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jueves, 13 de enero de 2011

Creación de la Orden del Temple: IIª parte


Desde la encomienda de Barcelona, continuamos con la segunda parte dedicada a la creación de la orden templaria, descrita por el historiador y novelista Piers Paul Read y que hemos extraído de su libro “Los templarios: monjes y guerreros”.

Desde esta humilde página, deseamos que os haya gustado este apartado.

Retrato de san Bernardo de Claraval

[…] El viaje de Hugo a Europa fue todo un éxito. En abril de 1127 lo encontramos en Anjou visitando a Foulques en Le Mans. En junio, el hijo de Foulques, Geoffrey, se casa con Matilda, la heredera de Enrique I de Inglaterra, dejando a Foulques en libertad para trasladarse a Jerusalén y casarse con Melisenda. El rey Enrique I respondió generosamente a la recaudación de fondos efectuada por Hugo, al brindarle “grandes tesoros, consistentes en oro y plata” que sin duda pavimentaron el camino de la exitosa gira que Hugo realizó por Inglaterra, Escocia, Francia y Flandes, recogiendo pequeñas donaciones de armaduras y caballos, y algunas más importantes de los condes de Blois y Flandes, y de Guillermo II, castellano de Saint-Omer, el cofundador con Hugo de Payns de los pobres soldados de Jesucristo.

No queda del todo claro si la recaudación de fondos realizado por Hugo fue específicamente para su Orden o, de manera más general, para la campaña contra Damasco proyectada por el rey Balduino II. La Crónica Anglo-Sajona registra, sin duda con cierta exageración, que Hugo consiguió reclutar más gente que la reunida por el papa Urbano II para la primera gesta. Numerosas cédulas muestran a nobles francos vendiendo su propiedades u obteniendo un préstamo para financiar su participación en las cruzadas.

La autoridad concedida a Hugo de Payns por Balduino II, y su éxito en la incorporación de nobles para el asalto a Damasco, sugieren que fue una figura más jerárquica de lo que alguna vez se pensó. El primer sello de los Templarios mostraba a dos caballeros montando un solo caballo para simbolizar su pobreza; nada indica que Hugo viajase de esa forma por Europa. Aunque la turbulencia política de Europa pueda haber impedido que monarcas de primera línea, como los reyes de Inglaterra y Francia, o nobles, como el conde de Flandes, tomaran la cruz, los mismos respondieron con entusiasmo al respaldo solicitado por Hugo para su Orden militar.

Más importante aún, sin embargo, era que la Iglesia sancionara la nueva Orden: como señala el historiador Joshua Prawer, “en el uso medieval, ordo significaba mucho más que una organización o un organismo corporativo, porque incluía la idea de una función social y pública. Los hombres que pertenecían a una ordo no seguían meramente su destino personal, sino que ocupaban un lugar en un sistema de gobierno cristiano”. Para obtener esa aprobación, Hugo se presentó ane el concilio de la Iglesia reunido en Troyes en enero de 1129. huésped de los venerables eclesiásticos era el conde Teobaldo de Champagne, y presidía el concilio el legado papal, Mateo de Albano. La mayoría de los prelados asistentes eran franceses: dos arzobispos, de Reims y Sens, diez obispos y siete abates, entre ellos Esteban Harding, abad de Molesme, y Bernardo, abad de Clairvaux. […]

[…] Hugo de Payns le había escrito a Bernardo desde Jerusalén solicitándole ayuda para obtener la “confirmación apostólica” y redactar una regla de vida. Envió la petición con dos caballeros, Godemar y Andrés (posiblemente se tratase de su tío, Andrés de Montbard, a quien Bernardo encontraría difícil rechazar). Aunque aquejado de fiebre, Bernardo obedeció a la llamada imperativa de asistir al concilio de Troyes y sin duda alguna dominó la sesión: Jean Michel, el encarado de levantar las actas del concilio, dijo que lo hizo “por orden del Concilio y del venerable padre Bernardo, abad de Clairvaux”, cuyas palabras fueron “generosamente elogiadas” por los prelados reunidos. La única oposición procedía de Juan, el obispo de Orleans, descrito por el cronista Ivo de Chartres como un “súcubo y sodomita”, y conocido por el sobrenombre de “Flora”. Las razones de su oposición no se conocen.

