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jueves, 30 de junio de 2011

La caída de Acre: Iª parte


Desde la encomienda de Barcelona queremos compartir con todos vosotros la repercusión que tuvo la caída de Acre con las órdenes militares instaladas en Tierra Santa.

Para ello hemos recuperado un texto del escritor y novelista Piers Paul Read de su obra “The Templars”, donde de manera sencilla, nos acerca a las vicisitudes provocadas por la pérdida de Acre.

Desde Temple Barcelona deseamos que estas líneas os sean de utilidad para comprender en el contexto que se movieron los Pobres Caballeros de Cristo.

Otro cruzado ascendido cuando se encontraba fuera de Europa fue el compañero de armas de Eduardo, Teobaldo Visconti, el archidiácono de Liège: mientras se hallaba en Acre, llegaron de Europa dos emisarios para decirle que había sido elegido como nuevo Papa. Tras años de disputa, los cardenales católicos reunidos por los prefectos de la ciudad para obligarlos a tomar una decisión; luego los habían expuesto a los elementos, quitándoles el techo del palacio, finalmente, les habían negado todo alimento, hasta que al fin llegaron a un acuerdo.

Bajo el nombre de Gregorio X, el Papa electo regresó primero a Viterbo y luego a Roma, a la que sus dos predecesores habían evitado, donde fue coronado con la tiara papal el 27 de marzo de 1272. En espíritu, sin embargo, seguía estando en Palestina: “Conservaba un vívido recuerdo de Jerusalén y trabajó para su recuperación. Su genuina devoción por la causa de Tierra Santa se convirtió en la base de su política.” Antes de cumplirse un mes de su nombramiento, llamó a un concilio general de la Iglesia a reunirse en Lyon. La prioridad de la agenda era una nueva cruzada, y pedía que se presentaran propuestas teniendo en cuenta el fracaso de la expedición de Luis IX a Túnez dos años antes.

Como requisito previo para una cruzada de éxito, Gregorio X hizo lo posible por reconciliar a las facciones beligerantes de Europa, e intentó también acercamientos con el emperador griego de Constantinopla, Miguel VIII Paleólogo, invitándolo a enviar delegados a Lyon con la idea de unir las dos Iglesias. Después de tantos reveses, la prédica de una cruzada ya no era frontal: Humberto de Romanos, el quinto maestre general de la Orden de los Hermanos Predicadores, los dominicos de Domingo de Guzmán, había advertido a los frailes en su manual, De predicatione sancte crucis, que debían estar preparados para responder a críticas directas y hostiles, y que sus sermones muchas veces se toparían “con la burla y el desdén”. Humberto hizo una lista de los argumentos usados por sus opositores; por ejemplo, que era incompatible con las enseñanzas de Cristo matar en nombre de la Iglesia: “Los defensores de las misiones pacíficas a tierra infiel eran muy numerosos en la época del Segundo Concilio de Lyon.” Incluso entre aquellos que respaldaban una nueva cruzadas, había amplio consenso en que la misma no debía basarse en una leva popular como se vio en la primera Cruzada –el passagium generale- sino, como proponía Gilbert de Tournais, en una fuerza expedicionaria de soldados profesionales, el passagium particulare.

Un solo monarca europeo, el rey Jaime de Aragón, asistió al concilio reunido en Lyon el 7 de mayo de 1274. La ausencia del antiguo camarada de armas del Papa, Eduardo I de Inglaterra, fue una particular decepción porque podría haber aportado a los padres del concilio la ventaja de su experiencia. Sin el rey Eduardo ni el rey Felipe III de Francia, Gregorio recurrió al consejo de los grandes maestres de las órdenes militares: Hugo Revel, del Hospital, y Guillermo de Beaujeu, elegido gran maestre del Temple tras la muerte de Tomás Bérard el año anterior.

Guillermo era un Templario de carrera, con amplia experiencia en Palestina como combatiente y administrador. En 1261 había sido capturado durante un ataque y rescatado más tarde; había sido preceptor templario en Trípoli en 1271, y era preceptor del reino de Sicilia en el momento de su elección. No obstante, su ascenso se debió seguramente a sus vínculos con la corona francesa. Su tío había peleado junto a Luis IX en el Nilo, y a través de su abuela materna, Sibila de Hainault, estaba emparentado con la familia real de los Capetos. Los reyes franceses no sólo habían sido la fuente europea de ayuda más fiable para Tierra Santa, con una fuerza permanente de caballeros y ballesteros en Acre, sino que, con el triunfo de Carlos de Anjou sobre su rival Hohenstaufen en la batalla de Tagliacozzo, el dominio francés se extendía ahora a todo el Mediterráneo. Como resultado, Guillermo de Beaujeu, en el Concilio de Lyon, se opuso a la propuesta presentada por el rey Jaime I de Aragón de enviar una fuerza de 5.000 caballeros y 2.000 soldados de infantería como vanguardia de un passagium generale, argumentando que hordas de cruzados entusiastas pero indisciplinados y transitorios no serían de ninguna utilidad. Lo que hacía falta era, primero, una guarnición permanente en Tierra Santa, reforzada periódicamente por pequeños contingentes de soldados profesionales, y segundo, un bloqueo comercial a Egipto para minar su economía.

Guillermo de Beaujeu sostuvo que, como requisito previo para ese bloqueo, los cristianos tendrían que establecer en el Mediterráneo oriental una supremacía naval que no dependiera de las repúblicas marítimas italianas –Venecia, Génova y Pisa- porque el comercio de éstas co Egipto era sencillamente “demasiado lucrativo para ser abandonado”, con los venecianos incluso utilizando Acre para vender a Egipto material bélico procedente de Europa. Siguiendo ese consejo, el Concilio de Lyon ordenó a los grandes maestres del Temple y el Hospital construir una flota de barcos de guerra.

Había otra razón para que los Templarios apoyasen a Carlos de Anjou: le había comprado dos derechos al trono de Jerusalén a una pretendiente legítima, María de Jerusalén, por mil libras de oro y una pensión anual de 4.000 livres tournois. Para los Templarios, y sin duda para el Papa, un único soberano de la casa real francesa era, de lejos, mucho mejor base política que un reino mixto de Sicilia y Jerusalén para preservar la presencia latina en Tierra Santa; pero esto ponía a la Orden en conflicto con la nobleza nativa del reino de Acre, que apoyaba el reclamo del rey Hugo de Chipre. Cuando Guillermo de Beaujeu regresó a Acre en 1275 y se negó a reconocer la autoridad del rey Hugo, éste volvió a Chipre sumamente indignado y le escribió al Papa quejándose de que las órdenes militares hacían ingobernable Tierra Santa.

Carlos de Anjou, que también tenía el apoyo del papa Gregorio X, envió un bailli a Acre, Roger de San Severino, para gobernar en su nombre. La nobleza nativa no vio otra alternativa que aceptar la autoridad de Roger, que éste ejercía junto con Guillermo de Beaujeu. Con el fin de recuperar su posición, el rey Hugo hizo dos campañas con fuerzas expedicionarias, a Tiro en 1279 y Beirut en 1284, ambas frustradas en gran medida por los Templarios. El precio pagado por la Orden fue el secuestro o la destrucción de sus propiedades en Chipre, lo que a su vez generó protestas del Papa. (continuará)

miércoles, 29 de junio de 2011

Padre Gabriele Amorth: una vida consagrada a la lucha contra Satanás


Continuamos con la segunda y última parte de este episodio tan escalofriante vivido por el padre Amorth en uno de sus numerosos encuentros con el mal. Les aconsejamos desde la encomienda de Barcelona que si son personas influenciables al miedo y tienen una sensibilidad delicada ante los tormentos provocados a las personas, no sigan leyendo y absténganse de continuar con este apartado. Si por el contrario se ven con corazón de intentar proseguir con esta lectura, recuerden que esto no es ficticio y que está basado en las experiencias de toda una vida combatiendo al Maligno y a sus fuerzas.

Desde Temple Barcelona deseamos que con su lectura, tengamos una mayor conciencia en rechazar el mal y vivir en el amor y la paz de Cristo Nuestro Señor.

