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martes, 22 de noviembre de 2011

Padre Gabriele Amorth: Una vida consagrada a la lucha contra Satanás.


Desde la encomienda de Barcelona proseguimos con el apartado dedicado a informar del terrible peligro que conllevan conductas inapropiadas a los ojos de Nuestro Señor. Desde la existencia de los demonios, la brujería ha sido un medio para invocar a las fuerzas del mal y conseguir algún propósito negativo de ellas.

El padre Gabriele Amorth, exorcista oficial de Roma, en su libro “Memorie di un esorcista – la mia vita in lotta contro Satana –“ nos habla de ello.

Desde Temple Barcelona os invitamos a que conozcáis sus nefastas consecuencias.

Liberar a una bruja

Estaba en el despacho parroquial y entraron dos mujeres. A una la conocía bien, pero a la otra no la había visto nunca. La primera me dijo: “Padre, esta mujer necesita su ayuda”. Me dirigí a la recién llegada y le pregunté qué podía hacer por ella. Al mirarla a la cara, vi que hacía gestos muy raros con los ojos y las manos. Imaginando qué le ocurría, dije: “Señora, ¿a quién teme? El demonio no está aquí, aquí sólo está Cristo”. Y puse ante sus ojos el crucifijo que tengo en mi escritorio.

La inquietud de la mujer aumentó de forma violenta, pero yo estaba preparado para lo peor y le grité: “¡Eres una bruja! ¿Qué quieres de Dios?”. Al principio se sorprendió, pero luego me contestó: “Quiero liberarme del demonio, porque mi marido se está muriendo”. “¿De qué se muere tu marido? ¿Lo has embrujado o maldecido?”, le pregunté de inmediato. Y ella, entre lágrimas, me contó que le había gritado con maldad: “¡Ojalá te dé una gangrena!”. La maldición funcionó, y ahora su marido estaba en el hospital, moribundo, en cuidados intensivos.

Con voz severa, le dije: “Yo no soy un santo, no hago milagros. Soy un exorcista; con la ayuda y en nombre de Dios, expulso demonios, pero no puedo salvarle la vida a tu marido”. Entonces la mujer dio un gran salto, se puso de rodillas en el escritorio y alargó el brazo para cogerme del cuello. Estaba preparado para esa reacción del demonio y tuve tiempo de gritar: “Satanás, en nombre de Dios, ¡detente!”. Ella, con los ojos en blanco y la boca abierta, se quedó inmóvil, aunque seguía tendiendo los brazos hacia mi cuello. Yo le grité al demonio: “Satanás, en nombre de Dios, te ordeno que no te muevas de esta posición”.

Fui a la iglesia, metí una hostia consagrada en la píxide y me puse la caja sobre el pecho. Volví al despacho parroquial; la mujer seguía en la misma posición. Le ordené que bajara del escritorio, se sentara y no se acercara más a mí. Con la hostia consagrada me sentía más tranquilo; le dije en tono resuelto: “En vez de llorar por tu marido, deberías llorar por todas las personas a quienes has hecho daño en veinte años de actividad”.

Ella, con voz cavernosa, me gritó: “Si mi marido muere, ¡le haré daño a toda la ciudad!”. Me levanté corriendo, la así por los hombros y la empujé fuera del despacho y de la iglesia, gritándole: “Con ese corazón lleno de odio no eres digna de estar aquí”. Entonces la mujer que la acompañaba me dijo: “Padre, usted trata con amabilidad a todo el mundo y no echa a los que están poseídos por el demonio. ¿Por qué expulsa de mala manera a esta mujer?”. Le respondí: “Nosotros, los exorcistas, sólo ayudamos a quienes desean liberarse de la posesión demoníaca. Y quienes albergan odio en su corazón no desean ser liberados. Además, te aseguro que dentro de una hora la bruja volverá”.

Y, en efecto, poco después regresó. Le dije que, si quería que le practicara un exorcismo, debía traerme todos sus objetos embrujados, para demostrarme que deseaba liberarse. A las tres de la tarde, cuando abrí de nuevo la iglesia, las dos mujeres me estaban esperando. Traían dos bolsas de plástico llenas hasta los bordes. Lo que salió de esas bolsas era escalofriante: incensarios, velas rojas y negras, clavos, alfileres, limones, fotos con el retrato de una persona marcado para recortarlo y un montón de hechizos ya preparados. Además, había libros sobre magia, brujería, hechizos, misas negras, orgías satánicas y demás.

