olvidó sus buenos modales y su amabilidad con el templario y se entregó a una crueldad sin igual: hizo fundir la cruz y verter el oro en el cáliz, ordenando que se lo diesen a beber al maestre, a ver si esta vez era capaz de convertir el oro fundido en vino.


Pero fue voluntad de Dios que la profanación de tan magníficas reliquias no tuviera lugar, ya que cuando los soldados sarracenos cogieron en sus manos los objetos sagrados y sujetaron al templario, éste y aquellos desaparecieron ante la mirada atónita de todos los asistentes a la cena. El maestre y los soldados musulmanes aparecieron, como por arte de magia, a los pies de Nuestra Señora del Temple, en Maderuelo, ante la incrédula mirada de los templarios que allí se congregaban en oración; allí pudieron contemplar al maestre templario, de rodillas, portando la sagrada cruz en una mano y el cáliz en la otra, acompañado de tres guerreros musulmanes, asustados y sollozantes.


Y cuenta la leyenda que los tres musulmanes se quedaron al servicio del maestre, convirtiéndose al cristianismo algún tiempo después, y que por aquel suceso la iglesia cambió de nombre y pasó a llamarse de la Vera Cruz.


La santa reliquia permaneció en Maderuelo durante muchos años, obrando gran cantidad de milagros; uno de ellos estuvo a punto de enloquecer a un descreído artesano, que intentaba hacer una copia del lignum crucis. El madero sagrado cambiaba de tamaño cada vez que el carpintero lo intentaba copiar, haciendo inútil su trabajo y consiguiendo acabar con la paciencia del falsificador.


Esta magnífica reliquia permaneció durante mucho tiempo en la encomienda de Maderuelo. Una vez al año, las imágenes de las encomiendas de toda la comarca salían de sus templos en procesión para honrar la presencia del lignum crucis. Una de aquellas representaciones sacras era la “cabeza de San Frutos”, procedente de la encomienda de Sepúlveda: era una reliquia de carácter “bafomético”, que se utilizaba hasta hace pocos años en un curioso ritual para propiciar la lluvia; se metía la cabeza santa en una fuente y no se sacaba hasta que comenzaba a llover. Con ocasión de estas visitas, se celebraba una cena llamada la “cena del moro”, en la que, para recordar la aparición de la cruz sagrada en Maderuelo, se sumergía la “cabeza de San Frutos” en un cántaro de vino o de agua, dependiendo de la bondad de las cosechas del año.


Son bastante comunes las leyendas de este tipo; en general, valientes caballeros –templarios o no- gozan de la protección de milagrosas reliquias y se salvan en el último momento. Algunas pueden encontrarse en la obra La España extraña (Edaf, Madrid, 1997), de Javier Sierra y Jesús Callejo.

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