Demonios y almas condenadas (IIª parte)

Después del oficio religioso preguntó qué había ocurrido. Le conté que mientras yo estaba en la iglesia, después de la procesión, la vi entre la multitud, sonriente, lo cual era raro, porque no sonreía desde hacía mucho tiempo. Entonces interrumpí la letanía, anuncié que el milagro se había producido y dimos gracias al Señor. Durante una semana reinó la calma; luego la mujer comenzó a sentir fuertes dolores en el abdomen, le salieron ampollas en todo el cuerpo y tantas llagas en la boca que no podía comer. Y si lograba comer algo lo vomitaba al instante. Vomitó pelos, clavos y hasta excrementos. Además, el demonio la obligaba a hacer cosas humillantes: la hacía orinar en todas partes, o, si iba a una tienda, le tiraba al suelo las botellas que estaba comprando, o hacía que le saliera sangre de la nariz o de abajo.

La mujer, con la ayuda de su marido, rezaba, pero no era eso lo que quería el demonio. Un día, durante el exorcismo, me gritó muy enfadado: “¿Sabes qué ha hecho? Ha gritado. ¡Que no lo haga! A partir de hoy, le provocaré mucho sufrimiento”. Desde entonces la pareja empezó a encontrar bajo la almohada billetes de mil liras con un clavo en los ojos, la boca, las orejas o la garganta de la imagen impresa en el anverso. Eran avisos de que, al día siguiente, la mujer tendría dolores en las partes señaladas con el clavo. Y así ocurría.

Unos días después de la fiesta de la Asunción, regresó el demonio Serpiente y entró en la barriga de la mujer. Cuando yo le imponía las manos sobre el estómago, ella sufría mucho y yo sentía bajo mis manos algo duro, que me rehuía; si lo apretaba, se quejaba: “Me estás estrangulando, me estás ahogando”. Yo le decía que no podía seguir en aquel cuerpo, que pertenecía a Dios, y él me contestaba, con rabia: “Ahora la cabeza es tuya, pero el cuerpo es mío”.

Un día me llamó su marido, muy asustado, para decirme que una serpiente se había enroscado en el cuello de su mujer y la había mordido. Fui enseguida a su casa y encontré a la mujer en un profundo estado de nervios; corría por la habitación e intentaba arrancarse algo que le apretaba el cuello. Decía que era una serpiente y que la había mordido. Tras echar agua bendita vimos dos pequeños orificios. El demonio Serpiente empezó a vanagloriarse de haber mordido a la mujer; dijo que ésta moriría sin remedio, pues era suya y él iba a cumplir su misión, que era matarla.

Entonces el marido me contó un recuerdo: “Hace mucho tiempo, mi mujer solía ver una serpiente en lo alto de un árbol, delante de nuestra antigua casa. Pero sólo la veía ella”. Tras la mordedura y las amenazas decidí practicar exorcismos dos veces a la semana. Estábamos a principios de diciembre. Ahora sólo hablaba Serpiente; tenía una voz cavernosa, profunda, aunque cada día sonaba más débil y sumisa. Al fin prometió que el domingo siguiente al día de la Inmaculada se iría para siempre, y que mandaría una señal muy evidente.

En aquella etapa yo oía una voz nueva durante el exorcismo. Pregunté con fuerza: “¿Quién eres?”, y una voz femenina contestó: “Soy Vanessa, una chica de veintitrés años. Iba a la universidad, pero luego conocí a un joven que me llevaba a misas negras, cerca de la iglesia derruida, y empecé a servir al demonio. Una noche bebí sangre y salí enfebrecida del rito; entonces crucé la calle, me atropelló un coche y morí”.

Durante el exorcismo les pregunté a Michelle y a Vanessa si estaban bautizadas y les recordé el día de la Primera Comunión; ellas me contestaron con rabia y amargura. Mientras, en la casa seguían produciéndose extrañas señales. En la pared, la almohada y las sábanas había calaveras dibujadas: el signo de la muerte. La victoria del demonio Serpiente consistía en la muerte de la mujer; eran sus últimos intentos. La mujer estaba exhausta, no podía más, y resolvió dejar de rezar y de someterse a exorcismos. La convenimos para que pronunciase la oración de exorcismo de León XIII. Lo hizo con gran esfuerzo, pues, al llegar a la parte en que se pide al demonio que se vaya, le apretaron tanto el cuello que no podía hablar.

Le dije a su marido que siguiera rezando con su mujer; cuando ella se ponía violenta, él hacía la señal de la cruz sobre su cuerpo y sus brazos para aplacarla. Un día el demonio le dijo: “¿Qué haces? ¡Tú no eres cura!”. Pero era evidente que las señales de la cruz le molestaban. A veces el marido se quejaba de insomnio y su mujer le decía: “No me extraña. ¿No has visto que él estaba entre nosotros?”. En la habitación contigua había una cama de invitados en la que nadie dormía. Y, sin embargo, en esa cama podía verse la forma de una persona, como si alguien hubiera dormido en ella; yo mismo pude constatarlo en varias ocasiones.

Durante aquellos largos meses sucedieron más cosas raras. De pronto, la mujer empuñaba una pistola que, en teoría, estaba encerrada en la caja fuerte, pese a que el marido llevaba siempre encima la llave de la caja. Los trajes más bonitos de la mujer aparecían llenos de agujeros y rotos. Habían arrancado cuentas del rosario, las imágenes sagradas tenían los bordes quemados, y muchos otros hechos inexplicables: la foto de la madre de la mujer aparecía vuelta hacia el otro lado, o invertida, en la mesilla; forzaron la puerta de la casa, pero no robaron nada; encontraban bajo la almohada anillos y pendientes que no pertenecían a ningún miembro de la familia; el permiso de conducir y la documentación del marido desaparecieron. Antes olvidé decir que, durante los exorcismos, la mujer chillaba de pronto y se tocaba una parte concreta; entonces nos acercábamos a mirar y veíamos una cruz en la carne, como si se la hubiesen grabado con un trozo de cristal.

Durante los exorcismos del mes de diciembre, a veces el diablo, desconsolado, exclamaba: “Tú ganas. No puedo quedarme más, hay demasiada luz dentro de ella”. Yo insistía para saber qué lo obligaba a irse, y él contestaba a regañadientes: “La oración de la mujer. Es buena, y tú has venido muchas veces. Vosotros ganáis, me tengo que ir”. Le pregunté dónde iría a hacer más daño, y respondió: “A otro lugar, pero tened cuidado, porque puedo regresar”.

En las últimas oraciones de exorcismo, sucedieron dos hechos extraños. En la frente de la mujer se dibujó una cruz de un rojo descolorido. Creí que sería carmín o algo así, pero cuando su marido la tocó vio que era sangre. Preguntamos qué había ocurrido y la respuesta nos dejó mudos de espanto, horrorizados: “Es la sangre de un bebé de cuatro días. Su madre, que es una adepta, vino al templo a ofrecérmelo”.

El segundo hecho es el siguiente. Durante un exorcismo el demonio me dijo: “Mira qué le he hecho a tu monigote”. En el jardín de la casa había una pequeña estatua de la Virgen. Le dije al marido que fuera a ver. Al volver me dijo que la Virgen lloraba sangre. Tras el exorcismo salimos todos al jardín; yo mismo pude constatar que era cierto: de sus ojos brotaba sangre. Fuimos a por una Polaroid e hicimos varias fotografías que aún conservo. Después limpiamos el rostro de la Virgen, pero al día siguiente ocurrió lo mismo.

El 10 de diciembre, el diablo prometió que al día siguiente, “el día de tu Señor” (era domingo) por la tarde, se marcharía para siempre durante el exorcismo. Al día siguiente, fui a casa de la mujer sobre las 15:30h. En cuanto empezamos a rezar el demonio gritó: “San Miguel se acerca con la espada desenvainada…se acerca y yo no puedo huir. ¿Quién es esa mujer rodeada de luz? ¡Se está acercando!”. “¡Es la Virgen!”, grité yo. Y él prosiguió: “Veo una luz muy grande…con doce estrellas y la luna debajo…No puedo, no puedo quedarme”. Entonces lanzó el chillido más fuerte que he oído en mi vida. La mujer salió de su estado de trance, y preguntó: “¿Qué ha pasado?”. Le gritamos: “¡Todo ha terminado!”. Y nos abrazamos, conmovidos.

