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viernes, 9 de diciembre de 2011

Mujeres de la Biblia: María Santísima (II)


Desde la encomienda de Barcelona, continuamos con la segunda y última parte dedicada a María, “Mater Dei”. Por ello hemos vuelto a seleccionar la continuación a las líneas anteriores, extraídas del libro “Manninne, Vroumen in de Bijbel”, cuya creadora es la holandesa Gien Karssen.

Desde Temple Barcelona, deseamos que este apartado haya sido de vuestro interés.

Han pasado diez años. Están en la ciudad de Jerusalén, atiborrada de gente. Familias enteras están allí para celebrar la fiesta de la Pascua en la ciudad santa y honrar a Dios con su sacrificio.

Es una ocasión de gozo poder adorar al Señor en compañía de viejos amigos que se juntan todos los años parra aquellos días festivos; en consecuencia, la ciudad está llena de muchachos.

Los adultos gozan de sus no frecuentes contactos con amigos y parientes de varios lugares; hablan en voz alta y gesticulan por las calles. Los niños van de un lugar a otro como pájaros, bailan y juegan. Es fácil entender que entre tan gran multitud la ausencia de un hijo por algunas horas pase desapercibida. Los padres piensan que el niño está en la compañía de otros conocidos o parientes.

Esta es la razón por la que José y María, después de un día bien ocupado, descubren, en la jornada primera del viaje de vuelta, que Jesús no está con ellos. No lo encuentran en ninguna parte entre la compañía de viajeros y finalmente vuelven a Jerusalén con los corazones pesarosos.

Buscan por todas partes, pero en vano. Finalmente, después de tres días de búsqueda, lo encuentran en el templo. Con asombro ven al joven sentado entre los viejos y altamente educados rabinos, y no solamente les está escuchando, sino que les está presentando preguntas. Sorprende a todos con su inteligencia, comprensión y respuestas adecuadas.

María está agitada. “¡Hijo! –le dice reprendiéndole-, ¿por qué nos has hecho esto? ¡Tu padre y yo te hemos buscados ansiosamente por todas partes!”. Su respuesta no es desdeñosa, pero sí clara y sin reservas. “¿Por qué me buscabais? ¿No comprendéis que me conviene estar en los negocios de mi Padre”?

¿Tu padre?...¡Si te ha estado buscando por todas partes con tu madre!

¿Comprenden José y María que estaba hablando de su Padre celestial?

Jesús empieza aparentemente a separarse de ellos. Está comenzando a andar, en el viaje de su vida, hacia su verdadero destino. Él, su hijo perdido aquel día, es el Hijo de Dios, el Redentor del mundo. Los lazos infantiles que le habían unido a su familia empiezan a aflojarse. ¿Recordó en esta ocasión María las palabras de Simeón? ¿empieza a experimentar el dolor de la espada que traspasaría su corazón?

Cuando vuelven a Nazaret todo parece cambiado. Jesús continúa obediente y sujeto a ellos; pero algo ha ocurrido en el corazón de María. Archiva este recuerdo entre los que ya tiene en su memoria. De nuevo tiene la oportunidad de someter sus deseos maternales a la voluntad de Dios.

Pasan los años, años buenos, años en los cuales Jesús se desarrolla desde su madurez como hombre. La influencia de su madre sobre él durante este tiempo es, sin duda, grande. El evangelio nos dice que Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia, y era amado por los hombres. Jesús, el Hijo de Dios, como niño, es perfecto; pero como verdadero hombre debe pasar por un desarrollo natural. Como hombre sobre la tierra se somete a la influencia de María.

Jesús no se desarrolla en el seno de una familia socialmente rica, pero espiritualmente tiene mucho que puede ser envidiado. Ambos padres andan con Dios, se respetan el uno al otro. Sobre todo, los pensamientos de María están llenos de Dios. Los pensamientos de una persona determinan sus hechos, así que la atmósfera de este hogar está completamente dirigida por Dios. Hay una atmósfera amiga en este pequeño hogar de Nazaret, un hogar saturado con el espíritu de verdadera humildad y devoción natural. Este espíritu es el que facilita la obediencia a los padres. Es en el hogar de José y María donde Jesús se enfrenta con las Sagradas Escrituras. El amor de su madre por la Palabra de Dios es un ejemplo al hijo.

Por espacio de dieciocho años permanece en su hogar paterno.

Puesto que José ha muerto durante este tiempo, lo más probable es que Jesús comparta con su madre los problemas de la familia y lleve la responsabilidad del sustento familiar. Ya no le llaman el hijo del carpintero, sino el carpintero.

Cuando Jesús tiene 30 años todo cambia.

