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martes, 11 de octubre de 2011

El veredicto de la historia: IIª parte


Desde la encomienda de Barcelona continuamos con la segunda parte dedicada a saber cuál ha sido el veredicto de la Orden del Temple por los distintos historiadores que se han preocupado de investigar el “modus vivendi” de los Templarios y el de analizar las acusaciones vertidas hacia el Temple.

Por ello hemos seleccionado un nuevo texto del novelista Piers Paul Read de su libro “The Templars”, con la intención de que os atrape su lectura.

Así cuando Gerardo de Villiers huyó del Temple de París en 1307, se llevó con él esa reliquia de reliquias. La flota de galeras templarias que partió de La Rochelle se dividió; la mitad se dirigió hacia Portugal, donde sus hombres fueron absorbidos más tarde por la Orden de Cristo fundada por el rey Diniz, y la otra mitad navegó hacia Escocia, echando anclas en el estuario de Forth. Al sur de Edimburgo estaba el castillo de Rosslyn era “otro Templo de Salomón”. Es allí, debajo de un pilar, donde los Templarios fugitivos enterraron “la Cabeza de Dios”.

Por fascinantes que puedan resultar estas especulaciones, su uso del lenguaje deja ver la falta de fundamento histórico plausible: “la respuesta parecería estar en…”, “parece muy probable que…”, “se sabe que…”, “bien podría ser…”, “parece cierto que…”. “Tras alguna investigación –escribe Andrew Sinclair en su libro The Discovery of the Grial-, esos fantaseadores plantean una hipótesis. ¿Fueron Cristo o el Grial enterrados debajo de una montaña en el sur de Francia? ¿Jesús se casó con María Magdalena y originó la línea de sangre de los merovingios? Algunas páginas más adelante, la aseveración pasa a ser lo real, la idea se convierte en prueba…” O, como expresa sucintamente Peter Partner en relación con los Templarios, “El Templarismo […] era una creencia fabricada por los charlatanes para sus embaucados”.

El enigma de la Orden del Temple no ha sido materia exclusiva de charlatanes, sino que fue objeto también de serios estudios realizados por historiadores profesionales. La Revolución Francesa de 1789 que derribó a las dos instituciones que tenían un interés particular en la culpabilidad de los Templarios –la monarquía y la Iglesia católica- abrió el camino hacia una investigación menos parcial. El hecho de que la familia real francesa fuera encarcelada en la torre del Temple de París y llevada desde allí a su ejecución fue considerada por los defensores de los Templarios una venganza simbólica por la muerte de Jaime de Molay: en marzo de 1808 se celebró una misa de réquiem en el aniversario de su muerte. El mismo año fue demolido el donjon del Temple: se había vuelto un lugar de peregrinaje para realistas fieles a la memoria de su monarca martirizado.

Tres años antes, en 1805, se había estrenado en el Theâtre Français una obra de teatro llamada Les Templiers, de un abogado de Provenza, François Raynouard, que sostenía la inocencia de los Templarios. La pieza fue de suficiente interés como para que el propio Napoleón redactara una crítica mientras abogaba por su jefe de policía. Cuando en 1810 se llevaron los archivos papales a París, a Raynouard se le permitió buscar documentos que arrojaran nueva luz sobre el juicio de los Templarios. El material que descubrió no demostró nada concluyente, pero inclinó la balanza a favor de la inocencia de la Orden. Por cierto, el material “no daba ningún apoyo a quienes sostenían esas oscuras sospechas de las prácticas mágicas de los Templarios o de sus ritos religiosos gnósticos.

Avanzando el siglo XIX, sin embargo, el historiador germano Hans Prutz, después de un estudio exhaustivo de las declaraciones templarias, concluyó que muchos de los Templarios habían sido contaminados por la doctrina de los cátaros y que eran culpables de adoración del demonio. Por el contrario, el historiador norteamericano de la Inquisición, Henry Charles Lea, diez años después de Prutz, declaró que los Templarios eran casi con absoluta seguridad inocentes: ninguno había estado dispuesto a morir por sus creencias heréticas; no se había encontrado ninguna evidencia concreta de adoración del diablo, y las confesiones, hechas bajo tortura, sólo demostraban, como Pedro de Bologna había dicho en aquel momento, “la indefensión de la víctima, no importa cuán alta fuera su posición, una vez que le imputaban el cargo fatal de herejía, y se lo imputaban a través de la Inquisición”.