Unos meses después de la liberación de la mujer ocurrió un hecho singular. Junto a la estatua de la Virgen, en el seto de un metro de altura, su marido vio una serpiente grande, enroscada sobre sí misma. El hombre le pidió ayuda a un vecino y éste acudió con una horca. Tiraron al suelo a la serpiente sin que el animal reaccionara y le aplastaron la cabeza. Fue un episodio bastante raro; sin embargo, cuando se lo contaron al exorcista que llevaba el caso, dijo que tal vez fuera una señal. No olvidemos que la mujer solía ver una serpiente cuando tendía la ropa junto al seto; sólo la veía ella y por eso le daba miedo ir hasta allí.

Durante los últimos meses de la posesión, el marido echó en falta dinero y unas acciones bancarias; además, varios pagos del alquiler no se habían hecho efectivos. La mujer salía de la casa con el dinero, pero los billetes tomaban otros caminos. Un día le pregunté al demonio por qué ocurría eso y me dijo que él robaba el dinero para dárselo a sus adeptos, pues quería que éstos fuesen ricos y felices. Luego me prometió que, poco a poco, lo devolvería todo. Los últimos días, cuando el demonio no dejaba de repetir que iba a marcharse, le dije que no había cumplido su palabra de devolver el dinero, a lo cual respondió: “¿Y tú te crees lo que dice el demonio?”. Acompañé al marido al banco, y también a una empresa en la que debían dinero; él creía que su mujer había efectuado los pagos, pero no era así. Apenas les quedaba dinero en el banco, aunque todas las operaciones se habían hecho correctamente; y a la empresa no le habían pagado nada. Su marido echó cuentas y calculó que habían perdido unos 20 o 25 millones de liras. Además, la mujer, tiempo atrás, les había pedido dinero a unos amigos para pagar unas letras, recalcando que no le dijeran nada a su marido, de modo que aún habían contraído más deudas.

Después de estos hechos, el marido comprendió en un sentido más profundo varios episodios acontecidos en el pasado, desde el día de su boda: primero la mujer tenía un carácter dulce y afable; luego adquirió un temperamento fuerte y polémico. La mujer veía a su padre muerto junto a la cabecera de su cama y oía ruidos extraños. Se volvió insoportable y adelgazaba a ojos vistas. Me contó que, diecisiete años después de la muerte de su suegro, la caja reventó en el cementerio, como si lo hubiesen enterrado hacía poco, y por las grietas brotó sangre negra. Llamaron a un médico, quien declaró que se hallaban ante un hecho inexplicable. El marido también recordaba haber sentido escalofríos de frío injustificables y un hormigueo en todo el cuerpo.

Gracia a Dios todo ha terminado y en aquella casa reinan la paz y la sonrisa. La mujer está muy bien; sólo le dan crisis de melancolía de vez en cuando. Según el exorcista de la diócesis, son incursiones del demonio; por eso le aconseja que siga rezando y que, una vez a la semana, vaya a que la bendigan. (fin)

martes, 28 de junio de 2011

Padre Gabriele Amorth: una vida consagrada a la lucha contra Satanás



Desde la encomienda de Barcelona volvemos a recobrar el apartado dedicado a uno de los exorcistas más importantes del momento; se trata del padre Gabriele Amorth, más conocido con el sobrenombre de “el exorcista del Vaticano”.

La intención de este texto, es la de difundir algunas de las experiencias de este mediático exorcista, para que veamos la lucha que todavía se lleva a cabo entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal.

Es de justicia, como buenos cristianos, que alertemos de los beneficios de acercarnos a Dios y el de alejarnos de sucedáneas tentaciones que podrían llevarnos a la perdición.

Desde Temple Barcelona deseamos que su lectura nos sea a todos beneficiosa para continuar defendiendo el bien común.

Demonios y almas condenadas (Iª parte)

El siguiente testimonio muestra cómo, a veces, en la posesión diabólica intervienen almas condenadas

Hace años un señor me pidió que bendijera su casa, donde ocurrían hechos extraordinarios: se oían pasos de personas que no estaban; encontraba bajo la almohada, o el alféizar de la ventana, o en el asiento del coche, tres monedas, tres ramas, tres piedras; encontraba el peine o el dentífrico en la nevera; durante las comidas, el tapón del agua mineral siempre aparecía junto a su mujer; su mujer, y sólo ella, veía de espaldas a un atractivo y rubio joven andando por casa, o en los jardines del vecindario. El hombre pensó que alguien quería importunarlos y llamó a los carabineros; tras acudir varias veces a su casa inútilmente, los policías desistieron, pensando que eran imaginaciones o alucinaciones de mentes enfermas.

Fui enseguida. Mientras me ponía el alba, la mujer se alejó y me miró con aire amenazador. Empecé a orar y a rociar con agua bendita. Unas gotas cayeron sobre la mujer, que tuvo una reacción inesperada: empezó a gritar que el agua ardía. Me quedé de piedra y le dije a su marido: “Es algo serio; acompaña a tu mujer a ver al exorcista de la diócesis”.

Al día siguiente fueron a ver al exorcista, quien les aseguró que se trataba de un caso grave, una auténtica posesión diabólica. Era el sexto o séptimo caso grave que veía desde que era exorcista. Le llevaban a la mujer dos veces a la semana. Al cabo de un tiempo, el sacerdote le aconsejó al marido que se dirigiera al obispo, a pedir la ayuda de un cura que interviniera todos los días, pues de otro modo tardaría mucho tiempo en liberarse. El matrimonio visitó al obispo de la diócesis y éste me encargó la labor a mí, puesto que yo conocía los hechos y era el párroco de la pareja.

Empecé a ir todos los días a casa de esta familia; me quedaban entre cuarenta y cinco minutos y una hora, según lo que tardaba el demonio en alejarse y dejar libre –provisionalmente- a la mujer. Cada vez, antes del exorcismo, la mujer me decía: “¿A qué has venido? ¿Es que no tienes nada que hacer?”.

Cuando empezaba la oración entraba en trance, su marido y yo la sujetábamos, porque se ponía violenta. En dos ocasiones, antes de que comenzara, logró hacerse con un cuchillo y lo amenazó. Una vez se encerró en el dormitorio, cayó en un trance profundo y empezó a tomarnos el pelo. Entonces inicié el exorcismo desde el otro lado de la puerta; poco a poco se fue calmando y al final nos abrió. Durante el exorcismo la mujer hablaba distintas lenguas con voces diferentes; lo mismo cantaba la Marsellesa que recitaba el Infierno de Dante. Tras unos pocos exorcismos le pregunté su nombre y el demonio respondió: Zago. Dijo que era el amo y que le rendían culto en una localidad cercana, junto a una iglesia derruida; se expresaba por iniciativa propia y afirmaba que vendría.

Otro demonio presente, Astaroth, intentaba destruir el amor de la pareja y el amor entre padres e hijos. Había un tercer demonio, Serpiente, cuyo cometido era inducir a la mujer al suicidio. Lo intentó con bolsas de plástico atadas al cuello de la mujer y con cuerdas suspendidas de la lámpara; una vez la incitó a tirarse de un puente. Con frecuencia la mujer hacía las maletas y decía que quería ir a la localidad donde se encontraba la iglesia derruida, porque él la esperaba allí, se lo había ordenado y debía acudir. Según Zago, también había una legión de demonios menores.

Para mi sorpresa también manifestaron su presencia tres almas condenadas: Michelle, una mujer que había trabajado en el Moulin Rouge y que murió a los treinta y nueve años a causa de las drogas. Michelle solía hablar en francés; repetía las frases que utilizaba en el pasado con sus clientes, y entonces el rostro de la mujer adquiría un aire dulce y persuasivo. Michelle se quedó hasta el final del exorcismo; después, llorosa y atormentada, abandonó a la mujer.

También estaba presente Belcebú, un marroquí que les cortó la cabeza a tres misioneros en 1872. Le pregunté a qué orden pertenecían los tres religiosos y me contestó: “¡¿Qué sé yo de vuestras órdenes religiosas?!”. Se suicidó a causa del remordimiento.

La tercera alma condenada era Jordan, un escocés que había matado a su madre. Hablaba bastante; creo que decía: “Zago es el dios verdadero; él es el más poderoso”. Creo, porque sé muy poco inglés.

