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viernes, 1 de abril de 2011

Ricardo Corazón de León: Iª parte


Desde la encomienda de Barcelona, queremos comenzar un nuevo capítulo y queremos dedicarlo a la figura del rey inglés Ricardo Corazón de León. Para ello hemos seleccionado un texto del escritor Piers Paul Read de su libro “The Templars”.

Desde esta vuestra casa, confiamos que su contenido lo encontraréis interesante.

La noticia de los desastres ocurridos en Tierra Santa le fue transmitida al papa Urbano III, a la sazón en Verona, por caballeros de las órdenes; los Templarios le entregaron una carta del hermano Terence, el comandante templario de Tierra Santa y uno de los pocos que pudieron escapar tras la derrota de Hattin. Urbano y la curia papal en pleno estaban estupefactos: nadie en Europa había imaginado que fuera posible un revés semejante, y asumieron de inmediato que el abandono de Dios tenía que deberse a los pecados de su gente. El monje Pedro de Blois, quien en ese momento estaba visitando a la curia, le escribió al rey inglés, Enrique II, describiéndole cómo “los cardenales, con el asentimiento de Su Señoría el Papa, se han prometido firmemente que, tras renunciar a todos los lujos y riquezas, predicarán la Cruz de Cristo no sólo con la palabra, sino también con los hechos y el ejemplo”. Urbano III, quebrantado por el dolor, falleció poco después.

Enviado por los barones de Outremer a pedir ayuda de Occidente, Josías, el arzobispo de Tiro, llegó a Palermo en el verano de 1187. Cuando le explicó al rey Guillermo II de Sicilia el verdadero alcance de la catástrofe, el rey se quitó sus finas vestiduras de seda, se puso una túnica de arpillera y se encerró en un retiro penitencial de cuatro días. El sucesor del papa Urbano, un anciano italiano –Alberto de Morra- que tomó el nombre de Gregorio VIII, sólo reinó durante los dos últimos meses de 1187, pero en ese tiempo hizo un elocuente llamamiento a una tregua de siete años entre los reyes beligerantes de Europa para que pudiesen emprender una nueva cruzada. Esa encíclica, Audita tremendi, era “un documento conmovedor y una obra maestra de retórica papal” y tuvo inmediata respuesta del rey Guillermo de Sicilia, quien despachó la flota de cincuenta galeras que alivió al principado de Antioquía.

Esas reacciones penitenciales, coherentes con la teología de las cruzadas sostenida por Bernardo de Clairvaux, se completaban ahora con una idea más caballeresca detrás del hecho de tomar la cruz. Es en ese momento cuando la palabra crucisignata se hace de uso común, y no entre los hombres de la Iglesia, sino entre príncipes y caballeros laicos. Los emblemas heráldicos, desconocidos en tiempos de la primera Cruzada, blasonaban escudos y estandartes; y había entonces en la mente de la nobleza europea la sensación de que la cruzada era la mayor prueba de coraje y de virtud: la justa suprema contra las fuerzas del mal, la prueba final del caballero. Así, Pedro de Blois, que había presenciado la penitencia de los prelados en la corte del papa Urbano III y había estado plenamente de acuerdo con los sentimientos penitenciales de la encíclica Audita tremendi del papa Gregorio VIII, escribió también en su Passio Reginaldi un relato de la vida y la muerte del pirata Reginaldo de Châtillon, que lo muestra no sólo como un mártir sino también como un santo.

