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viernes, 16 de septiembre de 2011

El Temple destruido: IIIª parte


Desde la encomienda de Barcelona queremos concluir este apartado recobrando nuevamente un texto del escritor Piers Paul Read de su libro “The Templars” donde nos habla del reparto de los bienes de la Orden del Temple, tras su disolución.

Desde Temple Barcelona deseamos que este apartado haya sido de vuestro interés.

Clemente estaba en una posición difícil. Había invitado formalmente a los Templarios a acudir a Viena para defender a la Orden, pero evidentemente no esperaba que lo hicieran. Sin embargo, a finales de octubre y para su sorpresa, siete Templarios se presentaron ante el concilio diciendo que estaban allí para defender a la Orden y que entre 1.500 y 2.000 de sus camaradas Templarios se hallaban en las proximidades dispuestos a apoyarlos.

El papa Clemente ordenó que los siete Templarios fueran detenidos y pidió al concilio que formara un comité de cincuenta integrantes para decidir si debía o no permitirse a los Templarios defender la Orden; y si era así, si era sólo a los que se habían presentado ante el concilio o si los Templarios de toda la cristiandad debían elegir un apoderado. Y si eso resultaba muy difícil, si el Papa debía nombrar a uno que actuara por ellos. La conclusión de ese comité fue, por amplia mayoría, que se debía permitir a los Templarios organizar su defensa. Solamente discreparon los obispos franceses de Rheims, Sens y Rouen, allegados a Felipe. […]

[…] El Papa, temiendo todavía que Felipe pudiera reanudar el ataque contra Bonifacio VIII, y desesperado por poner en marcha una nueva cruzada, estaba en constante correspondencia con el rey, y el 17 de febrero recibió a una delegación secreta y muy importante, compuesta por el hijo de Felipe, Luis de Navarra, los condes de Boulogne y Saint-Pol, y los principales ministros de la corona, Enguerrand de Marigny, Guillermo de Plaisans y Guillermo de Nogaret. Junto con el círculo íntimo de cardenales de la curia, conversaron con el Papa sobre los pasos a seguir.

También desde otra fuente se presionaba por una resolución rápida: el rey Jaime II de Aragón sostenía con énfasis que la Orden debía ser disuelta y que sus propiedades aragonesas debían transferirse a la Orden española de Calatrava. La disposición de a riqueza del Temple parece haber sido un escollo en las negociaciones entre el Papa y el rey francés: Felipe, proponiendo el mismo tipo de trato que el rey Jaime II, le escribió al Papa desde Mâcon, a sólo noventa kilómetros al norte sobre el río Saône: “Ardiendo de fervor por la fe ortodoxa y en caso de que tan gran injuria hecha a Cristo permaneciera impune, afectuosa, devota y humildemente pedimos a Su Santidad que disuelva dicha Orden y quiera crear una nueva Orden Militar, a la cual se le confieran los bienes de la Orden arriba mencionada, con sus derechos, honores y responsabilidades.”

Como sabía que el rey Felipe tenía a uno de sus propios hijos en mente como gran maestre para esa nueva orden, Clemente se mantuvo sorprendentemente firme en la cuestión, insistiendo en que si el Temple iba a ser disuelto, sus posesiones debían pasar al Hospital. Para terminar con todo el asunto, el rey Felipe resolvió comprometerse y prometió aceptar lo que el Papa decidiera, reservándose sólo “los derechos que nos quedan a nosotros, a los prelados, barones, nobles y diversas personas de nuestro reino”.

El papa Clemente dudaba todavía, pero el 20 de marzo se vio obligado a decidir ante la llegada a Vienne del rey Felipe en persona, acompañado por sus dos hermanos, tres hijos y un fuerte contingente de hombres armados. Dos días más tarde, Clemente celebró un consistorio secreto en el que pidió al comité especial para la Orden del Temple que revisara su dictamen. Al ver que el juego había terminado, y posiblemente sobornados o intimidados por los franceses, la mayoría de los prelados votó por la eliminación de la Orden; una decisión, en opinión del obispo de Valencia –uno de los pocos disidentes-, “contra toda razón y justicia”.

El 3 de abril, los padres del concilio se reunieron en la catedral de Saint-Maurice para escuchar la homilía del papa Clemente sobre el salmo I, versículo 5: “No prevalecerán los impíos en el juicio, ni estarán los pecadores en la asamblea de los justos.” El sumo pontífice estaba sentado en su trono; a un lado, en un pedestal apenas más bajo, se hallaba el rey Felipe de Francia, y al otro, el hijo de Felipe, el rey de Navarra. Después de la homilía, y antes de que comenzaran los procesos, el convocante anunció que, bajo pena de excomunión, nadie podía hablar en esa sesión excepto con el permiso o a requerimiento del Papa.