Durante el exorcismo Zago alardeaba de ser el amo del mundo, afirmando que todo se movía a su antojo, que la guerra civil en Ruanda la había provocado él y que disfrutó y se relamió con la sangre derramada. Para provocarme me decía: “¡Tus sermones no son más que cuentos! ¡Nadie los escucha!”. También solía amenazarme con que una noche me sacaría las tripas. Una vez me dijo: “Ten cuidado, porque puedo entrar dentro de ti”. Y, tras unos instantes de reflexión, añadió: “Aunque no reo que se esté muy bien en el cuerpo de un cura”. Cuando insistía y lo presionaba con mis preguntas, me decía: “Me estás tocando las pelotas”. Yo replicaba: “No sabía que los demonios tuvieran pelotas”. A lo que él rebatía: “¡Estúpido! Es una forma de hablar”. Y no dejaba de resoplar.

Les pregunté cuándo habían entrado en la mujer. Zago respondió “Entré en 1972, antes de que la mujer pisara la iglesia el día de su boda, a las doce”. Era exacto. Yo oficié la boda. A Zago le encargó esa misión un hombre, natural de Viterbo, que no deseaba que se celebrar el enlace. Más tarde, a las doce de la noche, durante una misa negra en la que se sacrificó un animal, entraron los otros demonios. El marido recordaba que, el día antes de la boda, un hombre que no deseaba que se celebrara fue a ver a un cura. Zago alardeaba de que junto a la iglesia derruida estaba su templo, con una dedicatoria grabada: AL DIOS ZAGO. Cada vez que yo pronunciaba la frase “A Dios el reino”, él se apresuraba a corregirla: “A Zago el reino”.

Cuanto más avanzaba yo con los exorcismos, más aumentaban su consternación y sus lamentos. Cuando imponía las manos sobre la cabeza de la mujer, Zago chillaba, no entendía nada y gritaba: “Me están ensuciando la casa, dejas que entre luz, ¡me estropeas la casa!”. Yo le decía que la luz es hermosa, pero él gritaba: “¡No! Las tinieblas son mi casa”. Afirmaba estar en la cabeza de la mujer. “¿Por qué estás en la cabeza?”, le pregunté, a lo cual respondió: “Desde la cabeza se controla todo el cuerpo”. La imposición de manos lo enfurecía. La mujer tenía un pequeño bulto en la cabeza y Zago me aseguró que se lo había provocado él. Su marido confirmó que el bulto había aparecido de repente, muchos años atrás. Al principio la familia se alarmó, pero los análisis revelaron que no era nada preocupante.

A menudo, yo soplaba sobre el cuerpo de la mujer, como signo sensible del soplo del Espíritu Santo, y ella se debatía y gritaba: “¡El viento arde!”. También se quejaba cuando la bendecía con agua bendita. Estas reacciones furiosas terminaban en cuanto el demonio se iba, al final del exorcismo. Durante las primeras sesiones, intentamos meter una botella de agua bendita para que la mujer la bebiera, pero fue inútil: la botella siempre permanecía vacía.

Las amenazas del demonio se iban multiplicando, porque la mujer había empezado a rezar. Desde el día de su boda, sólo había entrado en la iglesia ocasionalmente y a regañadientes, y había dejado de rezar. El demonio mimaba a la mujer, y hacía que escuchara música clásica durante horas. “¿Por qué música clásica?”, pregunté, y me contestó: “Porque a ella le gusta”. Además, se le aparecía como un joven rubio, pues sabía que a ella le gustaban los hombres rubios. De día le susurraba frases dulces y la mujer solía decir que se sentía bien con él, cuando, en realidad, lo que ocurría es que se había aislado de su entorno y vivía en su propio mundo.

Durante los exorcismos, cuando ya no aguantaba más, el demonio se alejaba. Entonces la mujer salía del estado de trance y pregunta qué había ocurrido y qué había dicho. No recordaba nada; únicamente se sentía cansada y dolorida, como si le hubieran dado una paliza. Una vez forcejeó mucho y yo, sin querer, le di un golpe en la cabeza con el hisopo. Le hice un chichón, pero ella no se dio cuenta; sólo después del exorcismo se lo tocó y sintió dolor.

Tras los exorcismos, la mujer veía al demonio deambulando por la habitación o el jardín y advertía que ya no estaba dentro de ella. Pero, al cabo de un rato, empezaba a sentir de nuevo su presencia en el interior. En una ocasión, al concluir el exorcismo, no lográbamos abrir la verja automática. La mujer salió y vio que el diablo se había interpuesto entre el mando a distancia y la verja. Con una sola bendición, la verja se abrió.

Ese verano fui de acampada al monte con los chicos de la parroquia, pero, una vez a la semana, regresaba a la ciudad para hacer el exorcismo. Cuando me veía, la mujer, ya en trance, me decía: “¿No estabas en el monte? ¿A qué has venido?”. Y proseguía con sus amenazas. Cuando terminó la acampada, volví a exorcizarla de nuevo todos los días. La fuerza y la arrogancia del demonio disminuían progresivamente, por eso la mujer lo invocaba: “Satanás, no me abandones. Satanás está aquí, entre nosotros. ¡Ayúdame, Satanás!”.

A partir del mes de julio empezó a decir que se iría. A principios de agosto dijo que se marcharía la víspera de la Asunción: “Cuando tú saques a tu monigote (la estatua de la Virgen), yo me iré”. Discretamente, le pedía a la comunidad que rezara y ayunase y anuncié que la víspera de la Asunción se produciría un gran milagro. Logré que la mujer, acompañada de su marido y un amigo, esperara en un punto del recorrido de la procesión. Al ver pasar a la Virgen, gritó mucho y se desmayó. (continuará)

lunes, 27 de junio de 2011

El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí



Desde la encomienda de Barcelona, como cada lunes, queremos compartir el evangelio dominical meditado, para ello hemos seleccionado de la página Catholic.net, el siguiente texto donde con buen criterio nos invita a “tomar la cruz” para ser dignos de Él.

Desde Temple Barcelona esperamos que su reflexión os sea grata.

Evangelio

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 10, 37-42.

El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará. Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe al Aquel que me ha enviado. Quien reciba a un profeta por ser profeta, recompensa de profeta recibirá, y quien reciba a un justo por ser justo, recompensa de justo recibirá".

Oración introductoria

Señor, cuánto me cuesta ver la cruz en mi vida. Me da miedo que se presente en mi vida, sobre todo cuando estoy acomodado a lo bueno que me puede ofrecer el mundo. Ayúdame a verte detrás de cada cruz en mi vida y dame la fuerza necesaria para vencer en los momentos en los que me da miedo estar solo.

Petición

Señor, hazme fiel a tu amistad y jamás permitas que me separe de ti.

Meditación

La pasión dolorosa del Señor Jesús suscita necesariamente piedad hasta en los corazones más duros, ya que es el culmen de la revelación del amor de Dios por cada uno de nosotros. Observa san Juan: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna» (Jn 3,16). Cristo murió en la cruz por amor. A lo largo de los milenios, muchedumbres de hombres y mujeres han quedado seducidos por este misterio y le han seguido, haciendo al mismo tiempo de su vida un don a los hermanos, como Él y gracias a su ayuda. Son los santos y los mártires, muchos de los cuales nos son desconocidos. También en nuestro tiempo, cuántas personas, en el silencio de su existencia cotidiana, unen sus padecimientos a los del Crucificado y se convierten en apóstoles de una auténtica renovación espiritual y social. ¿Qué sería del hombre sin Cristo? San Agustín señala: «Una inacabable miseria se hubiera apoderado de ti, si no se hubiera llevado a cabo esta misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si Él no hubiera venido al encuentro de tu muerte. Te hubieras derrumbado, si Él no te hubiera ayudado. Hubieras perecido, si Él no hubiera venido» (Sermón, 185,1). Entonces, ¿por qué no acogerlo en nuestra vida? (Benedicto XVI, Viernes Santo, 10 de Abril de 2009).

Reflexión apostólica

Jesús encontró a un cireneo que le ayudó a llegar, porque tenían miedo de que se les muriera en el camino; yo, al igual que él, puedo ayudar a que mis hermanos lleguen a Dios en lugar de crucificarlos con mis palabras y obras. Sube a la cruz con el hermano que sufre y despréndete de ti mismo para hacer a los demás, una cruz más llevadera.

