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viernes, 14 de octubre de 2011

El veredicto de la historia: IIIª parte


Desde la encomienda de Barcelona, continuamos con la tercera y última parte dedicada al veredicto de los Templarios visto por el genuino novelista Piers Paul Read y del cual hemos extraído de su libro “The Templars”.

Muchas son las sensaciones que nos han transmitido los legendarios caballeros de la Orden del Temple durante siglos, como para poder emitir cada uno de nosotros un veredicto objetivo acerca de las vidas que tuvieron los monjes-guerreros.

Pero como no pretendemos influenciar en demasía a nuestros lectores en un ejercicio individual, por ello les invitamos a que continúen leyendo y sean ustedes mismos los que emitan su veredicto.

Desde Temple Barcelona, deseamos que este apartado os haya sido gratificante.

¿Había alguna diferencia entre los monjes guerreros del Temple y los caballeros, como el conde de Eu? ¿Hasta qué punto el aspecto religioso de su vocación los elevaba por encima de su clase? Si el caballero Templario mostraba en batalla el mismo coraje prodigioso que su contrincante secular, también compartía su falta de educación y refinamiento. En el poema satírico Renart le nouvel, escrito a finales del siglo XIII por un trovador flamenco, Jacquemart Giélée, al describir al Templario lo pinta como notariamente menos refinado que el Hospitalario: “No es un orador preparado, su razonamiento es simple y se expresa sin ninguna habilidad, repitiendo y repitiendo: “Somos los defensores de la Santa Iglesia”, y recalcando el peligro que son para Europa los musulmanes…”, una imagen que cuadra casi exactamente con la impresión que a través de los siglos tenemos de Jaime de Molay. Pero esa falta de refinamiento no excluye una particular santidad. La alta estima que sentía por los Templarios el franciscano John Peckham, arzobispo de Canterbury en la época en que Giélée escribió su sátira y “un hombre de gran integridad y austeridad personal”, sugiere un elevado estándar de consagración.

Así, el veredicto final sobre los Templarios debe depender de nuestro juicio del cristianismo católico, y en particular de su larga batalla contra el islam, las cruzadas. En general, las cruzadas –como la Inquisición- se perciben hoy como algo pernicioso. Aquí encontramos de nuevo “las togas enteras y chillonas del prejuicio del siglo XVIII” de las que habla Peter Partner. Diderot, en la entrada correspondiente a las cruzadas en su Enciclopedia, describe el Santo Sepulcro como “un pedazo de roca que no vale una simple gota de sangre humana”; para él, los cruzados estaban motivados por la codicia, “la imbecilidad y un falso fervor”. Según el filósofo escocés David Hume, constituyeron “el más notable y duradero monumento a la locura humana que jamás haya aparecido en cualquier época o nación”.

A través de Edward Gibbon, este juicio ha descendido hasta el historiador de las cruzadas más renombrado de nuestros días, Sir Steven Runciman: el veredicto al final de su monumental trabajo fue que la guerra santa librada por la Iglesia católica fue “nada más que un prolongado acto de intolerancia en nombre de Dios, lo que es pecar contra el Espíritu Santo”. A Renciman lo indignaba particularmente el saqueo que los latinos hicieron de Constantinopla, y expresó que “jamás hubo un crimen contra la humanidad mayor que la carta Cruzada”, un juicio curioso de emitir, como señala el historiador Chritopher Tyerman, cuando aún no habían pasado diez años desde la segunda guerra mundial. Pero shua Prawer, el rino de Jerusalén fue un temprano ejemplo del colonialismo europeo; y para el teólogo Michael Prior, las cruzadas son el notable ejemplo de cómo “la Biblia se ha usado como un medio de opresión”.

Sólo más recientemente los historiadores han echado una nueva mirada a la mente de los cruzados, llegando a una conclusión menos condenatoria. “Los historiadores de las cruzadas –escribió Jonathan Riley-Smith, el profesor americano de historia eclesiástica en la Universidad de Cambridge-, de repente descubrieron […] la debilidad esencial de los argumentos a favor de una motivación general materialista, y la escasez de evidencia sobre la cual se apoyaban los mismos se hizo mucho más clara. Los hijos menores aventureros empiezan por fin a abandonar la escena. Pocos historiadores parecen seguir creyendo en ellos.”

La verdad que ha emergido de la investigación reciente es que el cruzado vendía o hipotecaba a menudo toda su riqueza terrenal con la esperanza de una recompensa puramente espiritual. A diferencia de la jihah musulmana, la cruzada era siempre voluntaria. Para un caballero secular, un período de aventura y el posterior renombre pueden haber sido un incentivo para tomar la cruz: pero para el caballero que ingresaba en una orden militar, la austera regla del cuartel-con-claustros muy probablemente lo condujera a un largo período en cautiverio o a una muerte prematura.

Desde el comienzo mismo, la tasa de bajas en la Orden del Temple fue alta. Seis de los veintitrés grandes maestres murieron en batalla o en cautiverio. El año de postulación previsto originariamente fue dejado sin efecto a causa de la urgente necesidad de hombres para servir en Oriente. En testimonio brindado durante el juicio, se dijo que 20.000 Templarios habían muerto en Outremer. Algunos cayeron en combate, pero otros, tras ser capturados, prefirieron morir antes que renunciar a su fe. […]

[…] Desde una perspectiva cristiana, uno podría por lo tanto aplicar a los Templarios las palabras de Juan en el Libro del Apocalipsis: “Éstos son los que han venido de una tribulación grande, y lavaron sus vestiduras y las blanquearon en la sangre del Cordero.”

