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martes, 31 de mayo de 2011

El Cid: entre la leyenda y la épica.


Desde la encomienda de Barcelona, queremos recuperar un texto del tristemente desaparecido periodista D. Juan Antonio Cebrián de su libro “La Cruzada del Sur”.

Continuando cronológicamente con su contenido, hoy le toca el turno a una figura emblemática en las filas castellanas durante la Reconquista, el legendario “El Cid Campeador”.

Desde Temple Barcelona, deseamos que su lectura os sea placentera.

Recreación de Don Rodrigo Díaz de Vivar.

Nuestro héroe patrio por excelencia vio la luz hacia el 1043 en Vivar, una pequeña aldea localizada a unos nueve kilómetros de la ciudad de Burgos. Su padre, Diego Laínez, era un famoso hidalgo de la época que había conseguido para Castilla las fortalezas de Ubierna, Urbel y la Piedra. Por tanto, Rodrigo nace en el seno de una familia de la nobleza menor castellana. Don Diego se encontraba al servicio del infante don Sancho, primogénito del rey Fernando I de Castilla. El joven Rodrigo va creciendo rodeado por las situaciones que caracterizaban a un reino cuajado de intrigas y, muy pronto, goza e las simpatías del infante Sancho quien ve en el muchacho las cualidades que más tarde le harán uno de los principales protagonistas de su siglo.

En 1062, sin haber cumplido los diecinueve años, Rodrigo es alzado a la categoría de caballero. Desde entonces, su brazo y espada servirán con absoluta lealtad a quien sería proclamado tres años más tarde rey de Castilla por fallecimiento del gran monarca Fernando I el Magno.

En 1066, el rey de Castilla nombra a Rodrigo Díaz de Vivar portaestandarte de los ejércitos castellanos, es decir, desde entonces don Rodrigo será alférez de Castilla o, lo que es lo mismo, jefe principal de la tropa. Fue en estos años cuando el nuevo abanderado de las huestes castellanas se ganó a pulso el apelativo de “Campeador”. El sitio donde seguramente se hizo merecedor de este título fue en la guerra llamada de “los tres Sanchos” que Castilla libraba por tierras aragonesas y navarras con el fin de asegurar sus fronteras del este. En esos lugares don Rodrigo manejó con tanto ardor las armas que sus soldados le denominaron campi docto (maestro de armas en el campo de batalla). Tras la brumosa muerte del rey Sancho a manos del caballero Bellido Dolfos durante el sitio de Zamora en 1072, don Rodrigo se pone al servicio del nuevo monarca Alfonso VI tras hacerle jurar en la iglesia burgalesa de Santa Gadea que nada tuvo que ver en la muerte de su hermano Sancho II. Alfonso VI había sufrido una tremenda humillación a cargo de su ahora fallecido hermano; despojado del mando y auxiliado en el reino de Toledo siempre se sospechó que conspiró junto con su hermana Urraca para acabar con la vida de Sancho.

Mientras esto sucedía, Castilla seguía obteniendo pingües beneficios gracias a las parias mahometanas. El propio Campeador intervino en algunas disputas entre taifas, lo que le granjeó profundas enemistades en su bando al recelar muchos caballeros del prestigio que iba adquiriendo el de Vivar.

El desconfiado rey Alfonso VI nunca mantuvo buenas relaciones con don Rodrigo; la humillante jura de Santa Gadea y otros escenarios poco venturosos provocaron dos exilios para el Cid Campeador. En ambas ocasiones al burgalés no le quedó más remedio que ofrecerse como soldado de fortuna al mejor postro, esa situación no enturbió su fama, más bien la acrecentó.

En 1085 las tropas de Alfonso VI tomaron Toledo y los musulmanes movidos por la desesperación llamaban a sus hermanos africanos en busca de ayuda; ya nada sería igual para Al-Andalus. Un año más tarde todo estalló con la entrada fulminante de los almorávides, norteafricanos fundamentalistas liderados por Yusuf, quien había dado una vuelta de tuerca al islam preconizando la pureza y el rigor en el cumplimiento de los mandatos coránicos; la ayuda de este poder islámico emergente tuvo consecuencias nefastas para los habitantes de la península Ibérica.