Propósito

Ayudar a mi hermano en lo que necesite. (Hacer un favor con una sonrisa)

Diálogo con Cristo

Señor, ayúdame a ver la claridad de tu luz, aun detrás de la cruz. Que no sea ciego a tu amor, a tu fidelidad, a tu constante intervención en mi vida. Que ante tantas “lucecitas del pecado”, que me ofrecen una felicidad incierta, brille ante toda tu luz en mi vida. Y que, con mis obras, refleje tu luz, para que mis hermanos puedan alabarte y servirte también a ti.

viernes, 24 de junio de 2011

Festividad de San Juan Bautista


Desde la encomienda de Barcelona, queremos compartir con todos vosotros, aprovechando que hoy celebramos el día de San Juan Bautista, un escrito del periodista y escritor granadino especialista en temas esotéricos de la Orden del Temple, nuestro querido amigo D. Jesús Ávila Granados.

Para ello hemos extraído del libro “Codex Templi” un artículo publicado él; recordándonos una vez más su inagotable pluma literaria.

Desde Temple Barcelona, deseamos que su lectura os sea amena.

Imagen de San Juan Bautista en clara alusión a la frase: “Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.

En primer lugar, es preciso recordar que no debemos confundir a San Juan Bautista con San Juan Evangelista; el primero, relacionado con el solsticio de verano –de ahí su efemérides, el 24 de junio-, mientras que el segundo, autor del Apocalipsis, fue el más hermético de los evangelistas de Cristo, relacionado con el solsticio de invierno (festividad 27 de diciembre).

San Juan Bautista, hijo de Zacarías y de Isabel, es una de las figuras más representadas en el arte cristiano (después de Jesucristo y la Virgen María). Corrió la misma suerte que San Bartolomé y murió decapitado, a los pocos días de haber bautizado a Jesucristo en las cristalinas y sagradas aguas del Jordán.

Su nacimiento tuvo lugar un 21 de junio mientras que su muerte, por degollación, fue el 29 de agosto, como lo confirma el santoral cristiano. Numerosos estudiosos del Nuevo Testamento y de la historia medieval se han interesado por la figura de este santo, cuyo nombre se repite incesantemente en la tradición religiosa occidental. El investigador francés Alexandre Masseron explica la relación entre San Juan Bautista y la duración de los días en los siguientes términos: “Juan fue achicado de la cabeza (al ser decapitado, la altura corporal de San Juan Bautista mermó); pero el Cristo, izado a la cruz, se hizo más grande. Esta proclama anuncia también la duración del día; cuando nace Juan (21 de junio), los días comienzan a menguar; cuando nace Cristo –o el Evangelista, podríamos añadir- empiezan a crecer”. (Alexandre Masseron : Saint Jean Baptiste dans l’art. Arthaud, París, 1957).

El filósofo e investigador valenciano Juan García Atienza se muestra también muy interesado por la estrecha relación de este santo con los ciclos del rey astro: “San Juan Bautista es, en el dúo sagrado de los Juanes, la imagen popular y exotérica de un misterio equinoccial en el que se igualan los contrarios.”. (Juan García Atienza: Santoral diabólico. Martínez Roca, Barcelona, 1988; pág. 111).

Los nazarenos, rama de la secta de los ebionistas (finales del siglo I), eran conocidos como “bautistas”; también se llamaban “sabeanos” y “cristianos de San Juan”. Para ellos, el Mesías no era el Hijo de Dios, sino un profeta que quiso seguir a Juan el Bautista (lo mismo pudieron pensar algunos templarios). El pensador cristiano alejandrino Orígenes (185-253) observa que “existen algunos que dicen de Juan el Bautista que él era el Ungido (Christus)” (Orígenes, vol II). Cuando las concepciones metafísicas (conocimiento puro) de los gnósticos, que veían en Jesús al Ungido y al Logos, empezaron a ganar terreno, los primitivos cristianos se separaron de los nazarenos, quienes acusaban a Jesús de pervertir las doctrinas de Juan y de haber modificado el bautismo en el Jordán. (Cfr. Codex Nasaraeus, liber Adami appellatus, 3 vols. Trad. Mattias Norberg, Literis Berlingianis, Lund, 1815-1816).

San Juan Bautista fue el santo más venerado por los templarios. Los monjes-guerreros veneraban su doble dimensión: como guardián del Cielo y del Infierno –en estrecha vinculación con la divinidad romana Jano, cuya imagen de doble rostro tenía la capacidad de mirar simultáneamente al pasado y al futuro-.

En numerosas construcciones templarias se puede observar el mágico efecto de la irradiación solar del primer rayo del amanecer durante los solsticios y equinoccios. Uno de estos singulares edificios, que lamentablemente amenaza ruina, es la iglesia de Santa María del Camino, que se encuentra en la localidad

Soriana de Brías (exactamente, a 13 kilómetros al sur de Berlanga de Duero). Tras el examen de algunos archivos parroquiales, descubrimos que esta humilde ermita se levantó bajo la advocación de San Juan Bautista.

(El autor de este artículo descubrió en la parte superior de la bóveda una cruz paté devorada por la hiedra; despejó las ventanas saeteras e intuyó que el día 21 de junio se produciría “el milagro del solsticio”. Efectivamente, ese día, el primer rayo solar atravesó la saetera del ábside y se proyectó en el capitel opuesto, iluminando el motivo escultórico que hasta entonces permanecía en penumbra: se trataba de una escena de la Natividad).

No es una casualidad que, a pocos metros de esta sencilla iglesia, que conserva su interesante portada en archivoltas, se halle una antigua fuente romana, cuyas milagrosas aguas han curado a numerosas personas de la zona y a los viajeros que utilizaron el eje de comunicaciones de las dos calzadas antiguas que se cruzan exactamente junto al nacedero.

La Iglesia católica trasladó la festividad de San Juan Bautista –que coincide con el día más largo del año y el inicio de su decadencia solar: el solsticio de verano- del 21 de junio al 24 de este mismo mes.

Se han mantenido buena parte de las tradiciones que, desde los tiempos medievales, se vienen celebrando en todo el mundo occidental en la festividad de San Juan Bautista. Algunas vinculadas al fuego: se encienden hogueras en calles y plazas (noche de San Juan), en un intento de dar mayor fuerza al astro rey, para que preñe de luz y vida a las personas, animales y plantas con la llegada del verano, siendo, además, un claro homenaje a la fertilidad, y el ruego a las fuerzas celestiales para que las cosechas sean abundantes.

jueves, 23 de junio de 2011

Las donaciones a la Orden: IIIª parte


Desde la encomienda de Barcelona concluimos el apartado dedicado a las donaciones y patrocinios recibidos por los templarios.

Para ello hemos seleccionado el siguiente texto, el cual lo hemos extraído del libro “The Knights Templar” de la historiadora y especialista en la Orden del Temple, Mrs. Helen Nicholson.

Desde Temple Barcelona, esperamos que este apartado nos haya ayudado a entender mejor el por qué fueron admirados y a la vez envidiados por la Cristiandad.

La relación que mantenían las órdenes militares con papas y reyes les acarrearía constantes críticas, en uno y otro sentido. El hecho de que estuvieran al margen de la jurisdicción episcopal encrespaba a los obispos; el privilegio que tenían de excluir a sus propios arrendatarios de ciertos aspectos de la jurisdicción episcopal y de la Corona provocaba todavía más irritación. Los templarios colocaban una cruz en la casa de su arrendatario en cada distrito que estaba exento del pago de tributos reales, y los asociados de la orden que vivían en su propio domicilio colocaban cruces en sus viviendas para indicar que estaban al margen de la jurisdicción episcopal. Los hospitalarios, que disfrutaban también de esos privilegios, hacían lo mismo. Durante el proceso de la Orden del Temple en Inglaterra uno de los cargos imputados a los hermanos que fue objeto de una mayor atención por parte de los testigos no templarios fue que la orden denigraba la cruz, delito que incluía la mala utilización del símbolo de Cristo al colocarlo en casas que no estaban autorizadas para ostentarlo.

La aversión que sentía Matthew Paris por el Temple y el Hospital de San Juan se debía en parte a la relación que mantenían estas órdenes con el rey Enrique III, por quien el cronista no profesaba admiración alguna y cuya política desaprobaba. Del mismo modo, las críticas que lanzaban Guillermo de Tiro y Walter Map contra las dos órdenes militares en parte tenían su origen en los vínculos que mantenían ambas con el papado y en el hecho de que no tenían por qué confiar en esos príncipes para seguir existiendo y contar con su protección, tales críticas fueron imposibles de evitar.