Ocho semanas más tarde, Leonor, de treinta años por aquel entonces, se había casado con el conde de Anjou, de diecinueve años, quien en 1154, a la muerte de su abuelo, ascendió al trono de Inglaterra como Enrique II. Ese apresurado matrimonio fue criticado por los biógrafos posteriores de Leonor: para uno de ellos, Alfredo Ricardo, Leonor sencillamente se había cansado de la “gracia casi femenina” de Luis y “quería ser dominada, y como lo expresaba crudamente el vulgo, era de esas mujeres a las que les gusta que las muerdan”. Dos cronistas señalan que Leonor ya había sido seducida, o posiblemente violada, por el padre de Enrique, el conde Geoffrey de Anjou. No obstante, su matrimonio con Enrique fue en principio un éxito, si se lo mide por el número de hijos: había tenido sólo dos hijas con Luis VII (el no haberle dado un hijo varón inclinó a los consejeros Capetos a aceptar la anulación del vínculo); entre 1152 y 1167 Leonor tuvo cinco hijos y tres hijas con Enrique.

El tercero de esos hijos era Ricardo, quien a la edad de once años recibió de su madre el ducado de Aquitania. Inmerso desde su juventud en constantes guerras con vasallos rebeldes, Ricardo sentó fama de guerrero feroz, gobernante despiadado y, tras tomar la supuestamente inexpugnable fortaleza de Taillebourg a los veintiún años, de brillante entrega y general.

Con el tiempo, el matrimonio de Leonor y Enrique se vio afectado por las infidelidades de éste, particularmente con su amante inglesa, Rosamunda Clifford. En 1173, Leonor unió a sus hijos en una sublevación contra el rey. La rebelión fracasó: los hijos se rindieron abyectamente a su padre, en tanto que Leonor, capturada mientras iba a buscar refugio con su primer marido, Luis VII, fue llevada de vuelta a Inglaterra y encerrada durante los quince años siguientes.

En 1183, la muerte de Enrique, el hermano mayor de Ricardo, convirtió a éste en heredero del trono de Inglaterra, así como del ducado de Normandía y el condado de Anjou. Su padre, Enrique II, ante esa situación le había pedido que le transfiriese el ducado de Aquitania a su hermano menor, Juan. Ricardo se había negado, apelando a su teórico protector, el sucesor de Luis VII, el rey Felipe Augusto de Francia. En un tiempo amigos, más tarde rivales, y al final enemigos implacables, las maquinaciones políticas y militares de ambos príncipes fueron interrumpidas por la noticia de la derrota latina en Hattin y la caída de Jerusalén ante las fuerzas del Islam.

De manera impulsiva, sin el consentimiento de su padre, Ricardo tomó la cruz en la nueva catedral de Tours, en el mismo sitio desde el cual su bisabuelo, Foulque de Anjou, había partido para casarse con la princesa Melisenda y gobernar con ella el reino de Jerusalén. Felipe Augusto protestó; se suponía que Ricardo iba a casarse con su hermana Alicia: pero después de escuchar un elocuente sermón del arzobispo de Tiro, él también tomó la cruz. Enrique II, que llevaba años proyectando una cruzada y enviando importantes sumas de dinero al reino de Jerusalén, se vio forzado a unirse a los dos jóvenes príncipes. Partirían de Vézelay tras la Pascua de 1190, pero Enrique murió el 6 de julio de 1189 antes de poder cumplir su voto.

Ahora Ricardo, el rey de Inglaterra, duque de Normandía y de Aquitania, tenía enormes recursos a su disposición, y planeó meticulosamente su cruzada. Había un gran entusiasmo popular por la misión, y cistercienses como Balduino, el arzobispo de Canterbury, promovieron la guerra santa a la manera de Bernardo de Clairvaux; pero ya no encontramos, como en la época de la primera Cruzada, “silenciosos y misteriosos eremitas que aconsejan a los líderes sobre tácticas militares”: incluso los hombres de la Iglesia “que invocaban la ayuda de Dios […] confiaban en sus propios recursos”. El Papa ordenó un impuesto del diez por ciento sobre todos los ingresos y bienes muebles, que se conocería como “el diezmo de Saladino”. Si bien, en definitiva, la cruzada dependía siempre de la voluntad de los individuos de arriesgar su vida y sus propiedades para recuperar los Lugares Santos, “el estímulo del Espíritu Santo obraba ahora con más claridad en los canales oficiales”.

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