La debilitada Al-Andalus abría sus puertas a los sucesivos reajustes religiosos y militares que llegaban por oleadas desde el Magreb, convirtiendo el sueño califal en una simple provincia de los diferentes imperios musulmanes que se iban creando. Sin embargo, a pesar de tanta guerra, fue un siglo de plenitud donde la población aumentó y prosperó, favoreciendo migraciones hacia terrenos hasta entonces de nadie. Ciudades, comercio y cultivos florecieron como nunca, y los intercambios entre un mundo y otro fueron constantes. Y en medio de tanto movimiento destaca la figura de don Rodrigo Díaz de Vivar, hijo de su tiempo y quien, desde luego, estaría a la altura de tan tremendas exigencias históricas, pues pasó de ser héroe a villano sin perder su compostura caballeresca; de alférez a mercenario, sin olvidar la lealtad hacia su rey, acudiendo a las llamadas de éste siempre que fuera necesario, olvidando rencillas y desaires pasados.

Combatiendo como mercenario al servicio de la taifa zaragozana se ganó a pulso el apelativo de “Sidi” (Señor), al conseguir la victoria en más de cien combates durante cinco años. Tras esto dirigió sus tropas hacia Valencia, ciudad que conquistó en 1094 convirtiéndose en uno de los personajes más influyentes del momento.

Desde la ciudad del Turia la alargada sombra del Cid se extendió por todo el levante hispano. Finalmente se reconcilió con su querido rey Alfonso VI y pudo ser cómo sus hijas, Cristina y María, se unían a los linajes reales de Navarra y Barcelona. En 1099 contrajo unas mortíferas fiebres que le arrebataron la vida a los 56 años de edad.

Rodrigo Díaz de Vivar es el gran paladín de la Reconquista española. Su gesta se vio adornada por las narraciones juglarescas que en siglos posteriores prolongaron su fama. Fue el único guerrero cristiano capaz de infundir temor en los fanáticos almorávides. Posiblemente tanto brillo ensombreció injustamente la figura del Alfonso VI el Bravo, rey conquistador donde los haya. Su mayor proeza fue la de tomar Toledo el 6 de mayo de 1085, recuperando de ese modo la antigua capital de los godos; todo un símbolo para la cristiandad más ortodoxa que veían, trescientos setenta años después, que las cosas podían volver a ser como antaño. En un arranque de vanidad Alfonso VI se hizo proclamar emperador de Hispania; siguió con las guerras arrebatando a los musulmanes diversas plazas extremeñas como Coria y llegando a la mismísima Tarifa. Sumó a esto los éxitos del Cid Campeador por Aragón y Levante. Sin embargo, también se produjeron sinsabores en su reinado, por ejemplo, la amarga derrota en la batalla de Sagrajas en 1086, donde los guerreros almorávides estuvieron a punto de asestar un mortífero golpe al reino castellano. Asimismo, Alfonso se casó en cinco ocasiones sin obtener herederos varones que le sucedieran ya que el único que tuvo murió en la batalla de Uclés, librada en 1108, un año antes de la muerte del insigne monarca.

Alfonso VI unificó definitivamente el reino de su padre Fernando, lo ensanchó por toda la península Ibérica y únicamente el poder almorávide fue capaz de frenar una total conquista de Al-Andalus a cargo de los castellanos. Finalizaba el siglo XI con una Castilla más fuerte que nunca, un Aragón en expansión, Navarra menguada por el avance de los anteriores y los Condados catalanes permaneciendo a la expectativa. Como vemos, la subida cristiana eclipsaba la caída musulmana. El siglo XI supuso un punto de inflexión para los intereses mahometanos en la península Ibérica. Al-Andalus cedía terreno con rapidez ante los bríos castellanos y aragoneses. Sepamos ahora cómo fue este siglo tan complejo para los seguidores andalusíes de Alá. Emociones, revoluciones e intrigas no faltarán.

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