Por supuesto, los caballeros del Temple también quitaron vidas, pero de nuevo aquí hay un error generalizado acerca de la motivación de aquellos que pelearon en las Cruzadas. Como la animosidad anticatólica data de la Ilustración, y como la mayoría de las historias de las cruzadas suelen comenzar con la primera Cruzada, es común considerarla como la primera de muchas oleadas de agresión del Occidente cristiano contra el Oriente islámico. Sin embargo, fue el Islam, no el cristianismo, el que desde su nacimiento promovió la conversión por medio de la conquista; y aun cuando el cristianismo, en ciertos momentos y en ciertos lugares también bautizó a punta de espada, el crecimiento que logró en sus primeros tres siglos hasta abarcar todo el Imperio romano fue casi por entero pacífico. En consecuencia, desde los tiempos de la primera razzia del profeta Mahoma, la sensación de los cristianos fue que las guerras contra el islam se libraban o bien en defensa de la cristiandad, o bien para liberar y reconquistar tierras que legítimamente les pertenecían.

Esto es manifiesto en la Reconquista, en la prédica del papa Urbano II tras la derrota bizantina en la batalla de Manzikert, y en la del dominico Humberto de Romans en el siglo siguiente. El llamamiento de Huberto “se basaba en gran parte en el argumento de que el islam se había expandido con agresividad a expensas de los gobernantes cristianos, y en que los ejércitos cristianos tenían tanto el derecho como la obligación de frenar la expansión islámica y recuperar las tierras que los musulmanes habían ocupado”. La idea de que un hombre pudiera alcanzar el martirio cuando él mismo estaba perpetrando violencia no fue innovadora, sino que estaba claramente establecida en la cristiandad occidental desde finales del siglo VIII.

¿Por qué, entonces, aunque hay algunos Hospitalarios canonizados, no hay ningún santo Templario? Esto puede explicarse en parte por el retraimiento del caballero en términos individuales, pero también por la participación que tuvo la Iglesia en el final de la Orden. Su destrucción final, como hemos visto, la cruel muerte de muchos de sus miembros, no fue obra de los musulmanes sino de las fuerzas coercitivas de la Inquisición, al servicio del rey “más cristiano” de Francia. Los doscientos años de vida de la Orden del Temple coinciden casi exactamente con la aspiración del papado a una soberanía suprema sobre el mundo entero. Un símbolo de la inquebrantable devoción de la Orden a su carisma original es que, aun siendo una fuerza multinacional, los papas nunca se inscribieron en ella para imponer sus reclamos a los que fueran sus eternos rivales en el dominio universal, los emperadores germánicos.

Tan empeñados estuvieron los papas en ganar esa contienda, sin embargo, que no vieron, hasta que fue demasiado tarde, la amenaza planteada por el surgimiento del estado-nación predador. El peligro que significó Federico II de Hohenstaufen había sido obvio, y su megalomanía pagana era fácil de ver para todos. Pero ¿quién podría haber previsto que el nieto de san Luis sería el instrumento de la caída de los pontífices romanos, un hombre “cuya devoción religiosa […] bordeaba el misticismo” y que “solía dictar su política en caro antagonismo con los intereses reales”? El papa Bonifacio VIII, sentado en el trono de Constantino durante las celebraciones del centenario en 1300, demostraba la estatura de las pretensiones papales: Clemente V, pocos años más tarde, declaraba que había perdido “el liderazgo moral, espiritual y autoritativo que el papado había construido en Europa a lo largo de siglos de trabajo minucioso, consciente, dinámico y con miras al futuro”.

En Inglaterra, más de doscientos años después, el rey Enrique VIII saquearía los monasterios como Felipe IV de Francia había saqueado el Temple, explotando el interés particular de nuevas fuerzas sociales; pero, a diferencia del rey Felipe, no logró que el Papa de aquel momento cediera a su voluntad, y rechazó la autoridad de la Santa Sede. Como sucede con la visión de las cruzadas sostenida por la Ilustración, la visión liberal de la historia inglesa condujo a la fragmentación del cristianismo unificado que los sucesores de san Pedro habían tratado tanto tiempo de preservar. La Revolución Francesa de 1789 también saqueó y casi destruyó la Iglesia católica, dejando monasterios como los de Citeaux y Molesme casi en ruinas y convirtiendo Clairvaux en una prisión. Napoleón tuvo éxito donde Guillermo de Nogaret había fracasado, llevando a París a un Papa cautivo para que contemplara impotente cómo el aventurero corso se coronaba a sí mismo emperador en la catedral de Notre-Dame.

Con esa ceremonia, el Vicario de Cristo era humillado una vez más por el poder de la fuerza bruta. La historia europea abandonó al fin la compostura propia de las aspiraciones cristianas y se lanzó a toda velocidad hacia la era moderna. Si el balance del sufrimiento soportado por la humanidad se inclina a favor de la Edad Media bajo el peso de las cruzadas, la Inquisición y las guerras religiosas, o a favor de la era de los estados-nacionales bajo la carnicería de las trincheras, los gulags y los campos de concentración, nos corresponde a cada uno de nosotros decidir.

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