Sin embargo, los papas y los monarcas también lanzaron críticas contra las órdenes militares por faltar a su vocación o no servirlos adecuadamente. Desde los tiempos de Alejandro III, el papado no dejó de amonestar a los hermanos de ambas órdenes por abusar de sus privilegios. En 1207, el papa Inocencio III reprendió a los templarios por abusar de sus privilegios durante los interdictos. Cuando se cerraban todas las iglesias como castigo espiritual a una comunidad, los templarios tenían autorización para oficiar los servicios en sus capillas, pero no podían permitir la entrada de ningún intruso. Podían también abrir una vez al año las iglesias sometidas a interdicto para rezar en ellas y recoger limosnas para Tierra Santa. El problema residía en que admitían la entrada de intrusos en sus capillas y en que abrían las iglesias sancionadas más de una vez al año. También dejaban que cualquiera colectara las limosnas en su nombre, sin comprobar sus credenciales, permitían el ingreso indiscriminado en sus confraternidades, incluso el de delincuentes, asesinos o adúlteros conocidos, y no obedecían las órdenes de los legados pontificios. Las críticas de Inocencio no sólo iban dirigidas a los templarios: se quejaba de los hospitalarios en términos parecidos, y también lanzó graves acusaciones contra los cistercienses. Su deseo era reformar dichas órdenes religiosas porque anhelaba mejorar la espiritualidad de la Iglesia para que ésta pudiera combatir la herejía con mayor eficacia y consiguiera recuperar los Santos Lugares.

A medida que avanzó el siglo XIII los papas fueron preocupándose más por las disputas de las órdenes militares y en cómo llevaban a cabo la defensa de los Santos Lugares. Gregorio IX se quejaba en marzo de 1238 de que habían llegado a sus oídos noticias de que los templarios no estaban defendiendo eficazmente las rutas de los peregrinos (de hecho se había firmado una tregua por aquella época en virtud de la cual los templarios no podían atacar a los musulmanes). En 1278, el papa Nicolás III (1277-1280) se dirigió por carta a la Orden del Temple, a la del Hospital de San Juan y a la de los caballeros teutónicos. En su misiva les decía que los hermanos, más que todos los otros “hijos de la luz” (cristianos), tenían que estar firmemente determinados a limpiar Tierra Santa de la contaminación (los musulmanes), pues se les había encomendado muy en especial la defensa de aquella zona. Para que no se les achacara ninguna culpa, los instaba a volver su atención a Dios y Su tierra. De no hacerlo, él mismo se encargaría de castigarlos. Probablemente el sumo pontífice se estuviera refiriendo a la participación de las órdenes en varias disputas de los estados cruzados, aunque también pasaba por alto las necesidades económicas y de personal de esas instituciones religiosas para poder combatir eficazmente al infiel. El propio papa estaba absorbido por la situación política de Italia y no hacía nada para enviar ningún tipo de ayuda a las órdenes. A diferencia de Gregorio IX, que estaba verdaderamente interesado en promover la causa de los cristianos latinos en Tierra Santa, Nicolás III parece más preocupado por alejar toda crítica de su persona.

Las quejas de Enrique III acerca de los privilegios de los templarios y los hospitalarios de las que tenemos noticia, no son más que un reflejo de las que, según se cuenta, formuló también su tío Ricardo I. Roger de Howden refería que el famoso predicador Fulco de neuilly reprendió a Ricardo por sus pecados, y le aconsejó casar a sus tres hijas, la soberbia, la avaricia y la lujuria. El monarca aprovechó con astucia la alegoría y la dirigió contra la Iglesia, aduciendo que podía casar a la soberbia con los templarios, a la avaricia con los cistercienses y a la lujuria con los obispos. En resumen, que la Iglesia pusiera en orden su casa antes de criticarlo a él. Como durante su cruzada Ricardo valoró mucho a los templarios por su caballerosidad y sus cualidades militares, resulta curioso verlo aquí calificados como miembros del clero, aunque la acusación de soberbia se ajustaba particularmente bien a su condición de caballeros.

También se suscitaban críticas cuando los gobernantes entraban en conflicto unos con otros. Si los templarios eran fieles servidores del papa, el rey de Francia y del rey de Inglaterra, ¿qué debían hacer cuando estos tres poderes se enfrentaban, como ocurrió durante el pontificado de Inocencio III, por ejemplo? Los hermanos decidían qué príncipe debía tener la preeminencia, pero entonces corrían el riesgo de acarrearse las iras de los otros. O podían optar por servir a los tres con la esperanza de preservar su neutralidad. Ésa fue la política adoptada cuando Inocencio III entró en conflicto con Felipe II de Francia y con el rey Juan de Inglaterra. Anteriormente, en otra ocasión, no les salió tan bien la jugada. En 1158, Enrique II de Inglaterra y Luis VII de Francia firmaron una alianza en virtud de la cual acordaron el compromiso matrimonial de Margarita, hija de Luis, todavía una niña de corta edad, y del mayor de los hijos vivos de Enrique, llamado también Enrique, a la sazón de tres años, para que se casaran en cuanto tuvieran edad suficiente. La dote de Margarita (el conjunto de bienes y derechos que debía aportar al matrimonio) sería el Vexin, la zona fronteriza en disputa entre el ducado de Normandía, perteneciente a Enrique (que además de rey de Inglaterra, era duque de Normandía), y los dominios de Luis. Como era habitual, Margarita fue enviada a vivir con sus futuros suegros. Luis se quedaría con el Vexin hasta que tuviera lugar el casamiento. En 1160 se renegociaron los términos del acuerdo y los castillos fueron entregados a los templarios, considerados neutrales por ambas partes. Sin embargo, a finales de aquel mismo año Enrique celebró la boda de Margarita y su hijo, y los templarios le entregaron los castillos. Luis se vengó expulsando de Francia a los templarios en cuestión: se trataba de los hermanos Osto de Saint-Omer, antiguo maestre del Temple en Inglaterra, Ricardo de Hastings, que ocupaba este mismo cargo por aquel entonces, y Roberto de Pirou, futuro comendador de Temple Hurst. Roger de Howden explica que los tres caballeros se presentaron ante Enrique, que los recibió con los brazos abiertos y los recompensó. En las crónicas del reinado de Enrique, los hermanos Osto y Ricardo aparecen mencionados a menudo entre los integrantes del séquito real. Aunque se suponía que su orden debía permanecer neutral en las disputas entre los monarcas cristianos, pusieron su lealtad en primer lugar al servicio de su rey “natural”.

Al principio, el papado y los distintos monarcas escogieron a los templarios como servidores de confianza debido a su piedad y su dedicación a la causa de la Cristiandad. Pero el ponerse al servicio del pontífice y de los reyes, los recursos de la orden dejaron de destinarse a la defensa de la Cristiandad. Así, por ejemplo, los templarios de Oriente perdieron los servicios del sabio y prudente Amaury de la Roche. Es más, el hecho de servir a los papas y a los reyes hizo que la orden se viera envuelta en asuntos políticos que acarrearon el descrédito de los hermanos. Valga a modo de ejemplo el odio que sentía Mattew Paris por el hermano Godofredo el Templario, servidor de Enrique III de Inglaterra. Y cuanto más se implicaron los templarios en el servicio de papas y reyes, más empeñada se vio su imagen de caballeros piadosos y devotos. Los templarios se apoyaron en la protección y el patrocinio de pontífices y reyes, circunstancia que contribuyó al aumento de la riqueza y la influencia de la orden, pero que al final resultaría funesta para ella. (fin del apartado)

miércoles, 22 de junio de 2011

Las donaciones a la Orden: IIª parte


Desde la encomienda de Barcelona proseguimos con el apartado dedicado a la financiación de la Orden del Temple mediante las donaciones de terceros.

En esta segunda parte la especialista en historia de la Edad Media, Mrs. Helen Nicholson, profundiza sobre los matices histórico-sociales que proporcionaron las suculentas donaciones que se ofrecían a las órdenes militares y cómo éstas fueron paulatinamente reduciéndose en el tiempo.

