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martes, 26 de julio de 2011

Padre Gabriele Amorth: una vida consagrada a la lucha contra Satanás


Desde la encomienda de Barcelona, recuperamos nuevamente el apartado dedicado a las experiencias de uno de los mayores exorcistas de la historia contemporánea. Se trata del padre Amorth, donde gracias a su libro “Memorie di un esorcista –la mia vita in lotta contro Satana-“.

Para ello hemos seleccionado unos textos del mencionado libro donde nos habla de que la fe en la bondad de Cristo y de la Señora de los Cielos es indispensable para derrotar a las fuerzas del mal.

Desde Temple Barcelona, deseamos que su lectura os sea propicia para la fe en Nuestro Señor Jesucristo.

Un cambio profundo

En estos veintitrés años, ¿cómo ha cambiado usted personalmente?

Indudablemente ser exorcista ha fomentado muchísimo mi fe y mi oración, las ha reforzado. Invité a un famoso exorcista a uno de nuestros congresos, cuando yo aún era presidente y los organizaba, y recuerdo que dijo: “A veces el demonio se divierte revelando los pecados del exorcista o de alguno de los presentes. Por tanto, como pueden imaginar, cuando practicaba exorcismos yo procuraba estar limpio, muy limpio”.

También recuerdo varios episodios que contó el padre Candido. Un día un sacerdote le dijo claramente que no creía en el demonio ni en los exorcismos. El padre Candido replicó: “Ven a verlo un día”. El padre me contó que este cura permaneció en pie, con las manos en los bolsillos. En la Escalera Santa los exorcismos se hacen en la sacristía y el cura estaba allí plantado, con aire más bien despectivo. De pronto, el demonio se dirigió a él y le dijo: “Tú no crees en mí, pero crees en las mujeres, vaya si crees en ellas”. Según me dijo el padre Candido, el cura retrocedió en dirección a la puerta, avergonzado, y salió de la sacristía.

Desde luego, practicar exorcismos ha reforzado mi fe, mi oración y también mi caridad. Fe, oración y caridad. Yo también procura estar limpio, para que ese señor no pueda reprocharme nada. Mientras el cardenal Poletti escribía el documento para otorgarme la facultad de exorcizar, yo le pedí a la Virgen: “Envuélveme en tu manto y protégeme, soy tuyo”. Me llamo Gabriele, mi patrón es el arcángel y siento gran devoción por mi ángel de la guarda. Ya ve, mis defensores son la Virgen, el arcángel Gabriel y mi ángel de la guarda. En varias ocasiones los demonios me han dicho: “A ti no podemos hacerte nada, porque estás muy bien protegido”.

Ahora me paso los días aquí dentro y también en otro lugar, porque aquí, en mi casa, me han prohibido practicar exorcismos: “No queremos oír gritos, ni que la gente se asuste”, dicen. Sigo trabajando mañana y tarde, pero aquí sólo trato a personas que no gritan ni se ponen furiosas, aunque siempre hago alguna excepción.

A algunos hay que atarlos

¿Y dónde trata los casos más graves?

Dos veces a la semana voy a una iglesia del centro de Roma, la iglesia (no es una parroquia) de la Inmaculada, en la calle Emanuele Filiberto. Por la mañana, después de la misa de ocho, cierran la iglesia y la abren a las cinco de la tarde. La lleva un cura muy amable; ahora está jubilado, pero fue un gran profesor de cristología en la Universidad Lateranense. Es autor de varios libros sobre Jesucristo y, además de tener una mente privilegiada, es muy generoso. Me da las llaves y me deja trabajar en su iglesia. Dos veces a la semana, los martes y los viernes, trato allí los casos graves. Tenemos preparada una capilla, cuerdas por si hay que atar a la persona y una butaca, porque algunos, aunque griten, no se ponen violentos y pueden estar sentados tranquilamente durante la oración de exorcismo.

También hay casos mucho más graves. Algunos tienen tanta fuerza que no podemos sujetarlos (mientras habla, la voz del padre Amorth se altera levemente, se vuelva más ronca); ni siquiera seis hombres pueden. Entonces hay que atarlos; sobre todo las piernas, los brazos no solemos inmovilizarlos. Pero esto ocurre pocas veces; en general, basta con sujetarlos fuerte. Hombres y mujeres laicos me ayudan a hacerlo y me acompañan con su oración personal. En primer lugar me ayudan con la oración y después materialmente. Hay muchos poseídos que babean y dos de mis ayudantes se ocupan específicamente de limpiar. Yo también lo hago; muchas veces practico exorcismos aquí, solo, y no me da ningún reparo ver a la gente vomitar.

Presencias indeseables e indeseadas

Como ya hemos dicho, las infestaciones son el nivel más bajo de acción extraordinaria del demonio; luego están las vejaciones y, por último, las terribles posesiones. Hábleme de las primeras.

Para referirme a las infestaciones debo hablar de mis experiencias con presencias demoníacas en varias casas. Aludiré a dos casos concretos.

Primer caso. Me llamaron para ir a una casa donde residía una pareja joven con una niña de un año. De noche oían ruidos en el armario, golpes contra las persianas, en los radiadores y electrodomésticos. Y lo más preocupante era la pequeña: todas las noches, a la misma hora, se despertaba sobresaltada y llorando. Estaba muy delgada y aún no había empezado a hablar.

Sus padres rezaban e iban regularmente a la iglesia. Dijeron algo que me hizo sospechar de sus parientes y les pregunté por ellos. Me respondieron que cada vez que las dos tías le hacían un regalo a su sobrina, los ruidos aumentaban. Ambas eran cartománticas. Intervine muchas veces, porque veía a la pequeña cada vez más deprimida; no dormía, comía poco, pasaba gran parte de la noche llorando, escondida bajo las mantas. Cuando bendecía la casa, los ruidos cesaban, pero sólo uno o dos días. Al fin decidí oficiar una misa en la casa, a la que también asistieron unas monjas amigas de la familia y varios miembros de los grupos de oración. Tras la misa eché agua bendita por toda la casa y, en nombre de Dios, le ordené al demonio que abandonara para siempre aquel lugar. Desde aquel día los ruidos desaparecieron, la niña se recuperó y todo volvió a la normalidad.

Segundo caso. Hacía un año que había muerto un hombre alejado de Dios, a quien nadie quería a causa de su maldad. Antes en aquella casa ya habían ocurrido hechos extraños: objetos de oro que ante la foto del hombre se volvían blancos, figuras de adorno que desaparecían. La mujer y las hijas me llamaron. Yo conocía al difunto y pensé que necesitaba indulgencias, de modo que encargué varias misas. Tras unos días de paz empezaron a suceder cosas más raras que antes.

Una de las hijas estaba casada y tenía una niña de dos años y medio. Todas la noches, a la misma hora, la pequeña se despertaba sobresaltada y gritando. A petición de la familia bendije la casa varias veces, pero la tranquilidad sólo duraba pocos días. Al fin decidí oficiar una santa misa de tarde e invité a parientes y vecinos. En primer lugar rezamos el rosario; durante la oración la niña se puso más nerviosa que nunca, empezó a saltar en la cama, a molestar a los presentes y enredar con las cuentas del rosario. Después también nos importunó al comienzo de la misa. Durante la lectura del Evangelio (elegí un pasaje en el que Jesús expulsa a un demonio) la pequeña se quedó quieta, de pie, y ya no se movió más. Tras la congregación eucarística la niña gritó: “Mamá, ¡la cosa fea se ha tirado por la ventana!”. Ésa fue la señal de que la casa se había liberado de la presencia demoníaca. Y por fin se reinstauró la paz.

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