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jueves, 2 de junio de 2011

Luis de Francia: Iª parte.


Desde la encomienda de Barcelona queremos hablaros de otra figura de relieve durante las Cruzadas. Se trata del fiel rey francés, Luis de Francia.

Comprometido con los ideales caballerescos y llevado por la perseverancia de recuperar a los infieles las tierras donde vivió y murió Nuestro Señor Jesucristo, el novelista Piers Paul Read, con explícita pluma nos presenta al monarca francés como un valiente cristiano.

Por ello hemos seleccionado de su libro “The Templars” el siguiente texto que no tiene ningún desperdicio. Deseamos desde Temple Barcelona que su lectura os transporte en el tiempo.

En Europa occidental, la agria rivalidad entre el papado y el emperador Federico no le permitía al líder laico de la cristiandad asumir esa función. De cualquier modo, Federico sentía que sus enemigos de Palestina, en particular los Templarios, se habían echado encima su propio destino al romper la tregua que él había construido cuidadosamente con los ayubíes de Egipto.

Había un solo monarca europeo en posición de conducir una nueva cruzada, y ése era el rey Luix IX de Francia. Providencial, o una simple coincidencia, en el mismo año de la catastrófica derrota de La Forbie, y tras haber contraído probablemente la malaria, Luis se sintió lo suficientemente cerca de la muerte como para resolver que, si se recuperaba, tomaría la cruz.

Hijo de una madre ejemplar, Blanca de Castilla, y casado con Margarita de Provenza, ambos de familias con una larga tradición de servicio en la guerra contra el Islam, Luis había heredado el trono de Francia en su infancia, conservándolo gracias a la vigorosa regencia de su madre. A los quince años, Luis había comandado un ejército en una campaña contra el rey de Inglaterra, Enrique III. Apuesto, de buen humor, tempestuoso, en ocasiones irritable, Luis, en contraste con Federico II, era profundamente devoto y no albergaba dudas sobre la fe católica. Al principio de su reinado, según el Tratado de París, estableció el dominio francés sobre Languedoc y terminó al fin con la herejía de los cátaros. No tenía ningún reparo en usar la fuerza para defender la religión cristiana: “Un caballero –le dijo a su amigo Juan de Joinville-, toda vez que sea insultada la religión cristiana, sólo debe tratar de defender sus principios con su espada, y debe clavarla en el vientre del sinvergüenza todo lo hondo que entre.” Aunque las palabras de Luis quizá no fueran tan brutales como Joiville las recordó en su vejez, están en marcado contraste con la postura escéptica del emperador Federico II.

A diferencia de Federico, Luis estuvo felizmente casado con una sola mujer. Su amor por Margarita de Provenza provocó los celos de su madre: de recién casados, tenían cuartos separados, sólo se atrevían a encontrarse en las escaleras y volvían a sus habitaciones cuando los sirvientes les avisaban de que la Reina Madre se aproximaba. Durante la cruzada, Joinville le reprochó a Luis por esperar a que terminase la misa antes de levantarse para saludar a Margarita, que había llegado en ese momento con su hijo recién nacido; pero eso fue quizás un indicador de su devoción y no de indiferencia hacia su mujer. No hay evidencia de ningún distanciamiento: Margarita le dio al rey once hijos.

A Luis IX le apasionaban las reliquias. Le compró la corona de espinas a Balduino, el emperador latino de Bizancio, y la llevó descalzo por las calles de París hasta la exquisita capilla que construyó para albergarla, la Sainte-Chapelle de la Ile de la Cité. Dotó de fondos además a diversas fundaciones religiosas, entre ellas la abadía de Royaumont, pero no permitiría que los obispos franceses lo intimidasen, y medió en el conflicto entre el Papa y el emperador. El celo de Luis por la justicia y su escrupulosa atención a las necesidades de los pobres le valieron su reputación de santo y un prestigio sin parangón, pero fue tomar la cruz lo que caracterizó su reinado: “La cruzada tenía todavía su lugar como la más alta expresión de las ideas caballerescas de la aristocracia occidental”.

Una vez hecho el voto, Luis preparó la cruzada con la misma eficiencia que había mostrado al someter a sus vasallos rebeldes y reorganizar la administración de Francia. Su primer objetivo fue recaudar el dinero con el que financiar su expedición. Lo hizo mediante un impuesto del veinte por ciento sobre los recursos de la Iglesia y subvenciones de las ciudades. Como el puerto de Marsella se hallaba en ese momento bajo la soberanía del emperador, Luis construyó en territorio propio una nueva salida al Mediterráneo, el puerto de Aigues Mortes. Desde allí se embarcó a Tierra Santa el 25 de agosto de 1248. Renuentes, sus hermanos y muchos de sus vasallos fueron con él. Lo mismo hicieron su esposa, la reina Margarita, y sus hijos: Francia quedaba a cargo de su madre, Blanca de Castilla.

