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jueves, 8 de diciembre de 2011

Mujeres de la Biblia: María Santísima (I)



Desde la encomienda de Barcelona recobramos el nuevo apartado dedicado a descubrir a las mujeres más importantes de nuestras Sagradas Escrituras. Para ello y tratándose hoy de la festividad de la Inmaculada Concepción de María, hemos seleccionado un texto de la espiritual cristiana Gien Karssen, en su obra “Manninne, Vroumen in de Bijbel”.

Por tal festividad, hemos seleccionado las líneas que nos hablan de María Santísima, la madre de Dios. Una visión femenina nos acerca al corazón de la Virgen. Ese rincón accesible sólo a los iniciados en la fe.

Desde Temple Barcelona nos gustaría que gozaseis de su atenta lectura.

Juan 19, 25-27 Estaban junto a la cruz de Jesús su madre, y la hermana de su madre, María mujer de Cleofás, y María Magdalena.

Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre.

Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa.

“He aquí la criada del Señor; hágase conmigo conforme a su palabra.”

María se somete totalmente, sobrecogida por el mensaje que el ángel acababa de traerle. En su mente contempla todo lo que le ha sido dicho. Ella, María, será la madre del Mesías. El Redentor prometido a Adán, luego más claramente a Abraham y, finalmente, profetizado por diferentes mensajeros de Dios, será traído al mundo por ella.

Sabía lo que le iba a suceder. Cada mujer judía esperaba llegar a ser la madre del Mesías.

Nunca esperó que este tiempo hubiera llegado y que ella sería la escogida.

Era joven, procedía de un pueblecito insignificante. ¿Y cómo iba ella a dar a luz un bebé cuando todavía no estaba casada, sino solamente comprometida? No es extraño que dijera: “Soy virgen, no soy casada; ¿cómo puede esto hacerse?”

El ángel empezó su mensaje diciendo: “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios”. Luego le contó que el Espíritu Santo obraría este milagro en ella. Su hijo sería llamado Hijo de Dios. Muchos conocen a Dios por la comunión de su Palabra, por los libros de Moisés y los escritos de los profetas. Ella tiene una profunda reverencia para el Señor Dios en su corazón.

Sabía lo que Él había hecho en la historia de su pueblo, para la nación entera y para determinados individuos. Conoce su benevolencia hacia aquellos que le reverencian, y que prefiere obrar con los humildes que con los poderosos de este mundo. Ella sabe que no tiene posición material ni riquezas. ¿Es por esta razón que había sido elegida? ¿Era un instrumento utilizable porque no podía pretender ningún honor mundano de sí misma?

Se muestra gozosamente dispuesta a sacrificarse, viniendo a ser la más humilde servidora. “¡que sea todo así como tú has dicho!”, exclama simplemente, viendo desaparecer al ángel.

Con estas palabras indica completa sumisión, sin retener nada. Es una respuesta acertada. Su hijo, que acaba de serle anunciado, expresará prácticamente lo mismo. En total sumisión a Dios, declara: “No sea hecha mi voluntad, sino la tuya”. La misma actitud de corazón manifestada por María. El futuro le dará amplia oportunidad de probar lo que acaba de decir. En este momento no puede ella prever las consecuencias.

María, la más privilegiada entre las mujeres, aprende desde el principio que privilegios excepcionales van a menudo unidos al sacrificio. Moisés lo había experimentado antes. Pablo lo experimentó después de ella. La primera cosa que sacrifica es su reputación ante el mundo exterior. Pero lo rehúsa ante el privilegio de ser utilizada por Dios. Para José, su prometido, hay también un problema: Es un hombre que anda con Dios; ¿cómo puede casarse con una muchacha que espera un hijo? Porque la ama, no quiere acusarla abiertamente. Si lo hiciera, ella tendría que ser ejecutada. La ley estipulaba que si una virgen hebrea prometida traicionara a su futuro marido y no se la encontrara virgen en el momento del matrimonio tendría que ser apedreada y muerta sin remisión.

Por lo tanto, se propone dejarla sigilosamente. ¿Es que quiere confiar a Dios lo que le ha sucedido? Al hacer esto pone el problema en manos de Aquel a quien pertenece.

Pero el ángel del Señor le descubre en un sueño la verdadera naturaleza del caso. María está esperando el prometido Emanuel, de quien Isaías profetizó. José ha de ser una persona privilegiada: El supuesto padre que dará al niño Jesús el nombre revelado por Dios. Tendrá el privilegio de educar a este niño como si fuera su propio hijo. Su hogar será la casa donde el hijo de Dios, durante su período sobre la tierra, se sentirá más a gusto. Su único hogar terrenal.

