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jueves, 4 de noviembre de 2010

Los templarios y la Vera Cruz


Queremos tratar desde la encomienda de Barcelona, un tema que nos ha llamado la atención: la relación de los templarios con la Vera Cruz.

Para ello hemos seleccionado el siguiente texto del periodista y escritor gallego D. Carlos García Costoya y que ha sido publicado en el libro “Codex Templi”.

Deseamos que su lectura os sea gratificante.

La especial vinculación de los templarios con la Vera Cruz está presente a lo largo de su historia, por eso es necesario recordar sus primeros pasos, para entender esta especial devoción. Tradicionalmente se sitúa la fundación del Temple en el cuarto lustro del siglo XII, pero su origen debemos buscarlo en los monasterios y castillos francos en las décadas anteriores, y situar el punto de partida en el Concilio convocado en Clermont, en 1095, por el Papa Urbano II.

El último día de las sesiones conciliares, el pontífice ordenó a sus asistentes que preparasen una solemne sesión pública para la mañana siguiente; quería hace una importante proclama, dirigida tanto a religiosos como a seglares. Urbano II comenzó su discurso invocando la necesaria ayuda a los hermanos de Oriente, y desveló que la cristiandad oriental le había pedido apoyo porque los turcos se estaban adentrando en sus territorios, maltrataban a sus gentes y profanaban sus templos. Recordó la santidad de Jerusalén, así como las crecientes dificultades que tenían que superar los pocos peregrinos que se aventuraban a viajar hasta la tierra de Cristo. El Papa pidió a los reyes y nobles europeos que se olvidaran de rencillas y rivalidades, y que, todos juntos, bajo la bandera de la Iglesia, estuviesen prestos para marchar a Oriente a combatir al infiel; también prometió la remisión de los pecados a todos cuantos muriesen en el transcurso de la contienda. La arenga papal fue recibida con júbilo por los congregados, que abrazaron la llamada pontificia al grito de “Deus le volt!” (“¡Dios lo quiere!”).

La organización del ejército y el traslado de las tropas hasta Bizancio provocó innumerables conflictos y luchas de intereses que se repitieron a lo largo de los dos siglos de presencia cristiana en Palestina. En la primavera de 1097 se inició la lucha contra el infiel y, poco a poco, los ejércitos lograron las primeras conquistas: Nicea, Antioquía, Trípoli, Beirut, Acre, Haifa y, por fin, Jerusalén. Los cruzados tomaron la “ciudad tres veces santa” el 15 de julio de 1099 y, tras arduas negociaciones, eligieron como soberano del nuevo territorio a Godofredo de Bouillon, duque de la Baja Lorena, quien pidió a sus hermanos de armas que no le invistiesen como monarca, ya que no quería ser el rey donde Cristo llevó la corona de espinas; por eso pidió ostentar el título de Advocatus Sancti Sepulcri, Defensor Consagrado al Santo Sepulcro.

La muerte privó a Godofredo de disfrutar de su naciente reino y provocó el primer conflicto sucesorio de Palestina; la disputa se resolvió con la elección como soberano de Balduino, hasta entonces rey de Edesa y hermano de Godofredo, que fue consagrado como primer rey de Jerusalén el día de Navidad de 1100. Durante el reinado de Balduino I, la cruzada militar dio paso a la creación del reino, la organización de la nueva sociedad cristiana y la fundación de las órdenes militares. Es en ese contexto en el que Hugo de Payns viaja a Jerusalén. Su estancia en Oriente resulta un tanto misteriosa e imprecisa; probablemente se dedicó al estudio y la investigación, y después regresó a Francia para dar los pasos definitivos para la puesta en marcha de su proyecto religioso-militar. Hugo de Payns vuelve a viajar a Jerusalén y, en compañía de otros ocho caballeros, funda la Orden del Temple. La mayoría de los historiadores sitúan ese momento entre los años 1118 y 1120. Algunos autores se aventuran a señalar el 14 de abril de 1118, Domingo de Pascua, fecha de gran trascendencia para el futuro análisis de las reliquias de la Vera Cruz, ya que ese día es consagrado como rey de Jerusalén Balduino II. Balduino I había fallecido sin descendencia y sin dejar resuelta la sucesión. Llamado su hermano Eustaquio, que vivía en Francia, ni quiso aceptar ni hubiese sido admitido por los nobles, por lo que la corona recayó en Balduino, conde de Edesa, que era primo de su predecesor y el único de los grandes caballeros de la primera cruzada que aún vivía.

Balduino II, “capaz de una gran liberalidad […], era auténticamente piadoso; sus rodillas tenían callos por la oración constante. Opuesto de la vida privada a Balduino I, la suya era irreprochable. Formaba con su esposa, la Armenia Morfia, una unión conyugal perfecta, espectáculo raro en el Oriente franco”. (Steven Runciman: Historia de las Cruzadas. Alianza, Madrid, 1985; vol. II pág. 138)

La relación de los freires con el nuevo soberano puede calificarse de excelente; Balduino II apoyó a los templarios fundadores desde el primer momento, quizás por compartir una idea, quizás por la existencia de acuerdos previos que favorecieron la consecución de la corona. En este punto, las especulaciones suelen ahogar la Historia, pero lo cierto es que el rey les cedió como primera residencia de la Orden un edificio situado dentro del espacio que ocupaba el antiguo Templo de Salomón, encima de las antiguas caballerizas reales, que “el cruzado alemán Juan de Wurtzburgo decía que eran tan grandes y maravillosas que se podía albergar a más de mil camellos y mil quinientos caballos”. (Michel Lamy: La otra historia de los templarios. Martínez Roca, Barcelona, 1999; pág. 34).

En aquella época, el Templo de Salomón estaba reducido a ruinas; prácticamente sólo se conservaba el conocido como Muro de las Lamentaciones y el pavimento de la gigantesca explanada, en la que se alzan las mezquitas de Omar y Al Aqsa; esta última era la residencia real hasta que Balduino se la cedió a los freires, que la convirtieron en su casa matriz. Durante años no se conoce actividad alguna de los nueve caballeros. Todo apunta a que permanecieron encerrados en el solar del antiguo Templo, seguramente dedicados a la investigación y la arqueología, actividad en la que tendría origen su posterior culto a la reliquia. En 1127, sin haber hecho nada de trascendencia pública más allá de estimular la generosidad inmobiliaria de Balduino II, Hugo de Payns, acompañado de cinco caballeros, emprende viaje a Europa. Su primera escala es Roma, donde el Papa Honorio II le aguarda con interés para recibir noticias de sus posibles descubrimientos; tras informar al pontífice, parten hacia Francia, donde les esperaban con impaciencia. En esa corta estancia en su tierra natal es cuando se funda oficialmente la Orden, con la aprobación de la Regla, escrita por San Bernardo de Claraval y autorizada por el Concilio de Troyes en 1128.

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