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martes, 31 de enero de 2012

La Sábana Santa: la conexión templaria


Desde la encomienda de Barcelona recuperamos el apartado dedicado a saber cuál fue el ideal que tuvo la Orden del Temple a los ojos de la historia. Por ello recuperamos un nuevo texto de la paleógrafa italiana Barbara Frale, el cual hemos extraído de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde nos acerca al umbral entre lo histórico y lo legendario sobre los templarios.

Desde Temple Barcelona sabemos que sus líneas os envolverán en una nebulosa de misterio..

El misterioso ídolo de los templarios (II)

  1. De la leyenda a la política

Tal vez los conocimientos científicos que habían permitido la construcción de las grandes catedrales fueran en el fondo los mismos que aquellos con los que el legendario arquitecto fenicio Hiram, milenios antes, había dado vida en Jerusalén al edificio más famoso de la historia, el legendario Templo de Salomón. El Templo no era tan sólo una construcción grandiosa; también era la capilla para albergar la Arcana Presencia, el Dios Vivo, y como tal se daba por supuesto que sólo podían tocarlo manos de personas iniciadas en los más elevados misterios. Se suponía que, en un determinado momento, con la Primera Cruzada (1095-1099), cuando los occidentales llegaron a Jerusalén y crearon el reino cristiano de Tierra Santa, las antiguas doctrinas de Hiram habían pasado al Medievo europeo. En la historia de la Edad Media y de las cruzadas había una presencia especial que había tomado su nombre directamente del Templo de Salomón: era la Militia Salomonica Templi, más conocida como orden de los templarios. Nacida precisamente en Jerusalén con el fin de defender a los peregrinos en Tierra Santa no bien llegada la Primera Cruzada, la orden de los templarios había conocido una fortuna prácticamente imparable, que la había convertido, sólo cincuenta años después de su fundación, en la orden religioso-militar más poderosa de la Edad Media, hasta que, cerca de dos siglos después, fue destruida por un oscurísimo proceso por herejía y brujería que concluyó con la muerte del último gran maestre en la hoguera.

Intelectuales famosos como Dante Alighieri, contemporáneos del proceso, habían denunciado sin medias tintas que el ataque a los templarios era en esencia un gran montaje promovido por el rey de Francia Felipe IV el Hermoso para apoderarse del patrimonio de la orden, gran parte del cual se hallaba en territorio francés; pero ya en el siglo XVI, ciertos obsesionados por la magia, como el filósofo Cornelio Agripa, habían insinuado la posibilidad de que en la orden se practicaran rituales extraños y ocultos, rituales que se celebraban a la débil luz de velas con la presencia de misteriosos ídolos y hasta de gatos negros.

No se tenía idea exacta del papel que desempeñara en esta historia el papa, que a la sazón era el gascón Clemente V (1305-1314); este personaje, siempre titubeante, que parecía seguir servilmente la voluntad real, consiguió, sin embargo, prolongar el proceso contra los templarios durante más de siete años, prácticamente hasta su muerte, que se produjo apenas un mes después de la del último gran maestre del Temple. Entonces se desconocían muchas fuentes hoy accesibles, pero incluso las que se conocían se estudiaban con un método muy diferente del crítico que se emplea en la actualidad: se concebía la historia de la misma manera que las otras bellas letras, es decir, como un pasatiempo útil capaz de entretener y elevar el espíritu, por lo cual se tomaban del pasado los hechos que podían dejar una enseñanza moral, o bien estimular la imaginación de la misma manera que una novela de aventuras.

De este pontífice, cuyo nombre seglar era Bertrand de Got, se sabía que había nacido en suelo francés, que había dado comienzo al cautiverio papal en Aviñón, que había absuelto de la excomunión a Guillaume de Nogaret, verdadera “alma negra” del reino de Felipe el Hermoso que el soberano utilizó para llevar a cabo sus empresas más inescrupulosas; el rey de Francia había triunfado en todas las cuestiones a propósito de las cuales había tenido un enfrentamiento con la autoridad papal, e incluso en el caso del proceso a los templarios, muchos hechos parecían indicar que la Iglesia se había adaptado fácilmente a las pretensiones del soberano. Pero había también otro hecho que inclinaba el platillo de la balanza a favor de esta idea, un hecho completamente ajeno a los estudios históricos y, sin embargo, capaz de ejercer una influencia de primer orden. La actitud de la Iglesia a comienzos del siglo XVIII era extraordinariamente cauta en relación con las nuevas ideas iluministas que se afirmaban con fuerza y que intentaban promover la renovación del pensamiento y también de muchas dinámicas sociales. Varios eran los factores en los que esta obcecación hundía sus raíces. Gran parte de los prelados que ocupaban puestos de primer orden en la jerarquía eclesiástica provenían de las mismas familias nobles que regían el poder civil: tenían la misma mentalidad e idéntico modo de ver el mundo. La Iglesia había sido siempre un organismo inmune a los condicionamientos sociales que dominaban el siglo, en el sentido de que en su seno era posible acceder a las máximas cumbres del poder espiritual y temporal con las dotes naturales, aun siendo de origen muy humilde; en efecto, varios papas entre los más famosos y celebrados habían pertenecido a familias indudablemente pobres. Basta pensar en el celebérrimo Gregorio VII, que en su juventud se había ganado la vida trabajando como mozo de cordel, o bien nuestro contemporáneo Juan XXIII, hijo de una familia campesina numerosa que apenas tenía qué comer. Así era al menos en teoría, aunque muy a menudo la realidad de los hechos era muy distinta: los inmensos patrimonios asociados a tantos cargos eclesiásticos convertían a éstos en presas muy codiciadas por la nobleza, que introduciendo a sus hijos segundones en las filas de la jerarquía eclesiástica encontraba una manera de asegurarles una vida de privilegio sin dividir el patrimonio familiar. El momento de mayor corrupción en este sentido se había dado en el Renacimiento, cuando era muy común la práctica de vender directamente a tarifas fijas los cargos de mayor privilegio, como los arzobispados, las púrpuras cardenalicias y la dignidad de abad de los monasterios ricos.