Se sumaron a Luis cruzados extranjeros, como Juan de Joinville, el senescal de Champagne. El punto de reunión de las fuerzas occidentales fue Chipre, donde, gracias a una cuidadosa planificación, se habían almacenado provisiones para las tropas del rey, compuestas por unos 25.000 hombres, entre ellos 5.000 ballesteros y 2.500 caballeros. El rey permaneció allí todo el invierno. En enero de 1249 envió a dos predicadores dominicos como emisarios ante el kan mongol, esperando que la naciente potencia asiática a su mando, al parecer bien dispuesta hacia la cristiandad, uniera fuerzas contra el Islam.

Coincidiendo con el cardenal Pelagio en que sólo se podía asegurar Tierra Santa sometiendo Egipto, y sin inmutarse por el fracaso de la cruzada anterior, Luis y su ejército zarparon a finales de mayo hacia el delta del Nilo. Al amanecer del 5 de junio, la flota latina ancló frente a Damietta. El ejército musulmán, comandado por el amigo del emperador Federico, Fakhr ad-Din, esperaba en la costa. “Era un cuadro para cautivar la vista –recordaba Joinville en su vejez-, porque todas las armas del sultán eran de oro; y, cuando les daba el sol, brillaban resplandecientes. El ruido que hacía ese ejército con sus redoblantes y cuernos sarracenos era aterrador.” Las fuerzas latinas no eran menos vistosas: la galera del conde de Jaffa “estaba cubierta, arriba y abajo del agua, de blasones pintados que llevaban sus armas […] Tenía en su galera por lo menos trescientos remeros; junto a cada remero había un pequeño escudo con las armas del conde, y unido a cada escudo, un pendón con las mismas armas bordadas en oro”.

Pese al consejo de esperar a una parte de su flota que se había dispersado por la tormenta, Luis ordenó desembarcar y, una vez clavada la oriflamme en la playa, condujo a sus caballeros contra los sarracenos; incapaces de resistir el ataque franco, los musulmanes retrocedieron hasta Damietta y abandonaron luego la ciudad, tras incendiar el mercado. Fue una victoria rápida y fácil, por la que Luis dio gracias a Dios; pero, al recordar el destino de la quinta Cruzada a las órdenes del cardenal Pelagio, no persiguió a los egipcios. En su lugar, instituyó la ciudad de Damietta como capital eventual de Outremer, envió a buscar a Acre a la reina Margarita y esperó a que llegaran refuerzos de Francia conducidos por su hermano Alfonso, conde de Poitou, a la vez que bajaban las aguas del Nilo.

El 20 de noviembre Luis se sintió listo para marchar sobre Egipto. Rechazando el consejo que le daban los barones de Outremer de atacar el puerto de Alejandría, su hermano Roberto, conde de Artois, lo convenció de avanzar al sur por la ribera este del Nilo, hacia Mansurah. En la vanguardia del ejército estaban los caballeros del Temple comandados por su gran maestre, Guillermo de Sonnac, elegido tras la muerte de Armando de Périgord en una prisión egipcia. Detrás de ellos se encontraba el conde de Artois y un contingente inglés encabezado por el conde de Salisbury. Guiada por un beduino renegado y sin esperar el resto del ejército como había ordenado el rey Luis, esa fuerza atacó el campamento sarraceno mientras su comandante, Fakhr ad-Din, tomaba un baño. Sin perder tiempo en ponerse su armadura, ad-Din entró en batalla y fue aniquilado por los Templarios.

Roberto de Artois se dispuso entonces a perseguir a los sarracenos que retrocedían a Mansurah. El gran maestre templario trató de detenerlo. Ya le había irritado que el hermano del rey hubiese usurpado la posición de los Templarios en la vanguardia. Las crónicas difieren respecto de lo que sucedió después. Juan de Joinville, todavía con el grueso del ejército en la margen sur del río, escribió más tarde que Guillermo de Sonnac insistía en que el conde de Artois debía esperar a que los Templarios condujeran el ataque; pero como el caballero que sujetaba la brida del conde era sordo, no consiguió enviarle el mensaje. Según el cronista Matthew Paris, Roberto de Artois escuchó muy bien al gran maestre, pero le respondió con insultos, repitiendo la calumnia de Federico II de que los Templarios no tenía ningún interés en una victoria definitiva porque la Orden sacaba provecho de las constantes guerras. Cuando el conde de Salisbury sugirió que quizás el gran maestre tenía la ventaja de la experiencia en la lucha contra los sarracenos, Roberto de Artois le respondió que él también era un cobarde, clavó las espuelas en los flancos de su corcel y se alejó galopando para ponerse al frete de sus caballeros franceses. (continuará)

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