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martes, 15 de febrero de 2011

Los Templarios en Outremer: IIª parte


Desde la encomienda de Barcelona continuamos con la segunda parte dedicada a los Templarios en Outremer, donde esta vez su autor, Piers Paul Read, se centra en la regla templaria para escudriñar algunos aspectos destacados del Temple.

Para ello hemos seleccionado del libro “The Templars”, algunos artículos que ayudan a comprender mejor la vida cotidiana de un monje-guerrero.

Desde Temple Barcelona, esperamos que su lectura os sea gratificante.

A pesar del refinamiento cultural y de los estímulos sensuales que proporcionaba el clima, los Templarios parecen haberse apegado a su regla y conservado un modo de vida cuasi-monástico. Cuando no estaban en el campo, los Templarios seguían la misma clase de horario que los monjes benedictinos o cistercienses. A las cuatro de la mañana se levantaban para maitines, tras lo cual iban a atender a sus caballos antes de regresar a la cama. Los oficios de prima, tercia y sexta precedían el desayuno, que, como el resto de las comidas, ingerían en silencio mientras escuchaban una lectura de la Biblia. A las dos y media de la tarde se recitaba la novena, y la cena seguía a vísperas, celebrada a las seis. Se retiraban a la cama después de las completas. Cuando estaban en el campo, se hacía lo posible para seguir el mismo régimen.

Los estatutos de los Templarios contenían más de seiscientas cláusulas; algunas eran ampliaciones de las de la regla primitiva, otras se habían redactado para cubrir cuestiones surgidas a partir del concilio de Troyes. El sello original de la Orden mostraba a dos caballeros montados en un mismo caballo. Ahora, al gran maestre se le permitía tener cuatro caballos, y podía disponer en su séquito de un capellán, un empleado, un sargento y un ayudante con un caballo para llevarle el escudo y la lanza. Habrían de acompañarlo además un herrero, un intérprete, un turcopol y un cocinero. Sus poderes tenían límites claros: no debía tener las llaves del tesoro, y sólo prestaría sumas importantes de dinero con el consentimiento “de un grupo de hombres honorables de la casa.” También había límites para su generosidad: no podía obsequiar a un noble amigo de la casa con una copa de oro o de plata, un vestido de piel de ardilla ni ningún otro artículo que valiera más de cien besantes, y esos regalos sólo se ofrecerían con el consentimiento de sus compañeros y por el beneficio de la casa.

La Regla refleja algunos de los perjuicios de la época; por ejemplo, pese al compromiso de humanidad, hacia mediados del siglo XII se volvió indispensable que el caballero Templario fuera “el hijo de un caballero o descendiente del hijo de un caballero” (regla 337). El hábito blanco que se había elegido para simbolizar la pureza pasó a ser ahora una marca de prestigio; las túnicas de los escuderos y sargentos eran marrones, o negras. Los caballeros comían en el primer turno; los escuderos y sargentos, en el segundo. Dado que casi ninguno de los caballeros ni sargentos sabía leer, es probable que la mayoría de los estatutos simplemente reflejaran las prácticas que habían evolucionado, y que los nuevos reclutas aprendían como alumnos de una escuela pública. Y al igual que los castigos impuestos en las escuelas públicas del pasado, las penalidades aplicadas a los Templarios resultan salvajes: azotes, grillos, obligación de comer del suelo como los perros. Esas penalidades eran similares a las impuestas a los monjes, y se consideraban normales para la época.

Cada aspecto de la vida cotidiana del Templario estaba regulado hasta el mínimo detalle. En la regla estaba especificado cuándo debía comer, cuánto y cómo debía comportarse mientras comía, e incluso cómo debía cortar el queso (regla 371). No podía levantarse de la mesa sin permiso a menos que tuviera una hemorragia nasal, hubiera un llamamiento a las armas (y entonces debía estar seguro de que el llamamiento procedía de un hermano o “un hombre honorable”), un incendio o algún problema con los caballos. No tenía ningún bien personal: “Todas las cosas de la casa son de propiedad común, y hágase saber que ni el gran maestre ni nadie más tiene autoridad para permitir a un hermano tener nada propio…” Si se encontraba algún dinero entre las posesiones de un hermano cuando éste moría, no se le enterraba en suelo sagrado.

