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martes, 14 de febrero de 2012

La Sábana Santa: La conexión templaria


El misterioso ídolo de los templarios (II)

Desde la encomienda de Barcelona seguimos con el apartado dedicado a saber cuál fue el sentir que siguió la Orden del Temple durante su andadura medieval.

Precisamente recuperamos un nuevo frafmento de la paleógrafa italiana Barbara Frale, el cual hemos extraído de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde nos transporta por los recodos de una historia legendaria y tergiversada.

Desde Temple Barcelona estamos deseosos de que disfrutéis de su lectura.

3 Del Bafometo y otros demonios

El mismo año en que el emperador de los franceses escribiría su recensión de la tragedia no demasiado brillante de François Raymond sobre los templarios, en Londres salía de la imprenta de la sociedad Bulmer and Cleveland un libro de Joseph von Hammer-Purgstall titulado Explicación de los alfabetos antiguos y de los jeroglíficos. El autor era un joven estudioso austríaco oriundo de la ciudad de Graz, en Estiria, que en 1796 había entrado al servicio diplomático y sólo tres años después había formado parte de la embajada enviada a Constantinopla. Enseguida participó en diversas expediciones británicas contra Napoleón en Oriente Medio, donde estudió las antiguas civilizaciones y viajó mucho. Esta intensa actividad de investigación y una notable apertura mental innata lo llevarían a convertirse, en el curso de unos cincuenta años, en uno de los principales orientalistas de su época, autor, entre otras cosas, de una manual de historia del Imperio otomano al que se reconoce el mérito de haber tratado por primera vez un sector aún inexplorado. En 1847-1849 coronaría su carrera ocupando la presidencia de la prestigiosa Academia Austríaca de las Ciencias, destinada a contar entre sus miembros a hombres del calibre de Christian Doppler y Konrad Lorenz. En 1806 enviaba a la imprenta sus primeras experiencias de investigación; tal vez para satisfacer los deseos de su poderoso patrón, el príncipe de Metternich, y seguramente influido por la “leyenda negra” de los templarios, tan de moda en su época, incluía en el panorama de los alfabetos antiguos una hipótesis sugerida por una simple semejanza de sonidos que, no obstante, no dejaría de resultar escandalosa. En efecto, Hammer-Purgstall había identificado una palabra escrita en caracteres jeroglíficos que, según su lectura, sonaba Bahúmíd y que, traducida al árabe, significaba “becerro”. Hoy podemos reconstruir cómo se desarrolló su trabajo, y mostrar cómo estas extravagancias del estudioso tienen su explicación lógica. Observemos que ciertos testimonios ajenos a la orden del Temple que comparecieron en el proceso celebrado en Inglaterra habían hablado de rumores extraños acerca de la orden, rumores según los cuales los templarios guardaban un ídolo en forma de becerro; además, en algunos testimonios del proceso que tuvo lugar en el sur de Francia apareció aquella extraña denominación, Baphomet, que tanto impresionó a Hammer-Purgstall porque parecía aproximarse a su palabra misteriosa. Estos testimonios, escasos y en verdad escabrosos, se reducen como máximo a la décima parte del total y no son en realidad más que una gota en el mar si se los compara con las otras mil deposiciones que aún hoy se conservan del proceso a los templarios, en la inmensa mayoría de las cuales no se encuentra rastro alguno de monstruos ni de becerros. Pero el estudioso del siglo XIX, arrastrado por el gusto romántico que dominaba la época y entorpecido además por un método de investigación muy poco científico, fue, de buena fe, víctima de una gran fascinación: sin tener para nada en cuenta las proporciones, sólo vio las muy escasas descripciones plenas de detalles inquietantes y dejó de lado todo un universo de confesiones mucho más fiables y racionales. Y a plena satisfacción del príncipe de Metternich dibujó de la orden de los templarios un rostro de índole esotérica de tintes decididamente oscuros.

A Hammer-Purgstall le pareció que las piezas del mosaico encajaban a la perfección, y esa sugerencia lo llevó a comprometerse más profundamente en la investigación. Sólo en 1818, después de Waterloo y el exilio de Napoleón a Santa Elena, después del Congreso de Viena y el comienzo de la Restauración, las hipótesis propuestas por este autor alcanzaron una forma madura gracias a la amplia utilización de otras fuentes. En aquel año veía la luz la obra destinada a ser la más famosa en este terreno, con el elocuente título de Revelado el misterio del Bafometo. El autor abandonaba su anterior convicción, según la cual el extraño nombre que utilizara para el ídolo templario derivaba de un antiguo término jeroglífico, y abrazaba una teoría mucho más compleja: la palabra no venía ya de la lengua egipcia, sino que era un compuesto de dos términos griegos reunidos para significar “bautismo del espíritu”. A su juicio, eso demostraba que los templarios habían heredado del pasado, a través de los herejes cátaros extendidos por aquella época en el sur de Francia, la doctrina de la antigua secta de los ofitas. Estos últimos se llamaban así porque reservaban un culto especial a la serpiente (en griego, ophis) de la que habla la Biblia en el libro del Génesis. Para ellos, el Dios de la Biblia no era el principio del bien, sino del mal, porque había constreñido al hombre a una condición de ignorancia por la mezquindad y celos; y había sido precisamente la serpiente, no enemiga, sino amiga del género humano, la que desvelara el camino para alcanzar la verdad, o bien el itinerario hacia la gnosis (“conocimiento”, en griego), el conocimiento divino. Esta religión primigenia, más antigua que el propio cristianismo, habría sobrevivido siempre en la sombra con sus secretos huyendo durante milenios de las persecuciones de parte de la Iglesia y de los diversos poderes que en ella se apoyaban. Una de las mayores acusaciones que en su época lanzara el rey de Francia contra los templarios era la de que obligaban a sus adeptos a renegar de Jesús y a escupir sobre la cruz, lo que podía superponerse a lo que decía el teólogo cristiano Orígenes (que vivió a comienzos del siglo III) sobre los ofitas, es decir, que imponían a los nuevos miembros la obligación de blasfemar contra Jesús.

Poco después de la aparición de las teorías de Hammer-Purgstall, el duque de Blacas, famoso coleccionista de objetos de aspecto esotérico, encontró como por arte de magia dos rarísimos cofres atribuidos a la época medieval, que representaban una especie de culto demoníaco; el Bafometo recibió entonces su consagración oficial y adoptó la forma finalmente famosa que, no obstante, había sido imposible extraer de las fuentes templarias rarísimas y en plena contradicción entre sí: parecía una especie de diablo con cuernos y patas de macho cabrío, pechos de mujer y órganos genitales masculinos. El perverso talento de ocultistas Eliphas Levi recuperaría a finales del siglo XIX estas sugestivas falsedades de gusto neogótico, encontraría en ellas un material sumamente útil para sus especulaciones y acuñaría para el nebuloso Bafometo ese aspecto diabólico con el que aún hoy reina amenazante en tantas imágenes fantásticas. Los entusiastas del ocultismo son libres de creer lo que quieran, pero no cabe duda de que, a la luz de las pruebas históricas, el Bafometo no es más que un despreciable muñeco inventado de cabo a rabo por la fantasía del romanticismo y que a menudo y aún hoy se utiliza con sumo provecho para timar a los bobos.

La verdad sobre el misterioso “ídolo” venerado por los templarios debe buscarse en otra dirección completamente distinta.

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