Para que podamos entender mejor este asunto, hemos seleccionado el siguiente texto de su libro “The Knights Templar”; del cual desde Temple Barcelona, deseamos que os muestre claridad al respecto.

Durante su cruzada de 1189-1192, Ricardo I colaboró estrechamente con los templarios, pero no fue una relación de igual a igual. Si bien baloraba los consejos militares de los templarios y los hospitalarios, el rey tenía el firme convencimiento de que era él quien estaba al mando y la finalidad de las órdenes consistía en asistirlo. Tras la conquista de Chipre, el monarca vendió la isla a la Orden del Temple, obteniendo así una suma de dinero muy necesaria para su erario. Sin embargo, los templarios fueron incapaces de administrar Chipre e intentaron vendérsela de nuevo a Ricardo, que se negó a devolverles su dinero. El rey cedió entonces la isla a Guy de Lusignan, que probablemente reparara el entuerto o donara a los templarios importantes extensiones de tierra en Chipre. Además, Ricardo dio a los templarios un nuevo maestre, Roberto de Sablé o Sabroel, antiguo almirante y vasallo suyo. Por aquella misma época, la Orden del Hospital de San Juan eligió también a un maestre inglés, Garnier de Nablus. Según ciertos documentos, en el otoño de 1192, cuando regresaba a su reino tras la campaña en Oriente, Ricardo se disfrazó de templario para no caer en manos de sus enemigos, estrategia que no dio los frutos esperados. Esta historia probablemente no sea veraz, pero lo cierto es que el rey tenía a varios templarios en su séquito.

La estrecha colaboración de los templarios con los monarcas ingleses se prolongó durante los reinados de Juan y del hijo de éste, Enrique III. Los clérigos templarios dijeron misas por las almas de ambos monarcas, y en 1231 Enrique y su esposa, la reina Leonor de Provenza, prometieron entregar sus cuerpos difuntos a la orden para que fueran enterrados en la iglesia del New Temple de Londres. Esto significaba que el New Temple se habría convertido en un mausoleo real y que habría recibido de los herederos del soberano una importante ayuda financiera a largo plazo. La ampliación de la iglesia del New Temple por parte de los templarios no se haría esperar. La orden remodeló el templo con una nueva nave rectangular que seguía los gustos arquitectónicos de la época. Pero en 1246 Enrique cambió de opinión y decidió que él y su esposa fueran enterrados en la actual iglesia de la abadía de Westminster, cuya construcción inició el monarca en 1245 en la sede de una antigua basílica. Durante los años siguientes los templarios fueron perdiendo gradualmente el favor real; seguían siendo una orden privilegiada, pero recibían menos donaciones y cada vez estaban más alejados del monarca. El limosnero real ya no era templario. Los hospitalarios, por su parte, siguieron disfrutando del favor del rey, y desde 1273 hasta 1280 el cargo de tesorero de Inglaterra estuvo en manos de un caballero del Hospital, el hermano José de Chauncey. Pero incluso los hospitalarios recibían más favores que donaciones.

¿Por qué cambió la política de los reyes respecto a los templarios? No es una pregunta fácil de responder. Cambió no sólo en Inglaterra, sino también en Irlanda, donde al prior del Hospital le fueron confiadas importantes responsabilidades administrativas, financieras y militares a finales del siglo XIII, mientras que a los templarios únicamente se les pedía que revisaran las cuentas de la tesorería. Es probable que en la segunda mitad del siglo XIII los hospitalarios de las islas Británicas atrajeran a sus filas a individuos que podían convertirse en administradores capacitados, mientras que los templarios no lo hicieron: la doble vocación militar y hospitalaria de los primeros quizá atrajera a individuos más versátiles que la estricta vocación militar de los segundos. Tal vez los hospitalarios estuvieran más dispuestos a ser empleados como administradores, mientras que los templarios se concentraron con más resolución en la defensa de Tierra Santa. Quizá Enrique III creara su propio modelo de patrocinio, emprendiendo la reconstrucción de la abadía de Westminster, y en su afán de desarrollar una imagen de monarca piadoso, tal vez sintiera que ya no era necesario seguir el modelo de patrocinio de sus antepasados. Quizá no tuviera el mismo interés por las cruzadas que sus predecesores; aunque tomó tres veces la cruz, dando a entender que pretendía emprender una cruzada, al final nunca lo hizo. Tal vez cuando el hermano Godofredo el Templario cesó en sus cargos de limosnero y camarero mayor del rey, el vínculo personal de Enrique con los templarios fuera diluyéndose cada vez más, y el monarca dejara de interesarse por la orden. Según parece, Enrique también empezó a ver que la colaboración con las órdenes militares resultaba igual de difícil y obstructiva que la que pudiera mantener con cualquier otra orden religiosa de Inglaterra, y consideró que habían recibido tantos privilegios y propiedades que socavaban su autoridad. Los problemas financieros del monarca también tuvieron mucho que ver con este asunto. El cronista Matthew Paris cuenta que Enrique criticaba a los hospitalarios y a los templarios por sus excesivos privilegios, y que el monarca decía que iba a recuperar lo que sus predecesores les habían concedido porque las órdenes se habían vuelto muy orgullosas. En esta ocasión Mathew Paris se pone del lado de las órdenes militares y en contra del soberano, y cuenta cómo el prior del Hospital en Inglaterra se levantó delante de Enrique y le recordó que sólo seguiría siendo rey si actuaba con justicia.

Aunque a partir de 1240 su relación con el rey de Inglaterra no volvería a ser la misma, los templarios siguieron siendo unos servidores apreciados. Eduardo I puso mucho interés en que el maestre de la orden en Inglaterra le rindiera homenaje y le ofreciera sus servicios militares, al igual que hicieran otros señores seculares y órdenes religiosas; los templarios eran sus fieles vasallos. Su hijo, Eduardo II (1307-1327), valoraba a los templarios por los servicios prestados pasados y presentes. Cuando en noviembre de 1307 el papa Clemente V ordenó a este monarca que procediera a la detención de todos los templarios, Eduardo replicó: “Los susodichos maestre y hermanos han sido constantes en la pureza de la fe católica y han recibido nuestros elogios y los de todo nuestro reino por su forma de vida y por sus costumbres. No nos podemos creer semejantes acusaciones a no ser que se nos ofrezcan más pruebas de ellas”. Rogaba al papa que no creyera las mentiras que le habían contado acerca de la orden. […]

[…] El cambio de actitud de los reyes de Francia hacia las órdenes militares es un reflejo del nuevo ambiente religioso que empezó a respirarse en el siglo XIII y del giro que experimentó la política de la Corona. Uno de los principales motivos de que se realizaran donaciones a órdenes religiosas era ganarse el apoyo de éstas, además de poder influir en ellas, pero como iba creciendo la estabilidad política en el mundo cristiano de Occidente, la necesidad de llevar a cabo ese tipo de donaciones fue disminuyendo. En el siglo XIII los modelos de piedad comenzaron a encuadrarse en un marco personal en lugar de institucional. Los piadosos donantes dejaron de ser tan proclives a favorecer una gran orden institucionalizada, y cada vez más tendieron a patrocinar, por ejemplo, un hospicio de su ciudad o región en el que se atendía a los pobres y enfermos del lugar, o a fundar una capilla de clérigos cantores en beneficio exclusivo de su alma. En consecuencia, a mediados del siglo XIII, las donaciones a órdenes religiosas estaban en franca decadencia. […]

[…] Todos esos cambios provocaron a comienzos del siglo XIV una grave reducción de los ingresos de las órdenes religiosas. Llegaron al mismo tiempo que la inflación, de la que en parte fueron resultado, y esa inflación vino a reducir el valor de las rentas monetarias, lo que animó a los terratenientes a encargarse de la explotación de sus propiedades en lugar de arrendadas, aunque esto comportara un coste superior de los cultivos. Esos cambios fueron causa de muchos problemas para las órdenes militares –cuyos gasto en Oriente aumentaban con la misma velocidad que disminuían las donaciones en Occidente-, las cuales se vieron obligadas a sacar el máximo rendimiento de sus propiedades y privilegios en Occidente para conseguir todos los ingresos que les fuera posible; pero esta actitud haría que recayeran sobre ellas numerosas críticas. (continuará)

martes, 21 de junio de 2011

Las donaciones a la Orden: Iª parte


Desde la encomienda de Barcelona, abrimos un nuevo apartado dedicado a las donaciones que recibió la Orden del Temple a lo largo de su andadura.

