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miércoles, 16 de noviembre de 2011

Granada, la última conquista


Desde la encomienda de Barcelona queremos cerrar este apartado a la Reconquista con la toma de Granada.

Por ello hemos seleccionado un nuevo texto del que fuera periodista, don Juan Antonio Cebrián de su libro “La Cruzada del Sur”.

Desde Temple Barcelona deseamos que su lectura os resulte atractiva.

Retrato de la toma de Granada por los reyes Católicos.

A principios del siglo XV el fenómeno de la piratería marítima se hizo presente en aguas mediterráneas y del Estrecho. Algunos puertos africanos como Tetuán se habían convertido en auténticos nidos de piratas musulmanes, lo que constituía un serio peligro para el comercio cristiano de aquella época. En 1400 el rey castellano Enrique III envió una expedición punitiva contra Tetuán, con el fin de limpiar aquella zona tan estratégica. La misión se completó con cierto éxito pero no consiguió extirpar un problema que se prolongaría a lo largo de los años para mayor malestar de las poblaciones costeras azotadas por aquellos halcones berberiscos del mar.

En esos años iniciales de la centuria el reino nazarí de Granada se preparaba para romper sus vínculos tributarios con Castilla. Las parias anuales pagadas religiosamente en oro resultaban excesivas en un reino desconectado de las grandes rutas del oro sudanés, ahora controladas por el reino de Portugal. La merma económica y el fundamentalismo siempre en auge desembocaron en el estallido de una nueva guerra contra la corona de Castilla.

En 1406 tropas andalusíes invadían los ricos parajes del antiguo reino murciano; la respuesta castellana no se hizo esperar enviando numerosos contingentes que reforzaron la frontera y ocasionaron graves descalabros al ejército musulmán. Fue el caso de la derrota sufrida por los granadinos en la batalla de los Collejares, donde quedó manifiesta la desorganización de las tropas nazaríes. Tras la victoria, Enrique III se preparó a conciencia para asestar el golpe definitivo al reino de Granada. Se convocaron Cortes para recaudar los fondos necesarios que garantizaran el éxito de la empresa. Desgraciadamente, la prematura muerte del rey dejó pendiente la ofensiva definitiva sobre el último reducto musulmán en la Península, así como la conquista de Canarias iniciada dos años antes por los normandos del caballero Jean de Béthencourt, quien operó en el archipiélago canario en calidad de vasallo bajo la corona castellana. La guerra contra los aborígenes insulares se prolongaría algunos decenios llegando hasta los Reyes Católicos, momento en el que quedó completada la anexión de Canarias a Castilla.

Enrique III el Doliente fue sucedido por su primogénito Juan II, de apenas un año de edad. La regencia fue asumida por su madre, Catalina de Lancaster, y su tío, el infante don Fernando, quien prosiguió con las acciones bélicas contra los mahometanos. En 1407 se tomaba Zahara y en 1410 la estratégica Antequera, donde el infante ganó el sobrenombre que le acompañaría desde entonces.

En este período el reino de Aragón estaba sumido en una grave crisis dinástica. El fallecimiento en 1410 sin descendientes del rey Martín I el Humano se tuvo que resolver mediante un consenso plasmado en el célebre compromiso de Caspe, por el que el infante Fernando de Antequera ocupó el trono aragonés en 1412. Esta circunstancia acercó sensiblemente los intereses de Castilla y Aragón; sería el preámbulo de lo que surgiría años más tarde.

En 1416 murió el rey Fernando I de Aragón, dos años después lo haría Catalina de Lancaster, al tiempo que Juan II de Castilla alcanza la mayoría de edad. El joven monarca tuvo que enfrentarse a múltiples conjuras nobiliarias. Aunque el asunto no era extraño dado que todos los reyes medievales hispanos lo hicieron. En esta ocasión Juan II encontró el apoyo de don Álvaro de Luna, condestable de Castilla y auténtico gobernante en la sombra. En este tiempo, como en otros, las luchas intestinas entre monarquía y nobleza por acumular el máximo poder dejaron un tanto relegada la empresa reconquistadora. No obstante, entre masacre y masacre, aún se encontró oportunidad para arrebatar a los musulmanes alguna que otra plaza; también se participó en los eternos conflictos dinásticos nazaríes. En 1431 el aspirante al trono nazarí, Yusuf Ibn al-Mawl, solicitó la ayuda de Juan II en su litigio con Muhammad VIII. En ese momento el ejército castellano se encontraba acuartelado en Córdoba preparando una gran ofensiva contra Málaga. Juan II prefirió ayudar al futuro Yusuf IV confiando en dejar sentado sobre el trono de Granada a un monarca aliado y vasallo de Castilla. En junio de ese año la hueste castellana invadía las vegas arandinas; a su paso salió la caballería nazarí. Los dos ejércitos chocaron el 1 de julio cerca de Granada en la célebre batalla de la Higueruela con el resultado de una aplastante victoria cristiana, que si bien no fue decisiva, recibió, en cambio, los parabienes de una Iglesia católica muy motivada por el hecho.

