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martes, 11 de enero de 2011

El Apocalipsis y las cruzadas


Desde la encomienda de Barcelona, queremos dar comienzo a otro de los apartados que tenemos preparado para esta nueva temporada.

No se puede profundizar sobre la Orden del Temple o cualquier otra orden religioso-militar surgida en Tierra Santa sin antes conocer qué fueron las cruzadas y con qué fin se llevaron a cabo.

Para ello iremos seleccionando algunos textos del periodista y escritor D. Juan Ignacio Cuesta, donde en su libro “Breve historia de las Cruzadas” nos da su visión personal.

Desde este humilde rincón, deseamos no sólo que disfrutéis sino que también comprendamos mejor nuestra propia historia.

Representación de Jesucristo abriendo los siete sellos del Apocalipsis.

Uno de los libros más populares durante la Alta Edad Media fue sin duda el Apocalipsis, escrito por San Juan Evangelista en la isla de Pathmos siendo anciano. Su fin es, a través de símbolos de oscuro significado, surrealistas e incomprensibles para casi todo el mundo, mostrarnos cómo será el anunciado fin de los tiempos. Según se afirma, una de las principales señales que permitirían a los hombres saber que el evento estaba cercano sería el advenimiento del “Anticristo”, encarnado en la “Gran Bestia”. Muchos creían que tal cosa sucedería en los alrededores del último día del año 999. Al día siguiente, vivos y muertos resucitados, acudirían en masa obligatoriamente al “Valle de Josafat”, donde rendirían cuentas ante el arbitrio divino en lo terrible, temido e inexorable “Juicio Final”. Había llegado el fin de la Historia.

Aquello no sucedió en aquella fecha, es obvio, y la explicación sería que “Dios había escuchado las oraciones suplicantes de santos y hombres justos, aplazando el fin”. Así salieron del paso los sofistas de entonces.

Su influencia fue notable, puesto que el orbe cristiano identificaba a este ser numinoso con alguno de los caudillos musulmanes que luchaban con ahínco para introducirse en Europa y conquistar sus reinos por la fuerza de las armas. Entre ellos destacó en España el legendario general de ascendencia yemení nacido en Torrox (Málaga), Abu Amir Muhammad ibn Abi Amir al-Mansur, más conocido como Almanzor (también al-Mu’yyad bi-llah- el que recibe la asistencia victoriosa de Allah-).

Consciente de ello y deseando frenar la expansión sarracena, el rey asturiano Alfonso II el Casto encontró unos años antes un arma propagandística que puso al servicio de sus intereses. Un monje de San Martín de Turieno (hoy Santo Toribio de Liébana), escribe un himno litúrgico dedicado a un rey precedente, Mauregato. En él se habla de Santiago el Menor, como Patrón de España, y se afirma que fue su evangelizador. De forma “milagrosa”, años después, en el año 813 aparece el presunto sepulcro del Apóstol, lo que llevó a numerosos cristianos a convertirse en peregrinos para visitarle y conseguir con su penoso viaje la indulgencia para sus pecados. Esta coincidencia, un tanto sospechosa, permite pensar que las peregrinaciones a Santiago de Compostela en realidad fueron utilizadas en un primer momento como forma de incrementar la presencia de cristianos en una amplia región fronteriza difícil de defender con las escasas tropas de que se disponía. En definitiva fue una migración inspirada por el más riguroso pragmatismo.

Poco a poco va creándose un ambiente propicio para convocar las Cruzadas. Tengamos en cuenta que el mundo medieval tiene sus propias reglas, difíciles de comprender desde la óptica de nuestro tiempo. Siguiendo a Georges Dubi (Guerreros y campesinos: desarrollo inicial de la economía europea, 500-1200), la mayor parte de la población en la Alta Edad Media vive cultivando las tierras de los señores feudales, quienes les imponen una disciplina directamente basada en la doctrina cristiana. Esta establece que Dios es un ser que da premios y castigos eternos tras la muerte en función de la obediencia a sus mandatos, emitidos a través del clero y de las autoridades. El poder viene de lo más alto y legitima a quien lo posee por linaje o por la lealtad a su señor, al que conviene tener muchos súbditos sumisos y dispuestos siempre a luchar decididamente a favor de su causa.

Se produce así el aumento exponencial de la población que hacen peligrar los suministros de alimentos, y una buena solución es mandar a la gente a conquistar nuevas tierras, aunque sea a costa de su vida, peleando en masa contra los “enemigos de Dios” (y por tanto de la cristiandad). Y nada mejor para ello que encontrar un estímulo suficientemente convincente.

Por entonces, las peregrinaciones se habían convertido en una forma de vivir para muchos, que sentían la obligación de visitar los grandes lugares santos, como eran Santiago de Compostela, Roma y, sobre todo Jerusalén, cuna del mismísimo “Hijo de Dios”. Para llegar allí por tierra era necesario rodear el Mediterráneo y pasar por Constantinopla (Bizancio), donde estaba la sede del Imperio Romano de Oriente.

Ya se habían superado los temores del Primer Milenio, y la actual Estambul era destino y origen a su vez de muchas rutas comerciales. A su cabeza estaba Basilio II Bulgaroktonos (el “matador de búlgaros”). Corría el año 1014, cuando, harto de los ataques por sorpresa de Samuel, rey de Bulgaria, señor de la fortaleza de Ohrid (un bastión inexpugnable), decidió responderle, venciéndole en la batalla del Valle de Struma, cerca de Solónica. Capturó 15.000 prisioneros.

De un modo que hoy día sería inaceptable, pero que entonces se utilizaba frecuentemente y con naturalidad, dejó ciegos a todos menos a 150. Cada uno de los que se libraron perdió un ojo, y tuvo que conducir a los demás en grupos de cien.

Al verlo, Samuel murió de un ictus (derrame) cerebral. Esta historia no viene descrita en el Apocalipsis, pero parece un verdadero castigo divino. A veces los hombres, para reafirmar su poder, han mostrado comportamientos ciertamente brutales.

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