Juntos José y María, suben las gradas del templo de Jerusalén, trayendo al niño en brazos. Llevan, asimismo, un par de tórtolas para ofrecer al Señor. María piensa en los sucesos del pasado año. Recuerda que podo después de la visita a su parienta Elisabet, que también esperaba un niño. Sin haberle dicho nada acerca de su preñez, Elisabet le dio la bienvenida llamándola la más bienaventurada entre las mujeres. Llena del Espíritu Santo, Elisabet la ha llamado “madre de mi Señor”.

La reacción de María fue romper en un cántico de alabanza a Dios que Él mismo puso en sus labios. Se siente profundamente admirada por las cosas que van a ocurrir. La gente la llamaría bienaventurada, en generaciones futuras; no a causa de sí misma, sino a causa de lo que Dios había hecho con ella. Él es grande, santo y todopoderoso. Se siente indigna por todo esto. No tiene nada que ofrecer, sino gratitud y alabanza. El niño que ha de nacer será también su Salvador. Aun cuando se siente privilegiada entre todas la mujeres, comprende que ella es también una pecadora que necesita un Salvador.

¡Cuán inconveniente resultaba que, precisamente en los días en que iba a dar a luz al niño, el emperador César Augusto ordenara un censo que debía ser tomado en toda la nación! ¡Y cada persona, precisamente, en el pueblo donde había nacido!

Por tal razón tienen que hacer un largo viaje de Nazaret a Belén, la antigua ciudad del rey David, antecesor de ambos cónyuges. Los dos tenían que ser registrados allá. Lo que, sin duda, temían, resultó ser verdad. Todas las posadas están llenas. El pueblo de Belén, situado en la ruta de las caravanas que van de Jerusalén a Hebrón, estaba rebosante de forasteros.

Su hijo tuvo que nacer en las afueras de la ciudad, en una cueva; un lugar donde en invierno eran encerrados los animales. ¡Cuán triste se sentía María de que su hijo no pudiera tener ni siquiera una cama!

Mientras ella y José se encuentran en tal situación de soledad y desamparo ocurre un milagro. Mirando desde la cueva a las montañas próximas ven aparecer una luz en la noche…, un resplandor más brillante que el sol. Repentinamente aparece un gran ejército de ángeles que cantan: “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra”, proclamando, así, el nacimiento de su Hijo, el Salvador del mundo.

Los pastores, instruidos por los ángeles, acuden al establo. Eran personas ricas; hombres instruidos del Este, que han hecho un largo viaje para traerle preciosos dones: oro, incienso y mirra. De este modo la venida de su Hijo a esta tierra ha sido anunciada por Dios a pobres y ricos a la vez. María, reflexionando sobre estas cosas, no sabe qué decir; su corazón se halla absorto de admiración.

De repente, mientras están llevando a su hijo al templo, un anciano se les acerca y toma al niño en sus brazos. Es Simeón, que ha estado esperando la venida del Mesías durante largo tiempo: “Ahora, despide, Señor, a tu siervo en paz, porque has guardado tu promesa”, le oyen decir; y continúa: “pues mis ojos han visto tu salvación que has dado al mundo”. La plegaria del anciano es guiada por el Espíritu Santo. Ya no queda ninguna duda a José y María de que tienen al Hijo de Dios en sus brazos.

Igualmente, Ana, una profetisa muy anciana que había pasado toda su vida en la presencia de Dios, reconoce al niño como el Mesías prometido. Antes de que Ana se dirija a la ciudad para explicar a la gente que la redención de Jerusalén está próxima, Simeón dice algo muy significativo a María: “Escucha con atención, joven madre: Este niño será rechazado por muchos en Israel, pero será un gran gozo para muchos otros. El revelará los más profundos pensamientos de muchos corazones, pero una espada traspasará tu alma”.

Sin que pase mucho tiempo comienza el primer ataque doloroso. El rey Herodes manda asesinar a todos los hijos varones de dos años para abajo, en Belén, pues espera con esto matar al anunciado rey de los judíos. José y su pequeña familia escapan de la matanza, ya que habían sido advertidos por Dios. Sin embargo, están obligados a hacer un largo viaje por el desierto del Neguev, un territorio desprovisto en aquel entonces de alimentos y de agua. Hace más penoso este viaje a Egipto el saber que muchos niños inocentes han sido asesinados a causa de su hijo.

A María le parece oír, sin duda, en su mente los gritos de estos niños inocentes que son brutalmente destrozados. Siendo ella misma una madre, puede fácilmente identificarse con las madres de aquellos niños. Siendo la madre del Hijo de Dios, puede sentir su dolor por todos ellos, derramando grandes lágrimas.

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