Este episodio menor de la Reconquista fue utilizado por la propaganda católica para enardecer el ánimo menoscabado por guerras civiles y tributos abusivos de la ciudadanía castellana. A tanto llegó el asunto que muchos sacerdotes vieron en la Higueruela la mano celestial que como siempre acudía en ayuda de la Santa Cruzada contra el infiel sarraceno.

Desde la Higueruela no se produjeron demasiados avances significativos. En 1433 se tomó Castellar y en 1437 caía Huelma. En 1454 fallecía Juan II de Castilla, un rey más preocupado de proteger la cultura y las bellas artes que de apaciguar su convulso reino. Le sucedió su hijo Enrique IV, llamado por los enemigos “el Impotente”, y por los amigos, “el Liberal”.

Enrique IV en su capítulo reconquistador rompió hostilidades con los granadinos en 1455, finalizando de ese modo una tregua que había durado más de quince años. El afán por derrumbar los muros nazaríes hizo que durante tres años los castellanos lanzaran seis campañas donde se alcanzaron éxitos relativos. La empresa, sin embargo, se vio desacelerada por el nefasto gobierno que estaba protagonizando “el Impotente”. Las luchas entre el poder real y el nobiliario salpicaron de conjuras y sangre la escena castellana. Cuando estas refriegas disminuían su intensidad, se aprovechaba para retomar la guerra contra los sarracenos.

En 1462 cayeron Archidona y Gibraltar, poco más ocurriría en los siguientes veinte años para alivio de los musulmanes muy necesitados de paz en aquellos momentos tan desconcertantes. En Castilla nacía el mismo año de la conquista gibraltareña una niña que dio mucho que hablar, me refiero a Juana, hija del segundo matrimonio de Enrique IV con Juana de Portugal, llamado por todos “la Beltraneja”, pues rumores no faltaban sobre la impotencia del rey y el asombroso parecido del bebé con don Beltrán de la Cueva, hombre muy cercano al gobierno y llamado a convertirse en el nuevo valido de Enrique IV. A falta de otros descendientes el rey designó a Juana como su sucesora. Esto provocó a la rancia nobleza que, con presteza, organizó las consabidas conspiraciones. Una vez más, la guerra civil se adueñó de todo y los campos de Castilla se tiñeron con la sangre de las dos facciones: una defendía los derechos de Juana, mientras que la otra apostaba por el hermanastro de Enrique, el infante don Alfonso. Enrique IV, obligado por las circunstancias y derrotas, terminó por reconocer a don Alfonso como su sucesor.

En 1468 la inesperada muerte del hermanastro real daba protagonismo a Isabel, hermana del fallecido, que hasta entonces permanecía en un discreto segundo plano. Enrique IV reconoció a regañadientes a la infanta Isabel como heredera al trono de Castilla en el famoso Pacto de los toros de Guisando. Todo se torció cuando en 1469 Isabel de Castilla y el príncipe Fernando, heredero del trono aragonés, se casaron en Valladolid contraviniendo los deseos del monarca castellano quien, en un acceso de rabia, desposeyó a su hermanastra a favor de su hija Juana. Nuevamente estalló el conflicto civil acrecentado tras la muerte de Enrique IV en 1474; otros cinco años de combates sangrientos que finalizaron en 1479 con la victoria de las tropas afines a la reina Isabel I.

Por su parte, el príncipe Fernando de Aragón se preparaba para asumir el trono de un reino muy desgastado por la guerra civil de 1462-1472 en la que los campesinos aragoneses intentaron hacer prevalecer sus derechos y escasos privilegios. El rey Juan II de Aragón consiguió una excelente paz que permitió continuar con la educación renacentista de su hijo y heredero.

Tras el estallido de la guerra en Castilla, el propio Fernando dirige las operaciones castellanas contra los aliados portugueses de la Beltraneja. En la batalla de Albuera, librada en febrero de 1479, Fernando asesta un golpe definitivo a Portugal, que se retira de la contienda. Ese mismo año fallece su padre Fernando. Desde ese momento, Castilla y Aragón unen sus destinos bajo el igual gobierno de Isabel I y Fernando II, llamados “los Católicos”.

Tres serán los objetivos fundamentales del nuevo reino: el primero, conseguir la unidad política; el segundo la religiosa y el tercero, la territorial. Para cumplir estas expectativas los reyes trabajaron arduamente durante meses. En cuanto a política, Isabel se encargaría de los asuntos peninsulares mientras que Fernando lo haría de los exteriores. Sobre la religión se empezó a gestar la idea de conversión o expulsión para musulmanes y judíos. La consumación de unidad territorial fue obra, principalmente, de Fernando II, quien asumió la empresa de reconquistar de una vez por todas el reino nazarí de Granada. Fue una obra diseñada con absoluta minuciosidad, previendo las dimensiones internas de los sarracenos y preparando un ejército estable, además de bien entrenado.

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