Lo rocié todo con agua bendita, invoqué a Dios para que anulara los maleficios y encerré todo aquello en un armario, para que nadie lo viera. Luego le dije a la bruja que volviera más tarde, cuando la iglesia ya estuviera cerrada, con cuatro hombres. Llegaron puntuales. Comprendí que no era necesario consultar con un psiquiatra, ya que la presencia demoníaca estaba muy clara. Me puse las prendas talares y empecé el exorcismo. Le ordené al demonio que no hiciera daño a ninguno de los presentes, que no se acercase nadie y se mantuviera a una distancia mínima de medio metro. Después comencé el rito. De vez en cuando, la bruja se ponía en pie, chillaba, blasfemaba; yo fingía no oírla. Ella alargaba las manos ante sí, pero sin tocar a nadie, y el demonio acabó gritando: “¿Qué habéis puesto aquí delante? ¡No puedo pasar!”.

El demonio interrumpía a menudo la oración; decía que ellos eran trece, mientras que yo estaba solo, y que nunca lograría expulsarlos. Lo mandaba callar en nombre de Dios, y él se enfurecía. Una de las veces me gritó: “¿Qué has puesto entre nosotros? ¿Una pared de cristal?”. Al final me dijo: “Ella no quiere que la liberes. Si quisiera, te lo habría dado todo, pero en el armario de su habitación guarda dos bolsas con hechizos listos para ser utilizados”. En ese instante, la mujer dijo que estaba muy cansada, que no podía más. Aproveché para finalizar el exorcismo, diciéndole: “Yo no lucho con demonios cansados. Seguiremos mañana, con una condición: por la mañana, tráeme las dos bolsas de hechizos que, según el demonio, ocultas en el armario. Te espero mañana a las siete”.

Al día siguiente, a las siete en punto, estaba delante de la puerta de la iglesia con dos bolsas. Me dijo llorando: “Mi marido se está muriendo. Le han puesto respiración asistida”. Yo repuse: “Ve al hospital a ver a tu marido, Dios velará por él. Regresa esta noche, a las ocho, con los hombres que te acompañaron ayer”. A las siete ya estaban todos en la iglesia. Cerré las puertas, me puse las prendas talares y me preparé para combatir. La bruja no cesaba de repetirme que me diera prisa, porque los médicos sólo le habían dado una hora de vida a su marido.

Recé pocas oraciones y enseguida retomé el exorcismo imperativo. En determinado momento la mujer empezó a chillar y a vomitar; de su boca salió un grupo de tierra marrón mezclado con saliva. Mientras lo rociaba con agua bendita empecé a contar: éste es el primer demonio. Seguí rezando y dando órdenes; uno tras otro, salieron doce demonios más. Una voz cavernosa me gritó: “Soy Satanás y no podrás expulsarme”. Miré el reloj; eran las doce y media de la noche. Dije: “Es el día de la Inmaculada Concepción. Satanás, en nombre de María Santísima Inmaculada, te ordeno que salgas de esta mujer y que vayas donde Dios te ha ordenado ir”. Repetí esta orden diez veces, hasta que la voz ronca del demonio sonó de nuevo: “Ya basta, no quiero volver a oír ese nombre”.

Respondí: “Demonio, repetiré ese nombre toda la noche. Si no quieres oír el nombre de María Santísima Inmaculada, Madre de Jesús, sal de esta mujer y vete”. Entonces la bruja vomitó de nuevo, lanzó un grito y cayó al suelo desmayada. Por fin se había liberado de todos los demonios. Mientras ella dormía, nos dedicamos a limpiar. Puse agua bendita y mucho alcohol en el cubo. Prendí una hoja de papel y la eché sobre los restos del vómito de los trece diablos. Cuando ya estaba todo limpio, le ordené a la bruja, en nombre de Dios, que se levantara. Lo hizo muy despacio, como si el demonio la hubiera destrozado. Le dije que la esperaba en la iglesia por la mañana; tenía que confesarse y comulgar.

Así lo hizo. Días después, mientras estaba en una casa donde debía rezar una plegaria de liberación, sonó el teléfono. La dueña de la casa descolgó y luego vino corriendo a decirme: “Esa señora (la bruja) me ha pedido que le diga que su marido está bien. El día de la Inmaculada los médicos se asombraron; creían que iban a encontrar al paciente muerto y, en cambio, lo encontraron muy restablecido, incluso tenía hambre. Lo llevaron a una habitación normal; mejoraba a ojos vistas y comía con regularidad. Antes de Navidad, volvió a casa, ya curado”.

El día de Navidad, marido y mujer estaban en la iglesia. Después vinieron al despacho parroquial a darme las gracias, se confesaron y tomaron la comunión. ¡Dios es grande!

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