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sábado, 30 de julio de 2011

El Templo de Salomón: IIIª parte


Desde la encomienda de Barcelona, con esta nueva parte dedicada al Templo de Salomón y que hemos vuelto a extraer del libro “The Templars”, efectuado por el novelista Piers Paul Read, concluimos con el apartado.

Esta vez el autor nos brinda la posibilidad de introducirnos en las distintas disputas por el control de la tierra palestina: guerras, batallas y conspiraciones históricas, se entremezclan entre sí; invitándonos a comprender que la historia se repite y que los sagrados lugares de Tierra Santa han sido, son y nos tememos que también continuará siendo codiciados por numerosos pueblos.

Desde Temple Barcelona deseamos que este nuevo acercamiento histórico al Templo de Salomón os haya sido gratificante.

Los sucesores de Herodes tuvieron menos éxito que éste en cuanto a mantener bajo control esa incipiente rebeldía. El testamento de Herodes, modificado por él mismo varias veces, disponía dividir su reino entre tres de sus hijos: Arquelao, Herodes Antipas y Herodes Filipo. El emperador Augusto confirmó este arreglo, pero le negó el título de rey a Arquelao, nombrándolo solamente etnarca (o gobernador) de Judea y Samaria hasta que tras nueve años de gobierno incompetente, lo destituyó del cargo desterrándolo a la ciudad de Viena, en Galia. Judea fue puesta bajo la regencia directa del procurador romano; primero Coponio, luego Valerio Grato y, en 26 d. C., Poncio Pilatos.

Esta disposición no aseguró la estabilidad de Palestina. Si bien la aristocracia judía y el establishment saduceo hicieron lo posible para contener el resentimiento de su gente, los pesados gravámenes impuestos por los romanos y su insensibilidad hacia las creencias religiosas de los judíos condujeron a esporádicas revueltas y, finalmente, a una guerra abierta. Lo insurgentes judíos tomaron Masada y acabaron con la guarnición romana. En el templo, Eleazar, el hijo del sumo sacerdote Ananías, convenció a los sacerdotes de que abolieran los sacrificios ofrecidos por Roma y por el César. Este gesto de desafío derivó en una insurrección general: fue capturada la fortaleza Antonia y asesinado Ananías, atrincherándose luego los romanos en las torres fortificadas del palacio de Herodes. En Cesarea, la capital administrativa de los romanos en la costa, los gentiles atacaron y masacraron la colonia judía. Esa atrocidad enfureció a los judíos de toda Palestina, quienes saquearon ciudades griegas y sirias como Filadelfia y Pella, matando a sus habitantes en venganza.

En septiembre de 66 d. C., el legado romano en Siria, Cestio Galo, salió de Antioquía con la Duodécima Legión para restaurar el orden en Palestina. Los insurgentes judíos de Jerusalén se aprestaron a resistir. Luego de algunas escaramuzas en las afueras de la ciudad, Cestio ordenó retroceder. Su retirada se convirtió en una derrota aplastante. Los judíos quedaron como dueños de su propia tierra y comenzaron a organizar sus defensas contra el regreso de los romanos.

En vista de la catástrofe que los abrumaría, parece sorprendente que los judíos pensaran que podían desafiar el poder de Roma. Por supuesto, hubo quienes “veían con toda claridad la calamidad que se avecinaba y se lamentaban abiertamente”, pero la gran mayoría estaba totalmente convencida de que el momento de su destino había llegado. Ellos eran, después de todo, el pueblo elegido de Dios, y desde sus primeros tiempos los profetas les habían prometido no sólo la liberación, sino un liberador mencionado como “el ungido” o, en hebreo, Messiah. Las promesas de Dios a Abraham e Isaac habían sido que una salvación de una clase no especificada llegaría a través de su progenie, pero posteriormente ese concepto de salvación se había combinado con la idea de un rey descendiente de David cuyo reinado sería eterno. Iba a ser un héroe específicamente judío (“Mirad que viene el tiempo, dice el Señor, en que yo haré nacer de David un vástago, un descendiente justo, el cual reinará como rey, y será sabio, y gobernará la tierra con rectitud y justicia. En aquellos días suyos, Judá estará a salvo, e Israel vivirá tranquilamente), pero cuya soberanía sería universal (“Y dominará de un mar a otro, y desde el río hasta el extremo del orbe de la tierra […] Lo adorarán todos los reyes de la tierra, todas las naciones le rendirán homenaje”). Fue la poderosa sensación de expectativa mesiánica lo que infundió valor a los judíos de la Palestina del siglo I para desafiar el poder de Roma. […]

[…] Los fariseos eran los más ruidosos en su oposición al gobierno de Roma; y entre los fariseos había sectas austeras y fanáticas como la de los esenios, quienes vivían en comunidades cuasi-monásticas, y los zelotes, una facción terrorista que despreciaba profundamente no sólo a los romanos sino a todo judío que colaborase con ellos. Enviaban asesinos conocidos como sicarios (de la palabra griega sikarioi, que significa “hombres de la daga”) a mezclarse entre la multitud y ultimar a sus enemigos. Un contigente de zelotes galileos refugiado en Jerusalén le hizo una guerra de clase a sus anfitriones.