Hugo de Payns, acompañado por cinco miembros de la Orden –Godofredo de Saint-Omer, Archambaud de Saint Armand, Geoffrey Bisot, Payen de Montdidier, y un tal Roland- describió la fundación de la Orden y presentó su regla. Analizada y revisada por los padres del concilio, fue transcrita por Jean Michel en un documento de setenta y tres cláusulas. La influencia cisterciense resulta a todas luces evidente. El prólogo no tiene nada bueno que decir de la caballería secular: “Despreció el amor a la justicia que constituye su deber y no hizo lo que debía, que es defender a los pobres, las viudas, los huérfanos y las iglesias, sino que trató por todos los medios de saquear, despojar y matar”; pero ahora, a aquellos que se unieran a los Templarios se les daba la oportunidad de “abandonar el cúmulo de perdición” y “revitalizar” la hermandad de la caballería y salvar al mismo tiempo sus propias almas. Eso significaba una total abnegación y, cuando no se estaba cumpliendo un deber militar, llevar la vida de un monje. “Vosotros que renunciáis a vuestros propios deseos […] por la salvación de vuestra alma […] esforzaos en todas partes con anhelo sincero por escuchar maitines y el servicio íntegro conforme a la ley canónica…”; y si las circunstancias lo hicieran imposible para alguno, “deberá decir en lugar de maitines trece Padrenuestros; siete por cada hora y nueve durante vísperas”.

Así como en las órdenes benedictina y cisterciense se hacía una distinción entre el monje y el hermano laico, del mismo modo la diferencia entre un caballero del Temple y un sargento o un escudero debía evidenciarse en su vestimenta. “Los hábitos de los hermanos serán siempre de un solo color, que podrá ser blanco o negro o castaño”. El blanco sólo podían usarlo los caballeros profesos, “de modo tal que aquellos que han abandonado la vida de oscuridad se reconozcan entre sí como reconciliados con su creador, por la señal de su hábito blanco; el blanco significaba pureza y absoluta castidad”. La castidad, es decir, el celibato, era el sine qua non del compromiso de los caballeros. “La castidad es certeza del corazón y santidad del cuerpo. Pues si un hermano no hace voto de castidad, no puede alcanzar el descanso eterno ni ver a Dios, conforme a la promesa del apóstol, que dijo: “Luchad por llevar la paz a todos, y manteneos castos, sin lo cual nadie puede ver a Dios”. […]

[…] En esta primitiva regla de los Templarios puede apreciarse el temor de Bernardo de Clairvaux y los padres del concilio de que, sin la salvaguarda del recinto monástico, los caballeros Templarios volvieran a caer en las costumbres mundanas. La Orden podía tener tierras y obtener beneficios del trabajo de arrendatarios y siervos a los que debía gobernar con justicia. También se le permitía recibir diezmos como parte de una donación laica o clerical. […]

[…] El maestre, si lo deseaba, podía pedir consejo a los hermanos más doctos, y en cuestiones serias podía “reunir a toda la congregación para escuchar el consejo de todo el capítulo”. El maestre y el capítulo estaban autorizados a castigar a los hermanos que cometieran transgresiones.

De las setenta y tres cláusulas de esta regla aprobadas por el concilio de Troyes para los caballeros del Templo, unas treinta están basadas en la regla de Benito de Nursia. […]

[…] Sin embargo, la Orden de los Caballeros del templo bien podría no haber visto la luz sin no hubiese obtenido la aprobación de la Iglesia en el Concilio de Troyes, confirmada posteriormente por el papa Honorio II. Esa aprobación se debió en gran medida al apoyo de Bernardo de Clairvaux, apoyo que reforzó a su regreso a Clairvaux con el tratado De laude novae militiae (“Elogio de la nueva milicia”). ¿Fue en respuesta a críticas de la Orden? Al volver a Jerusalén, Hugo de Payns había recibido una carta de Guigo, el quinto prior de La Grand Chartreuse y un monje sumamente respetado. Guigo obviamente sintió que era su deber recalcarles a los Templarios que vieran su vocación, primero y ante todo, como una vocación espiritual, no marcial. “Es inútil por cierto que ataquemos enemigos externos si no derrotamos primero a los internos”. Envió copias de su carta con dos mensajeros, pidiéndole a Hugo que la misma fuese leída a todos los miembros de la Orden.

La necesidad de disipar todas las dudas en la mente de los Templarios y los potenciales reclutas fue seguramente el arma con que Hugo insistió a Bernardo hasta lograr que escribiera De laude: Bernardo manifiesta en la introducción que sólo después de tres pedidos se decidió a tomar la pluma. El tratado está dirigido a los hermanos y les advierte de entrada que el demonio tratará de minar su resolución, impugnando sus motivos para matar al enemigo y cobrar el botín de guerra, tentándolos a apartarse de su vocación elegida con la quimera de un bien mayor. Ellos eran, reconocía, una novedad en la vida de la Iglesia, “radicalmente diferente de la tradición ordinaria de la caballería”, cuyos motivos puros transformaban el homicidio, que era malo, en malecidio –la matanza del mal-, que era bueno. En la mente de Bernardo no había dudas de que Tierra Santa era el patrimonio de Cristo, injustamente usurpado por los sarracenos: buena parte del tratado está dedicada a la descripción de escenas de la vida y la Pasión de Cristo. Los Templarios pisarían en su propio beneficio espiritual el mismo suelo que pisó su salvador. Y sobre todo, tropezar con la realidad física del Santo Sepulcro le recuerda al cristiano que aquí él también derrotará a la muerte.

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