Para ello hemos seleccionado un texto de la especialista en “templarismo”; la anglosajona Helen Nicholson de su libro “The Knights Templar”.

Desde Temple Barcelona deseamos que su lectura la encontréis atrayente.

Los príncipes y los papas no sólo exigieron los servicios de las órdenes militares, sino que también les concedieron numerosas donaciones y su ayuda. La principal motivación que se escondía detrás de una donación religiosa era la esperanza de la salvación. Las donaciones también suponían prestigio social para quien las realizaba; el hecho de que alguien pudiera permitirse conceder una donación ponía de manifiesto su grandeza. Además, proporcionaban al donante influencia sobre quien las recibía. Eran esenciales para la supervivencia de una orden, pero también restringían sus acciones porque la orden debía tener contentos a sus donantes para poder seguir recibiendo su apoyo. Como no podían permitirse ofender a sus donantes, no podían negarse a las peticiones que éstos les hacían, ni siquiera cuando dichas peticiones suponían una merma considerable de sus recursos y suscitaban las críticas de otros.

El apoyo que prestaba la Santa Sede a los templarios se debía al papel desempeñado por la orden en la defensa de la Cristiandad. Las bulas papales comparan a estos caballeros con los macabeos; los templarios aparecen también como los athletae Christi, “los paladines de Cristo”, o los pugiles Christi, “luchadores de Cristo”. Representaban el amor de Cristo, pues estaban dispuestos a entregar su vida por sus compañeros cristianos. Varios papas sucesivos confirmaron los privilegios eclesiásticos del Temple y ordenaron a los obispos que velaran por su cumplimiento. Intentaron proteger a la orden de la azarosa violencia endémica de la sociedad de la época, y concedieron a los hermanos el derecho a defenderse en caso de ataque. También intervinieron en algunas causas relacionadas con la orden, y animaron a los templarios a seguir su lucha contra los enemigos de la Cristiandad.

La principal motivación que impulsó a los príncipes seculares a realizar donaciones a las órdenes militares fue su deseo de contribuir a la defensa de la Cristiandad en Oriente. Como las cruzadas eran consideradas una responsabilidad particular de todos los monarcas cristianos, estos reyes recibieron muchas presiones de tipo moral para que dieran su apoyo a las órdenes militares. Para los nobles las cruzadas suponían aumentar su prestigio, además de constituir una parte fundamental de la caballería. Si no podían ira a las cruzadas, tenían que realizar una donación a alguna orden militar; si podían, era recomendable que también lo hicieran porque la orden proporcionaba ayuda práctica a los cruzados en Oriente.

Únicamente podemos conjeturar las razones de que eligieran una u otra orden. La tradición familiar era un factor importante en las donaciones religiosas: los nobles mantenían vínculos con casas religiosas que ya estaban relacionadas con su familia. Criados y vasallos, siguiendo el ejemplo de su señor, solían ofrecer donaciones a esas mismas órdenes. Algunos donantes, especialmente los más humildes que tenían menos recursos para viajar, se decidían por la casa religiosa más próxima que fuera de su agrado. A veces las relaciones familiares y la amistad personal podían convertirse en el factor decisivo que determinaba la elección del donante. Matilde de Boulogne, reina de Inglaterra, cedió la aldea de Cressing, en Essex, a los templarios en la primavera de 1137. Los tíos de la soberana, Godofredo de Bouillon y Balduino de Edesa, habían sido los dos primeros monarcas del reino de Jerusalén, mientras que su padre, Eustacio, había sido el primero en la línea sucesoria de este reino a la muerte de Balduino en 1118. Matilde tenía fuertes intereses dinásticos en el reino de Jerusalén y quería dar su apoyo a la orden religiosa que ayudaba a defenderlo. En cambio, no realizó donación alguna al Hospital de San Juan. No sabemos qué otros vínculos de su familia con los templarios pudieron motivar su elección de la orden del Temple y no la del Hospital, por lo que sólo cabe hacer conjeturas al respecto; por ejemplo, algunos de los primeros caballeros templarios, como Godofredo de Saint-Omer y Archimbaldo de Saint-Amand, eran oriundos de los Países Bajos y la región de Boulogne. Godofredo en concreto era vasallo de los condes de Boulogne.

Más tarde Matilde cedería a los templarios las aldeas de Witham, en Essex, y Cowley, en Oxfordshire. Todas sus donaciones fueron confirmadas por su esposo, el rey Esteban de Inglaterra, que a su vez era hijo de uno de los principales dirigentes de la primera cruzada. Aunque el predecesor de este monarca, Enrique I de Inglaterra, entregó a Hugo de Payns cierta cantidad de dinero en 1128, permitiéndole, además, recoger donaciones en Inglaterra, fue la generosidad de Matilde la que puso los cimientos de una larga y estrecha colaboración entre la Orden del Temple y los monarcas ingleses.

Las donaciones de los reyes de Inglaterra fueron de índole diversa. Los monarcas prefirieron conceder dinero y privilegios antes que tierras. La orden tenía autorización para talar los bosques reales con el fin de dedicarlos a la agricultura, práctica que normalmente suponía una multa cuantiosa. Enrique II perdonó a los hermanos por haber despejado grandes superficies de sus bosques.

El perdón por haber deforestado una superpie tan extensa en Garway parece sumamente generoso, pero es probable que Enrique considerara que la presencia de los templarios en la región redundaba en su propio beneficio, Garway se encuentra en la Marca Galesa, una zona que era administrada por un grupo de poderosos nobles que no siempre acataban la autoridad real como deseaba el soberano. Los templarios, en su calidad de leales servidores de Su Majestad, se convertían por esa concesión en señores de la autoridad real en la zona, aunque como estaban desarmados, y la encomienda de Garway no estaba fortificada, difícilmente pudieran desempeñar ese papel.

Los templarios tuvieron muy pocas propiedades en esa zona de Gran Bretaña, donde los hospitalarios estuvieron mucho mejor representados. Tuvieron algunas propiedades en Monmouthshire y Glamorgan. En 1156, en la península de Gower, contaron con una iglesia y una casa solariega en Llanmadoc, donación de la condesa Margarita de Warwick, señora de Gower. También dispusieron de un molino en el puente del castillo de Pembroke y en la aldea de Templeton, en Pembrokeshire. Eran todos territorios muy disputados, por cuya titularidad se habían enfrentado los señores anglonormandos de la región y los príncipes galeses de Deheubarth. Como ocurriera en Europa oriental, la cesión de tierras que eran objeto de rencillas a las órdenes militares era una manera de establecer las fronteras en litigio y de ganarse el favor de Dios. Pero la mayoría de esas donaciones de tierras del sur de Gales y de la Marca Galesa fueron realizadas a la Orden del Hospital de San Juan. Tal vez se considerara que los templarios estaban muy próximos al rey de Inglaterra, y ni unos (los señores de la Marca) ni otros (los príncipes galeses) deseaban que el monarca inglés ganara en la región más influencia de la necesaria.

Enrique II también concedió a los templarios un marco de plata anual por cada condado de Inglaterra, y la misma cantidad por cada castillo, pueblo y ciudad que generaran al monarca unos ingresos superiores a las cien libras al año. Uno de los arrendatarios (que recibía el nombre de hospes) de todos sus distritos quedaba exento del pago de tributos al rey. La orden también recibía cincuenta marcos al año para el mantenimiento de un caballero en Tierra Santa. Los tres venados que Enrique regalaba anualmente a los templarios, pasaron a ser cuatro en tiempos del rey Juan e iban destinados específicamente al capítulo provincial de la orden con motivo de la festividad de Pentecostés. Eduardo I de Inglaterra ratificó la donación de los cincuenta marcos anuales, pero el regalo de los venados dejó de realizarse en 1272, a la muerte de Enrique III.

La orden también recibió diversos privilegios legales, en virtud de los cuales sus arrendatarios no quedaban sometidos en parte a la jurisdicción de la Corona. El 6 de octubre de 1189 Ricardo I concedió a los templarios numerosas exenciones del pago de impuestos que, además, les permitía disfrutar de su propia independencia frente a la jurisdicción real. En virtud de dichas exenciones los templarios podían comerciar más fácilmente en Inglaterra