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viernes, 18 de noviembre de 2011

Mujeres de la Biblia: María Magdalena (I)


Desde la encomienda de Barcelona queremos empezar un nuevo apartado, el de saber cuál fue el papel que tuvieron las mujeres más relevantes en las Sagradas Escrituras. Por ello hemos elegido la óptica de una mujer, para que ésta nos acerque de manera más precisa al pensamiento de cada una de ellas.

Gracias a la fe de la cristiana holandesa, Gien Karssen, en su obra “Manninne, Vroumen in de Bijbel”, podemos sentir cómo profesaban y sentían a Dios estas privilegiadas mujeres.

Para empezar este apartado hemos seleccionada a Nuestra Venerada María Magdalena, conocida en los evangelios con el nombre de María de Betania.

Desde esta humilde y también vuestra casa, deseamos que el contenido despierte el interés en ambos géneros.

“Seis días antes de la Pascua, Jesús volvió a Betania, donde estaba Lázaro, al que había resucitado. Allí le prepararon una cena: Marta servía y Lázaro era uno de los comensales. María, tomando una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, ungió con él los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa se impregnó con la fragancia del perfume.

Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dijo: «¿Por qué no se vendió este perfume en trescientos denarios para dárselos a los pobres?». Dijo esto, no porque se interesaba por los pobres, sino porque era ladrón y, como estaba encargado de la bolsa común, robaba lo que se ponía en ella.

Jesús le respondió: «Déjala. Ella tenía reservado este perfume para el día de mi sepultura. A los pobres los tienen siempre con ustedes, pero a mí no me tendrán siempre».” (Jn 12, 1-8)

“Al derramar este perfume sobre mi cuerpo, ella preparó mi sepultura.

Les aseguro que allí donde se proclame esta Buena Noticia, en todo el mundo, se contará también en su memoria lo que ella hizo».” (Mt 26, 12-13)

Apenas es observada cuando entra en la sala. Mira a todos los hombres que allí se encuentran y se sienta en el suelo detrás del huésped de honor. Con un sencillo movimiento desata sus largos cabellos y busca un pequeño vaso que lleva oculto entre sus vestidos.

¡Magnífico! La conversación de los huéspedes no ha sido interrumpida por su entrada. Las voces graves de los hombres continúan llenando la sala como antes. Ella está acostumbrada a sentarse a los pies de Jesús, y los presentes la han visto otras veces en esta posición.

Mientras los hombres comen y hablan, los pensamientos de María retroceden a la primera vez que Jesús y sus discípulos vinieron a su hogar. Entonces Jesús entró no solamente en la casa, sino en su vida –como sólo Él puede hacerlo-, y trajo a ella un cambio radical. Ni ella misma puede reconocerse. Ha empezado abandonando sus antiguas amistades y entrando una nueva experiencia desconocida.

En aquel entonces existía una gran barrera entre los hombres y las mujeres, hasta el punto de que los hombres judíos daban gracias a Dios en sus oraciones cada mañana de que no les hubiese hecho nacer “ni esclavo, ni pagano, ni mujer”.

Pero Jesús era un judío muy diferente. Él no hacía diferencia entre hombre o mujer, sino que se mostraba interesado por todo ser humano.

Él introdujo en el mundo un nuevo respeto por la mujer, ofreciéndole posibilidades desconocidas hasta entonces. Él la levanta, de acuerdo con su plan; por ello, ésta y otras mujeres de sus días se sienten tan libres en su presencia. Sin ninguna timidez María se ha colocado en medio de los hombres que estaban escuchando las palabras de Jesús.

Sentada a sus pies y escuchándole ella tenía hambre en su corazón y sed de Dios. El propósito de su existencia le ha sido dado a conocer escuchando a ese hombre; ha nacido una convicción dentro de su alma: “Yo he sido creada para Dios y existo para Él”.

Esto da significado y color a su vida, le revela oportunidades insospechadas. Vive ahora su vida en la comunión de Cristo; éste es el propósito de la vida a la cual se siente llamada. La primera consecuencia es su hambre por su Palabra. El pan y el alimento para el cuerpo no pueden satisfacer enteramente a un ser humano; la persona interior debe ser alimentada con la Palabra de Dios.

Mientras ella satisface su sed y su conocimiento aumenta con sus palabras, madura en ella un propósito: “Yo haré por Él lo que pueda”. La gratitud rebosa dentro de su corazón. Por esto, en la presente ocasión ella escucha por un buen rato lo que los hombres están hablando. Levanta los ojos y ve a Marta que está sirviendo al Señor y a los demás invitados. “Marta –piensa en ella-, ¡cuánto ha hecho Él por ti y por mí!”. Marta tiene una personalidad activa y decidida. Su amor para el Señor se muestra en servirle; es una mujer que piensa y obra profundamente. Es de un carácter opuesto al de María, que es más introspectiva y quieta por naturaleza.

Es alentador ver cómo el Señor entiende bien a ambas; las ama a cada una conforme a su carácter.

Los ojos de María se apartan de Marta para dirigirlos a Lázaro, el cabeza de familia que está sentado al lado del Maestro.

No puede menos que regocijarse al mirar a su hermano; pensando que resucitó de entre los muertos y ahora ¡vive! Hasta que muera no olvidará aquel momento emocionante cuando Jesús, levantando la voz, dijo: “Lázaro, ven fuera”.

Siente, quizás, un poco de vergüenza cuando recuerda aquella ocasión. Tanto ella como Marta se habían extrañado que el Maestro no hubiese venido más pronto. No podían entender su demora; sobre todo cuando por causa de este retraso tuvieron el dolor de perder a su hermano. Jamás en su vida se habían sentido tan solas y abandonadas. Pero ahora, recordándolo todo, comprenden cuán cortas de vista habían sido.

Más tarde entendió María por qué Cristo había obrado de aquella manera. Lo había hecho enteramente de acuerdo con la voluntad de su Padre, pues la resurrección de Lázaro había honrado a Dios y por ella muchos fueron constreñidos a creer en Jesús. El honor de Dios y la salvación de la gente eran los propósitos de Jesús. Sin embargo, esto había sido, humanamente hablando, perjudicial a Jesús a causa del odio de los gobernantes judíos, que, discutiendo este asunto, habían llegado a la conclusión de que tenían que destruirle para que todo el pueblo no creyera en Él. Levantando a Lázaro de entre los muertos había firmado su propia sentencia de muerte. (continuará)

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