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martes, 10 de enero de 2012

Federico II de Hohenstaufen


Desde la encomienda de Barcelona seguimos con el apartado dedicado a conocer mejor los diferentes aspectos que tuvieron lugar durante las Cruzadas. Esta vez viajaremos hasta la sexta Cruzada donde tuvo un flujo importante la figura del rey alemán Federico II.

Por ello hemos seleccionado un nuevo texto del periodista, escritor y licenciado en Ciencias de la Información Juan Ignacio Cuesta de su libro “Breve historia de las Cruzadas”.

Desde Temple Barcelona estamos seguros que su contenido os sumergirá en el tiempo.

Talla del rey Federico II

Jean de Brienne se convirtió en suegro del nuevo emperador Federico II, cuando éste se casó con su hija Yolanda, en el año 1225. El alemán era el nuevo regente de Jerusalén. Venía precedido por una gran fama de hombre culto que conocía perfectamente el árabe, capaz de establecer pactos con los infieles. Además estaba muy interesado en la cultura y praxis de los místicos sufíes. Este monarca molestaba en Occidente, sobre todo al Papa convocante de la Cruzada, Honorio III. Desde la óptica de su tiempo se trataba de renegado por ser buen amigo de Al-Kamil. Por ello, sería excomulgado en varias ocasiones por el Papa Gregorio IX, que le acusaba de mantener una actitud dilatante, además de su pretensión de reinar sobre parte del territorio italiano y su empeño en conseguir los Santos Lugares negociando con los musulmanes.

Es justo reconocer que fue un monarca con gran sensibilidad, que supo reconocer la superioridad de sus enemigos en muchas disciplinas, como la medicina, la astronomía o la poesía. Aunque era el gran emperador de Occidente, sabía que había otro “imperio” entre el Tigris y el Eufrates o, quizá a las orillas del río Jordán. Su fascinación por todo ello le llevó incluso a que en su reino se escuchara frecuentemente los rezos de los almuédanos. Por otra parte en desacuerdo con las frecuentes batallas debidas a motivos religiosos que emprendían los Papas con el concurso de los reyes europeos, mucho más bárbaros que los refinados orientales.

Sin embargo, Federico aspiraba a ser el nuevo rey de Jerusalén y, confiando en que su cercanía a Al-Kamil le permitiría conseguirlo de un modo sencillo, viajó en el año 1228 hasta su destino con tan solo tres mil hombres.

El árabe, que estaba dispuesto a entregarle la ciudad, sobre todo para tener un “aliado” occidental mucho menos peligroso que sus correligionarios, debía diseñar una estratagema para poder lograrlo sin que hubiera una revuelta popular, ni le consideraran un traidor.

Encontraría un recurso propagandístico eficaz e inteligente, que consistiría en exagerar públicamente la importancia de las tropas que cercaban la ciudad y anunciaría que “…se avecina una guerra sangrienta en la que habrá muchos muertos.”

A finales del año 1228, el alemán entró en la Ciudad Santa sin un solo combate. Además, el acuerdo contemplaba la creación de un corredor hasta la costa, las ciudades de Nazaret y Belén y el castillo de Tibnin, cerca de Tiro. Sin embargo, los creyentes podían permanecer en la ciudad, en la zona de Haram ash-Sharif. El propio rey sería quien firmara el acuerdo con el Fajr al-Din, el representante de Al-Kamel. Durante una visita a la Cúpula de la Roca, bromeó con una inscripción en la que se hacía referencia a Saladino, que “…habría purificado la ciudad de la presencia de los mushrikin”. Emplearía también un doble juego de palabras para calificar a los frany como “cerdos”.

En fin, estamos ante un personaje que, aunque era cristiano, estaba más cerca de la sensibilidad musulmana de lo que hubiera gustado a sus aliados occidentales. Sea como sea, Federico II era ahora quien se sentaba en el trono de Jerusalén.

Leyendo a sus mentores, sabemos que el cronista sirio Sibt Ibn al-Yawzi consideraba que este hombre: “…pelirrojo, calvo y miope…que si hubiera sido un esclavo no lo compraría ni por doscientos dirhems…”, en realidad no era ni cristiano ni musulmán. Era un ateo y en el Corán se decía expresamente que éstos debían ser condenados a muerte. Esta circunstancia y la ocupación de la Ciudad Santa propiciaron que en el año 1229 muchos árabes acusaran a Al-Kamil de traición y emprendieran acciones contra él, pero éste conseguiría ocupar Damasco y aplastar a los disidentes. El sultán de la ciudad, Al-Naser huyó y se refugió en el bastión de Kerak, un castillo situado en la otra orilla del río Jordán.

En octubre de 1240, Ricardo de Cornualles, dirigiendo una gran flota, desembarcó en el puerto de Acre con tropas inglesas dispuestas a defender las conquistas ya realizadas. Un año después, el 23 de abril, se firmará la paz de Ascalón. Los frany recuperaron Galilea, Belén y Jerusalén, que habían perdido en noviembre de 1239.

Tras la muerte de Al-Kamil (1243), Al-Naser, que en el año 1238 había tratado de recuperar el trono de Damasco, firmó una alianza contra sus propios convecinos y ofreció a los cristianos reconocer su derecho pleno sobre la ciudad del Santo Sepulcro, e incluso retirar a todos los religiosos que quedaban en ella. Como vemos, los nuevos juegos turbios de alianzas y trampas fueron muy abundantes en ambos bandos.

Sin embargo, Jerusalén sería conquistada de nuevo el 23 de agosto de 1244 por los turcos kharezmianos. Los cristianos no la recuperarían ya nunca más. Sin embargo, los árabes tendrían pronto que hacer frente a un nuevo peligro que esta vez venía desde el norte. Desde Mongolia, al mando de Gengis Khan, hordas de guerreros centroasiáticos y turcos que habían demostrado una especial ferocidad empezaban a intentar apoderarse del mundo. Habían destruido ya China, reducido Rusia a escombros y vaciado de habitantes ciudades tan importantes como Samarkanda, que no pudo resistir el empuje brutal de un hombre cuya idea fija era: “…destruirlo todo para que la tierra fuera una inmensa estepa en la que los hijos de los mongoles fueran libres y felices, y crecieran fuertes amamantados por sus madres.”

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