El papa Clemente leyó entonces la bula Vox in excelso, que abolía la Orden del Temple. La bula estaba cuidadosamente redactada para evitar una condena directa de la Orden como tal: se abolía “no por sentencia judicial, sino por disposición u ordenanza apostólica” a causa del “descrédito, la sospecha, la ruidosa insinuación y demás cosas referidas que se han aducido contra la Orden”. Mencionaba ciertos hechos incontestables, “la admisión secreta y clandestina de los hermanos con la costumbre general, la vida y los hábitos de otros fieles de Cristo”; pero, además, aceptaba como demostradas “muchas cosas horribles” que habían sido hechas “por muchos hermanos de esa Orden […] que han caído en el pecado de la vil apostasía en contra del mismo Señor Jesucristo, en el crimen de la detestable idolatría, en la excarcelable afrenta de los sodomitas…”.

El texto era auto-justificatorio y recordaba a los fieles que “la Iglesia Romana ha dispuesto en ocasiones la abolición de otras ilustres órdenes por causas incomparablemente menores que las arriba mencionadas, aun sin que se les adjudicara culpabilidad a los hermanos”. Era incluso apologética: la decisión del Papa se había tomado “no sin amargura y tristeza de ánimo”. Sin embargo, a los padres del concilio no se les pedía que aceptaran u objetaran el dictamen del Papa: la Orden del Temple fue abolida por una bula posterior, Ad providam, publicada el 2 de mayo, las propiedades de los Templarios eran transferidas a los Hospitalarios, “quienes están permanentemente arriesgando sus vidas al otro lado del mar”. Se hizo una excepción para las propiedades de los Templarios en Aragón, Castilla, Portugal y Mallorca, cuya disposición se decidiría más adelante.

El los hechos, los tres reyes involucrados –Eduardo II de Inglaterra, Jaime II de Aragón y Felipe IV de Francia- aunque públicamente se mostraron de acuerdo con la decisión del Papa sobre las riquezas del Temple, se aseguraron de que una parte de las mismas quedara en sus manos o en manos de sus vasallos. Eduardo II ya estaba arrendando algunas de las propiedades de los Templarios y advirtió al Hospital que no se aprovechara de Ad providam para “usurpar” las posesiones de la Orden. Los litigios con el Hospital y los legados papales continuaron hasta 1336. El Temple de Londres fue finalmente cedido para uso de la justicia; la iglesia del Temple sigue en pie hasta el día de hoy.

En Aragón, Jaime II insistía en que la seguridad de su reino dependía de la posesión real de las propiedades templarias: la resistencia de los Templarios al arresto, en 1308, había demostrado los peligros que se encerraba la existencia de una fuerza armada que no debiera su primera lealtad al rey. Una vez más, sólo después de varios años de negociación se alcanzó un acuerdo. Se creó una nueva orden militar con base en Montesa, Valencia, sujeta al maestre de Calatrava y al abad cisterciense de Stas. En el resto de Aragón, las propiedades templarias pasarían al Hospital; pero, antes de tomar posesión, el castellano Hospitalario de Amposta juraría lealtad al rey. Los Templarios reconciliados con la Iglesia siguieron viviendo en las preceptorías de la Orden o fueron a otros conventos y monasterios, donde vivían de los recursos del Temple. La disolución de la Orden no significaba que estuvieran dispensados de sus votos. […]

[…] Las quejas contra ex Templarios llevaron al sucesor de Clemente V, el papa Juan XXII, a intentar repetidas veces persuadirlos de volver a la vida religiosa. En una carta dirigida al arzobispo de Tarragona, el Papa le pedía controlar que “no se involucraran en guerras o asuntos seculares” y que no usaran vestimentas lujosas. Debía cuidarse que nunca hubiera más de dos ex Templarios en un mismo monasterio y, si se negaban a regresar a la vida de reclusión, debería privárselos de su pensión. Hubo algunos casos en que esa sanción fue puesta en práctica, pero en general “los supervivientes no se vieron acosados por penurias financieras, a pesar de que algunos llevaran una existencia frustrante; y como su número decrecía, probablemente la preocupación de la Iglesia por ellos disminuyó y se los molestó muy poco hasta el final de sus vidas”. […]

[…]Hacia finales de diciembre de 1313, el Papa designó una comisión de tres cardenales para decidir el destino de los jefes Templarios. […] El fallo dictaminó que (Jaime de Molay, Hugo de Pairaud, Godofredo de Gonneville y Godofredo de Charney) eran sentenciados a riguroso y perpetuo confinamiento.

Dos de los acusados, Hugo de Pairaud y Godofredo de Gonnevile, acataron el fallo sin protestar; pero la severidad de la sentencia, al cabo de siete años de encierro, era demasiado para Jaime de Molay. Ya un hombre anciano, de más de setenta años, ¿qué ganaba con someterse si la recompensa era una muerte prolongada? El Papa lo había traicionado; todo lo que podía esperar ahora era la justicia de Dios. […] (fin del apartado)

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