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martes, 4 de octubre de 2011

La Reconquista: Guerra en el Estrecho


Desde la encomienda de Barcelona queremos compartir con todos vosotros un texto escrito por el que fuera periodista D. Juan Antonio Cebrián, donde nuevamente gracias a su libro “La Cruzada del Sur”, nos relatará las luchas que hubieron entre cristianos y musulmanes por conquistar los puertos peninsulares del Mediterráneo para su control marítimo.

Desde Temple Barcelona, somos sabedores que volveréis a navegar a través de los márgenes de estas singulares líneas.

Imagen de Alfonso XI “el Justiciero”.

A principios del siglo XIV Castilla pugnaba por el control absoluto sobre las aguas del Estrecho. En su costa norte Tarifa, Gibraltar y Algeciras se mantenían como las plazas que abrían o cerraban las puertas peninsulares. Tarifa había caído en manos cristianas en 1292, por tanto, las dos restantes constituían objetivos prioritarios para las tropas del joven rey Fernando IV. Éste, una vez obtenida la mayoría de edad en 1301, consigue estabilizar una corona de Castilla devastada por el hambre, la enfermedad y las interminables guerras civiles. Gracias al exquisito tacto diplomático de su madre, doña María de Molina, el monarca pudo manejar determinadas situaciones internas de forma airosa, lo que permitió, sin duda alguna, que se pudiera pensar de nuevo en la expansión castellana.

En 1308 Castilla vuelve decididamente a tomar cartas sobre la Reconquista hispana; la amenaza de los benimerines marroquíes era demasiado tangible como para ignorarla. Por si fuera poco, el reino de Granada no mostraba el más mínimo inconveniente en pactar con los magrebíes llegando incluso a cederles algunos enclaves. Todo hacía ver que tarde o temprano surgiría una nueva oleada invasora desde África a la usanza almohade o almorávide; en consecuencia se debía actuar y pronto. A tal efecto se convocan Cortes en Burgos para reunir el dinero necesario cara a la futura empresa militar contra los granadinos y sus aliados. Se solicita el apoyo de los aragoneses y su rey, Jaime II, acepta complacido la reanudación de las hostilidades contra el sempiterno enemigo musulmán. Un año más tarde se firmaba entre Aragón y Castilla el Tratado de Alcalá por el que los aragoneses podrían avanzar hasta Almería, mientras que los castellanos harían lo propio con Algeciras.

Las tropas de Fernando IV lanzaron una desigual ofensiva sobre el Cádiz mahometano, aunque el propósito principal era tomar la importante plaza de Algeciras. El ejército castellano chocó contra los muros de la ciudad protegidos por una tenaza resistencia sarracena. Una tras otra llegaron las embestidas cristianas, pero todo fue inútil y los castellanos se vieron obligados a una penosa retirada.

Sin embargo, apareció nuevamente el genio de don Alonso Pérez de Guzmán, quien supo enardecer a una desmotivada hueste para lanzar un eficaz ataque contra Gibraltar, ciudad, por otra parte, menos protegida que Algeciras. Lo que olía a desastre de las tropas castellanas se tornó, debido al empuje de don Alonso y los suyos, en unas tablas muy beneficiosas para Castilla, ya que los musulmanes de Granada tuvieron que solicitar la paz admitiendo un oneroso vasallaje. Lo cierto es que el reino nazarí había salvado la estratégica Algeciras a costa de entregársela a sus presuntos aliados benimerines. El emir granadino Nars se veía en una posición muy delicada ante algunas facciones fundamentalistas de su corte que no aceptaban ser vasallos de los cristianos; en consecuencia, llegó una nueva guerra civil en los pagos mahometanos. Nars solicitó auxilio militar a Fernando IV con el fin de restablecer su dominio en el reino nazarí. El monarca castellano no se lo pudo negar y organizó un contingente que él mismo dirigió en 1312 en ayuda de su vasallo. Cuando el ejército castellano transitaba por Jaén en dirección a Granada, una trombosis acabó con la vida de Fernando IV a la edad de veintisiete años. Su fallecimiento se asoció a una maldición lanzada por dos hermanos condenados injustamente a muerte; éstos emplazaron al rey a comparecer en menos de un me ante una corte infernal que le juzgara por todos sus desmanes. Desde entonces, Fernando IV fue llamado “el Emplazado”. Su óbito dejaba a un pequeño heredero de tan sólo un año recién cumplido; una vez más la sufrida María de Molina se tuvo que hacer cargo de la regencia sobre su nieto Alfonso XI, en este caso compartida con la reina madre, doña Constanza de Portugal, y los tíos de Fernando IV, don Juan y don Pedro. Como ya era habitual, buena parte de la aristocracia se levantó en conspiraciones absurdas que únicamente pretendían seguir con el reparto de la territorialidad castellana.