Cuando el emperador Nerón recibió noticias de la derrota de Cestio Galo, convocó a un veterano general, Vespasiano, y lo puso al mando de las fuerzas romanas en Siria. Vespasiano envió a su hijo Tito de Alejandría, donde buscaría a la Decimoquinta Legión para reunirse con él en Ptolemaïs. Este ejército combinado entró en Galilea y, con gran dificultad, redujo los bastiones mantenidos por los judíos insurgentes, masacrando o esclavizando a sus habitantes. Cada ciudad fue ferozmente defendida, en particular Jopata, al mando de Josef ben-Matias, quien más tarde se pasó al bando romano, cambió su nombre por el de Josephus y escribió la crónica de este conflicto en su Guerra Judía.

En medio de esta campaña, el emperador Nerón fue asesinado, y el mismo final tuvo Galba, su sucesor. Sobrevino entonces una guerra civil entre los pretendientes al trono, Otón y Vitelio, de la cual Vitelio salió victorioso. En Cesarea, las legiones repudiaron a Vitelio y proclamaron emperador a Vespasiano. El gobernador de Egipto, Tiberio Alejandro, lo apoyó, y lo mismo hicieron las legiones de Siria. En Roma, los partidarios de Vespasiano derrocaron a Vitelio y proclamaron a Vespasiano heredero del trono imperial. La noticia alcanzó a éste en Alejandría, desde donde se embarcó a Roma dejando a su hijo, Tito, la misión de consumar el sometimiento de los judíos rebeldes. […]

[…] El resultado final no estaba en duda, pero cada sector de la ciudad fue encarnizadamente disputado. Primero cayó la fortaleza Antonia; el templo, sin embargo aún resistía. Durante seis días los arietes de las legiones romanas martillearon los muros del templo sin hacer mella en los enormes bloques tan pulidamente labrados y sólidamente unidos por los albañiles de Herodes. Igualmente infructuoso fue un intento de minar la puerta norte. No queriendo arriesgar más bajas en un asalto a fondo salvando los muros, Tito ordenó a sus hombres incendiar las puertas. Los revestimientos de plata se derritieron con el calor y la madera comenzó a arder. El fuego se esparció hasta las columnatas, abriendo una brecha para los soldados romanos por entre la mampostería en llamas. Era tal su furia contra los judíos que los civiles fueron masacrados junto con los combatientes. Según narra Josephus, quien tenía mucho interés en exculpar a su protector ante los judíos en la Diáspora, Tito hizo todo lo posible por salvar el Tabernáculo; pero sus hombres le prendieron fuego. Así, lo que Josephus describe como “el edificio más maravilloso jamás visto o conocido, tanto por su tamaño y construcción como por la espléndida perfección de los detalles y la gloria de sus lugares sagrados”, fue destruido.

Tal era la solidez de sus fortificaciones y la determinación de sus defensores, que a Tito y sus legiones le llevó seis meses capturar Jerusalén: desde marzo hasta septiembre de 70 d. C. La población fue prácticamente aniquilada. Aquellos que se habían refugiado en las cloacas de la ciudad morían de hambre, o bien se mataban ellos mismos, o eran aniquilados por los romanos al salir. Josephus estimó que más de un millón de personas murieron en el sitio de Jerusalén, siendo esclavizados todos los supervivientes. Tito dejó una guarnición en la ciudadela y ordenó que el resto de la ciudad, incluyendo lo que quedaba del templo, fuera arrasado. Retirándose a Cesarea, celebró su cumpleaños el 24 de octubre viendo a prisioneros judíos morir en la arena bajo las garras de animales salvajes, o matándose entre sí, o quemados vivos. Cuando volvió a Roma, Tito y Vespasiano, vistiendo túnicas escarlata, celebraron su triunfo. Por las calles fueron arrastradas carretas cargadas con los magníficos tesoros saqueados de Jerusalén, entre ellos el candelabro de oro del templo, junto con columnas de prisioneros encadenados. Cuando la procesión llegó al Foro, el líder superviviente de los rebeldes judíos Simón ben-Gioras, fue ejecutado ceremoniosamente, tras lo cual los vencedores se retiraron a disfrutar del suntuoso banquete preparado para ellos y sus invitados.

En Palestina, bandas de insurgentes resistían aún en las inexpugnables fortalezas de Herodes: Herodium, Machaerus y Masada. Herdium cayó sin dificultad; Machaerus se rindió; pero Masada seguía en manos de los zelotes al mando de Eleazar ben-Jair, un descendiente de Judas Macabeo. En una extraordinaria fortaleza, construida sobre una aislada meseta montañosa a unos cuatrocientos metros de altura sobre la costa oeste del mar Muerto, había una mil personas, entre hombres, mujeres y niños. El gobernador romano, Flavio Silva, rodeó la fortaleza y construyó una rampa para permitir que un ariete hiciera una brecha en el muro.

Los zelotes resistieron al principio, pero, cuando se hizo evidente que los legionarios abrirían una brecha de un momento a otro. Eleazar convenció a sus seguidores de que era mejor morir a manos propias que ser asesinados por los romanos. Después de quemar sus posesiones, cada padre mató a su familia; luego, se eligieron a diez hombres al azar para matar a sus compañeros, y finalmente uno de ellos, nuevamente elegido al azar, mató a los otros nueve antes de quitarse a sí mismo la vida con su espada. (fin del apartado)

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