La experiencia de los juicios montados por Stalin en el siglo XX ha demostrado la eficacia no sólo de la tortura sino también de métodos menores de coacción, como la privación del sueño, para inducir a alguien a declarar falso testimonio contra sí mismo. Los carceleros de Felipe el Hermoso mostraron la misma brutalidad que los agentes de la NKVD y la Gestapo; y sus propagandistas, como Guillermo de Nogaret y Guillermo de Plaisans, mostraron un talento digno de Goebbels. La exageración y tergiversación de lo que realmente ocurrió puede persuadir al sujeto interrogado, particularmente a aquel “insuficientemente instruido como para poder ver la diferencia entre […] lo inofensivo y lo criminal”, hasta alterar su impresión de lo que recuerda. De esta manera, la veneración de imágenes de Cristo o de Juan el Bautista puede ser presentada como adoración de un ídolo; la cuerda atada a la cintura, una práctica común entre los Templarios, pasa de talismán devoto a hechizo diabólico; y el beso simbólico que era habitualmente “el clímax en una serie de hechos tanto en la vida monástica como en la secular”, se convierte en la indulgencia de la pasión homosexual.

¿Era el Templo un semillero de homosexualidad? Inevitablemente, en la últimas décadas del siglo XX, cuando la actitud hacia la homosexualidad en Europa y los Estados Unidos ha pasado de la condena a la tolerancia, parece casi “homofóbico” sugerir que muchos de los Templarios no eran gays. Así, el historiador francés Jean Favier sostuvo que la “ausencia de mujeres, la influencia de Oriente, todo contribuyó a que la sodomía se instalara profundamente en las costumbres del Temple”. Y un historiador estadounidense, Joseph Strayer, coincide, al afirmar que la homosexualidad siempre está presente en las instituciones exclusivamente masculinas: tal vez estuviera pensando en las escuelas públicas inglesas.

¿Son útiles estas presunciones del siglo XX para llegar a un veredicto sobre esa acusación en particular? No puede dudarse de que la homosexualidad no era desconocida en la sociedad medieval: era común en la corte de Guillermo Rufus, y si bien ahora parece que Ricardo Corazón de León no era homosexual, se alegaba que la promiscuidad del emperador Federico II abarcaba tanto muchachos como muchachas; y su senescal en Tierra Santa, Ricardo Filangieri, fue acusado por sus enemigos ibelinos de mantener una relación homosexual con el bailli imperial de Acre, Felip de Maugustel.

Que se registró sodomía entre los Templarios también queda demostrado por el caso citado en el “Detalle de las penitencias” de su Regla. No obstante, es significativo que el “hecho fuera tan ofensivo que el maestre y un grupo de hombres dignos de la casa” decidieran no llevarlo ante el cabildo: y la misma repugnancia se encuentra en la disposición de muchos Templarios, entre ellos Jaime de Molay, para confesar casi cualquier cosa excepto sodomía. Por lo tanto, si evitamos las distorsiones de los prejuicios de finales de nuestro siglo, podemos estar bastante seguros de que en el Temple no había sodomía institucionalizada; y al mismo tiempo, rechazar como no demostradas las acusaciones de herejía, blasfemia e idolatría. En un trabajo reciente, The Trial of the Templars Revisited, Malcom Barber escribió que hay un “consenso bastante general entre los historiadores modernos en cuanto a que los Templarios no fueron culpables como se les acusó”.

¿Cuál debería ser el veredicto más amplio de la historia sobre los caballeros de la Orden del Temple? Para Peter Partner, quien en The Murdered Magicians destacó de forma muy convincente la reputación de los Templarios, tanto del demonismo de Felipe el Hermoso como de la “mistagogia y confusión” de los masones, nos quedamos con algo bastante insustancial. “La característica más notable de los Templarios medievales era su normalidad: representaban al hombre común y no al visionario inusual”. La caída de la Orden se produjo como resultado de su “mediocridad y falta de valor […] la mayoría, incluidos sus líderes, en el momento del juicio demostraron no tener mucho que decir”.

En un sentido, ese veredicto sobre los Templarios es casi tan condenatorio como el referido a los masones o a Felipe el Hermoso. ¿Fueron realmente mediocres? Sin duda, si comparamos la materia prima de un Templario, un caballero francés como el conde de Eu, con un caballero musulmán como Usamah Ibn Mungidh, el musulmán parece tener muchas más de las cualidades que hoy en día nos atraen. Usamah no sólo piadoso, valiente y un experto cazador, sino que además es poeta. El conde de Eu, como lo describe Juan de Joinville, en vez de escribir poesía, “improvisó una máquina de guerra en miniatura con la cual podía arrojar piedras a mi tienda. Nos miraba mientras estábamos comiendo, ajustaba su máquina para adaptarla a lo largo de nuestra mesa, y entonces disparaba, rompiendo nuestros vasos y cuencos”, y mataba las aves de corral de Joinville: la clase de bromas pesadas que uno podría encontrar actualmente en algunos ranchos de oficiales del ejército británico. (continuará)

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