El rey Alfonso fue creciendo en el temor de verse derrocado o muerto en cualquier momento de aquellos años turbulentos. Para mayor tragedia, en 1319 los infantes don Juan y don Pedro murieron en las Vegas de Granada combatiendo a los musulmanes; dos años más tarde, fallecería la insigne María de Molina.

La preocupación manifiesta por la debilidad dinástica de Castilla provocó en 1325 la precipitada coronación de Alfonso XI, llamado “el Justiciero”. Tenía tan sólo catorce años y ante él un paisaje sembrado de peligros internos y externos.

En el asunto de la Reconquista las tropas de Alfonso XI atacaron algunos puntos de la frontera con Granada apropiándose de castillos y localidades sin mucha relevancia. Los nazaríes respondieron con una ofensiva sobre Gibraltar, plaza que cayó tras cinco meses de asedio el 20 de junio de 1333. en el sitio participaron 7.000 guerreros benimerines llegados desde África para la empresa. Este episodio supuso un duro revés para las aspiraciones castellanas de controlar los asentamientos neurálgicos del Estrecho. De nada sirvió el intento postrero de Alfonso por auxiliar a los maltrechos defensores de Gibraltar viéndose en la necesidad de aceptar una tregua con el reino nazarí; era momento para recuperar aliento y, sobre todo, recomponer ejércitos a la espera de una situación más propicia para la guerra en aquel frente tan enrevesado. La paz con los granadinos y benimerines se estableció en un tiempo de cuatro años durante los cuales ningún bando podría atacar al otro. Pero la ambición por dominar el sur peninsular era demasiado grande y pronto cristianos y musulmanes comenzaron a preparar sus ejércitos y flotas de combate.

En 1338 el viento de la guerra soplaba fuerte a un lado y otro del estrecho de Gibraltar. Los benimerines habían arbolado 60 galeras y casi 200 naves de más o menos tonelaje. Por su parte los cristianos desplegaron 33 galeras y algunos buques de apoyo. Mientras tanto, en tierra firme, miles de guerreros benimerines se acuartelaban en Algeciras preparándose para los combates futuros. Desde Granada se lanzaban algaras constantes contra el territorio castellano. La respuesta de Alfonso XI no se hizo esperar, entrando él mismo en Andalucía al frente de una gran hueste compuesta por miles de jinetes y peones. Los cristianos se establecieron en Sevilla con el fin de mantener una posición hegemónica sobre nazaríes y benimerines. Estos últimos se habían mostrado especialmente belicosos bajo la dirección del príncipe Abu Malik, hijo del emir de Marrakech, Abu I-Hasan. Desde Algeciras salían numerosas columnas punitivas contra localidades cercanas, de ese modo, plazas como Jerez, Medina, Lebrija, Arcos o Alcalá de los Gazules, sufrieron intensamente el rigor benimerí. En una de estas expediciones Abu Malik encontró la muerte a manos cristianas. El hecho contrarió el ánimo de su padre quien ordenó vengar con sangre la muerte de su querido hijo. En el año 1339 miles de voluntarios benimerines se embarcaban rumbo a Algeciras dispuestos para la yihad con el sueño de recuperar la casi perdida Al-Andalus.

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