María ve esto claramente al asistir a una fiesta de boda, juntamente con él, en las colinas de Galilea. Se da cuenta de que el dueño tiene dificultad por no tener suficiente vino. Su primera reacción es pasar la noticia del problema a Jesús. Pero éste ya no es el hijo obediente que hasta entonces ha conocido. “Mujer –la responde-, ¿qué tengo contigo?” Al dirigirse a ella llamándola “mujer” no indica falta de respeto o de simpatía. A las mujeres hebreas se acostumbraba llamarlas de esta manera, pero claramente marca una distancia entre él y su madre. “Nunca me había tratado de esta forma”, se dice, sin duda, María en su interior. Probablemente recuerda, empero, aquel otro día en el templo cuando él se expresó de una forma algo semejante. Comprende que, aunque es su hijo, no puede obedecer todas sus órdenes. Tiene órdenes superiores que cumplir.

María no se da por ofendida, y si se siente un poco herida no lo da a conocer. “Haced todo lo que él os dijere”, dice a los criados; pues sabe que él es Dios y puede obrar milagros.

Está contenta de tomar el segundo lugar. ¿Comprende ya ella lo que más tarde su hijo enseñará acerca de poner a Dios en el primer lugar en nuestro servicio? Ahora él se ha separado un tanto de ella, pero es para bien. Desde ahora ya no será, en primer lugar, el hijo de María, sino que ha venido a ser Jesús de Nazaret, acerca del cual todo el país está hablando. María sabe, empero, que es el Hijo de Dios que va de un lado a otro haciendo bienes.

María aprende a ponerse atrás; pero no sin dolor. Va experimentando poco a poco la presencia de la espada en su vida, pero también comprende que su pena o contrariedad está unida al favor de Dios. Todo lo que le resta hacer ahora es ponerse una y otra vez a su disposición. Mientras Jesús está viajando de un lado a otro del país, curando a los enfermos y predicando el evangelio, la fe de María encuentra lugar para crecer. Sin duda, es penoso para ella que sus otros hijos no crean en su misión y que la gente de Nazaret no lo acepte. Así que mientras Jesús va siendo más y más conocido y su influencia está en auge, María va aprendiendo la lección de ponerse atrás. Consiente en no poder ya ordenarle cosas como antes.

Esto se hace más claro para ella un día cuando, juntamente con sus hijos, trata de hablarle. Cuando dicen a Jesús: “He aquí tu madre y tus hermanos están afuera que te quieren ver”, responde: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?” Y añade señalando a sus discípulos: “Cualquiera que hace la voluntad de Dios, éste es mi hermano, mi hermana y mi madre.” Las personas con quienes Él se relaciona diariamente son igualadas a ella por esta frase. Sus relaciones con la gente ya no se basan en los lazos de la sangre, sino en los lazos de la fe en Dios.

Otra aparente contrariedad; otra vez la espada.

Pero la espada penetra en su alma con toda su agudeza cuando María está al pie de la cruz donde su hijo ha sido clavado como un criminal. No es ella la única que bebe la copa del dolor hasta la última gota; pero el dolor de María encuentra aquí su clímax. Ella no lo ignora; no trata de evitarlo; está con él hasta el último momento. Ve su agonía; oye las burlas y griteríos del populacho…

Las horas pasan lentamente bajo el ardiente sol, y una persona, para ella la más amada, sufre como ningún otro hombre sufrirá. María permanece al pie de la cruz y sufre con Él. Esto es propio de la maternidad. Resuenan en sus oídos las palabras que ella misma dijo al ángel: “Que sea así como tú dices”. Se mantiene en esta actitud porque se ha puesto totalmente al servicio del Señor. Lo que siente es secundario.

Jesús la ve, aun dentro de su agonía de muerte, y no olvida el cuidar de ella.

“Mujer, he aquí tu hijo”, le oye decir; y luego dice a Juan, la persona que él amaba más en la tierra: “He aquí tu madre.” Jesús no deja su vida humana sin cuidar de su madre. El hombre y la mujer que en la tierra estuvieron más cercanos a su corazón serán los que mejor podrán entenderse y cuidarse el uno al otro cuando él hay partido. Y desde entontes María vive en el hogar de Juan.

Al pie de la cruz no es el último lugar en que encontramos a María. La hallamos de nuevo cuando está con los discípulos de Jesús y otras mujeres fieles. Esto es, después de la ascensión de Cristo, en el aposento de Jerusalén. María se dedica, con otros creyentes, a una oración perseverante. María no se aflige por su pérdida personal, sino que la acepta. Su deber, en lo que a él se refiere, ha sido cumplido.

María, la mujer más bendecida, la mujer más privilegiada de todas las mujeres, cuyo nombre es mucho más honrado que el de cualquier otro mortal, se dedica de nuevo a Dios. Y lo hace sin pretensiones de ninguna clase; simplemente toma su lugar entre otros que oran y buscan servir al Señor.

María sabe que una persona puede dejar todos sus intereses personales y dedicarse enteramente al honor de Dios.

María es ahora una mujer madura. En los últimos treinta años de su vida ha alcanzado pináculos de felicidad desconocida. Al mismo tiempo ha conocido profundos dolores; tan profundos como jamás ninguna otra mujer ha encontrado. Pero su actitud hacia Dios no cambia. Ha demostrado en su vida lo que dijo cuando le fue anunciada la venida del Mesías: “He aquí la sierva del Señor; sea hecho conmigo conforme a todo lo que él quiera.” (fin)

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