El cuidado de los caballos era obviamente de capital importancia: la cantidad asignada al gran maestre figuraba en el primer estatuto, y más o menos en los cien siguientes se hacía referencia a los animales. Había de varios tipos: caballos de batalla para los caballeros; corceles más livianos y rápidos para los turcopoles; palafrenes; mulas; caballos de carga y rocines para transportar hombres de armas. Cada caballero tenía su propio caballo, y el resto se mantenía ne una reserva común a cargo del mariscal de la Orden. Los caballos se criaban en haras locales y de Europa occidental; por ejemplo, en la comandancia templaria de Richerenches, en el norte de Provenza. Había regulaciones precisas para el cuidado de los animales, y una de las únicas excusas para no asistir a los rezos era tener que llevar el caballo a herrar.

Pocas cláusulas de la regla se refieren a la instrucción: el caballero acreditaría destreza en el combate montado como condición previa para el ingreso en la Orden. Dado el peso del equipo de combate, debería además ser sumamente fuerte. Se esperaba que trajese su propio caballo y equipo. Si estaba sirviendo como confrère por un término limitado, éstos se le devolverían al concluir el plazo; si su caballo moría en servicio, se le daba otro de la reserva. Conforme al espíritu de Bernardo de Clairvaux, las monturas y bridas no llevarían adornos; debía solicitar permiso para correr carreras, y tenía prohibido efectuar cualquier clase de apuestas.

Aunque el modo de vida sugerido por la regla templaria está imbuido de religiosidad cristiana y las prácticas monásticas tienen un estatus igual al de las regulaciones militares, en comparación con la regla primitiva hay una cierta variante, que pasa de la salvación individual a un espirit de corps del regimiento. “Cada hermano deberá empeñarse en vivir honradamente y en dar un buen ejemplo en todo a la gente secular y a otras órdenes…” (regla 340). Las “otras órdenes” no especificadas eran principalmente los Hospitalarios y más tarde los caballeros teutónicos. El estandarte blanco y negro del Temple, el confanon baucon, era el punto de concentración en batalla. Era portado por el mariscal, y se asignaban para protegerlo diez caballeros, uno de los cuales llevaba un estandarte de repuesto plegado en su lanza. Mientras el estandarte fuese mantenido en algo, ningún Templario podía abandonar el campo de batalla. Si un caballero quedaba aislado de su contingente, podía reagruparse alrededor del estandarte hospitalario o alguna otra insignia cristiana (regla 167).

En un contexto militar, el voto monástico de obediencia tenía un valor inestimable: se imponían severas penas al caballero que sucumbía a la impetuosidad, tan común entre los caballeros francos, y cargaba contra el enemigo por iniciativa propia. Sólo se le permitía romper filas para ajustar la montura y los arneses, o si veía a un cristiano siendo atacado por un sarraceno. En cualquier otra circunstancia, el castigo sería enviarlo de vuelta al campamento, a pie (regla 163).

En el mismo sentido, no se hacía distinción entre transgresiones militares y religiosas. De las nueve “Cosas por las cuales un hermano de la Casa del Temple puede ser expulsado de la Casa”, cuatro eran pecados que, como tales, no tenían nada que ver con la vida bajo armas: simonía, asesinato, robo y herejía. La revelación de arbitrios del cabildo templario, la conspiración entre dos o más hermanos, o salir de la casa templaria por otras puertas que las prescritas son contravenciones que se habrían aplicado a cualquier institución monástica. Sólo los castigos a la cobardía y la deserción ante el enemigo se relacionan específicamente con las condiciones de guerra.

De esta forma, los valores del regimiento no eran distintos de los valores cristianos del Temple como comunidad religiosa. Las normas que regían los ayunos y días de fiesta, el recitado de oficios y las plegarias por los muertos eran tan precisas como las relacionadas con bridas y con monturas. Los Templarios mostraban una particular devoción por María, la madre de Jesús: “Y las horas de Nuestra Señora siempre deberán recitarse primero en esta casa […] porque Nuestra Señora fue el principio de nuestra Orden, y en ella y en su honor, si le place a Dios quiera que sea” (regla 306). Surgieron varias creencias que relacionaban a Marí con el Temple: por ejemplo, se decía que la Anunciación había tenido lugar en el Templo del Señor (la Cúpula de la Roca) y que en el exterior de la fortaleza templaria del Castillo Peregrino se encontraba una piedra en la cual había descansado María. Había capillas de Nuestra Señora en muchas de las iglesias templarias, y varias de las casas, como la de Richerenches, estaban dedicadas a ella: para algunos de los donantes, Richerenches no era el Temple sino “la casa de la Santa María”.

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