El escándalo y la incapacidad de operar a corto plazo una sólida reforma de las costumbres había alimentado incluso motivos de contestación política, cuyo resultado fue el cisma protestante. A comienzos del siglo XVIII, más de dos siglos después de la rebelión de Martin Lutero, distaban mucho de haberse calmado las violentas polémicas desencadenadas en los siglos XVI y XVII por el pensamiento protestante, que acusaba al Papado de haber atrapado a la humanidad en una red de invenciones construidas en su provecho sobre el único, el auténtico tejido de la doctrina cristiana, el primitivo. En Magdeburgo se había fundado una escuela de estudios históricos para demostrar la interminable serie de falsedades que se creían acumuladas por la Iglesia católica durante más de mil años con el único fin de someter a los fieles a sus intereses materiales. Sus integrantes, conocidos como “los centuriadores de Magdeburgo” por el nombre de las obras que publicaban en serie (Centurie), tenían indudables cualidades intelectuales y, aun cuando había incluido en sus reconstrucciones abundante material imaginativo, lo cierto es que crearon muchos problemas a generaciones de estudiosos católicos. En resumen, la herida del gran cisma protagonizado por Lutero había producido un trauma que distaba mucho de agotarse. Y cada novedad que parecía poner en tela de juicio la tradición del pensamiento católico, consolidada y, por eso mismo, tranquilizadora, se veía como la bandera de un nuevo ataque: Galileo Galilei había sido una de las víctimas más ilustres de esta reacción. En poco tiempo se consolidó la tendencia a ver en la Iglesia un poderoso instrumento aliado del opresivo poder laico que se quería abatir, y diferentes grupos masónicos adoptaron un definido carácter anticlerical que en un comienzo no tenían.

De la idea de que la razón fuese la vía preferente, cuando no la única, para el mejoramiento de la vida humana, nace poco a poco un concepto cuasi divino del propio intelecto: una Razón como chispa de divinidad que el hombre ha recibido de Dios, Él mismo puro raciocinio y exaltado como el Gran Arquitecto que construyó el universo. Los misterios con los que el Sumo Arquitecto había puesto en pie el cosmos traían a la mente aquéllos con los que otro legendario arquitecto, Hiram el fenicio, había edificado el Templo en la ciudad santa de Jerusalén. El Templo lo había querido Salomón, a quien la Sabiduría divina había concedido inconmensurables riquezas, y evocaba a los templarios, destruidos porque también ellos estaban en posesión de fabulosas riquezas y tal vez –todo parecía indicarlo- eran herederos de los secretos de Hiram. Esta misma Iglesia católica, tan retrógrada, que parecía obstaculizar cualquier pequeñísimo progreso del pensamiento, no era otra cosa que la heredera del Papado medieval, institución que durante siglos había protegido las frágiles bases de su verdad histórica con el uso de su arma más terrible, la Inquisición, contra quienes estaban en poder de pruebas útiles para desenmascararla.

Todas estas ideas distintas, independientes entre sí, pero nacidas en el seno de un mismo contexto, terminaron por fundirse y sus respectivos perfiles se adaptaron al punto de encajar unos con otros como si se tratase de piezas de un rompecabezas. De simples víctimas de la razón de Estado y de la debilidad política de Clemente V, poco a poco los templarios pasaron a ser los desafortunados héroes de una sabiduría milenaria, una sabiduría superior y muy antigua del cristianismo que habría podido difundir progreso y bienestar social, pero que fue sacrificada para defender los injustos privilegios de una institución siempre aliada del poder absoluto y sus múltiples abusos. El templarismo (es decir, una visión muy novelada de esta orden que se proyectaba a la realidad social del siglo XVIII) se convirtió en un fenómeno fascinante y digno de pasar a formar parte de la cultura popular europea, aunque con manifestaciones sustancialmente diferentes en los distintos países. Efectivamente, si en Francia se había presentado a los templarios como los campeones del pensamiento libre contra la opresión de los dos “dinosaurios” del Ancien Régime –la corona y la Iglesia-, en Alemania, por el contrario, los estudios sobre los templarios se promovieron precisamente para castigar a esos mismos grupos radicales y subversivos que en ellos se inspiraban.

El príncipe Metternich, líder de la reacción contra las conmociones que Napoleón produjera en Europa, había puesto en práctica una política cultural dirigida a enturbiar la credibilidad de los modernos grupos masónicos neotemplarios: se quería hacer saber que esos heroicos hermanos de una orden secreta, de quienes los franceses y la Revolución se honraban en reivindicarse herederos, no eran en realidad otra cosa que una rama de herejes pervertidos, enemigos de Dios, de la Iglesia y del Estado. De campeones del libre pensamiento y guardianes de los sublimes conocimientos que los templarios habían sido en Francia, pasaron a ser en Austria el baluarte de la herejía más irreductible. Es probable que Napoleón tuviera conocimiento de esta instrumentación política; y si realmente lo tenía, su interés se vería por ello indudablemente acrecentado.


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