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martes, 27 de marzo de 2012

La Sábana Santa: La conexión templaria


Desde la encomienda de Barcelona volvemos a tratar el apartado dedicado al análisis histórico de la Orden del Temple durante el Medievo.

Precisamente, hemos seleccionado unas líneas de la paleógrafa italiana Barbara Frale, recogidas de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde esta vez nos relata la importancia que tuvo el Santo Sepulcro para los templarios.

Desde Temple Barcelona recomendamos su lectura para un mayor esclarecimiento de los hechos acaecidos.

El misterioso ídolo de los templarios (II)

  1. Perder el Sepulcro y el honor

En 1187, Saladino, sultán de Egipto, que había conseguido unir el frente islámico contra los estados cruzados, infligió al ejército cristiano una trágica derrota en las proximidades del lugar conocido como Cuernos de Hattin. Los templarios y los hospitalarios presos fueron asesinados y muchas fortalezas pasaron a manos musulmanas. Jerusalén se perdió y el Santo Sepulcro no volvió al dominio cristiano sino por un breve periodo en época del emperador Federico II, que estableció con el sultán al-Kamil un acuerdo especial que a muchos les pareció una traición. La pérdida de Jerusalén produjo un daño enorme a la orden del Temple, nacida expresamente para defender Tierra Santa. Los historiadores han puesto ampliamente de relieve sus gravísimas pérdidas de índole material, pero tal vez sean más destacables aún los efectos devastadores que la derrota tuvo en lo que hoy llamaríamos la “moral de la tropa”. Los templarios tenían un vínculo estrechísimo con la tumba de Cristo, y justamente en ese lugar tan particularmente sagrado –centro ideal y material de la cristiandad- había nacido la primera confraternidad de Hugo de Payens. Perder el Sepulcro significaba perder el honor.

A comienzos del siglo XIII hubo un gran movimiento colectivo a favor del relanzamiento de la cruzada y la recuperación de la Ciudad Santa; el papa Inocencio III, que era muy sensible a este problema, trató de ayudar por todos los medios a las órdenes militares humilladas por la victoria de Saladino. Entre 1199 y 1203 se organizó una nueva expedición a Oriente encabezada por Venecia y algunos grandes barones franceses; pero una vez que estuvo en Constantinopla, el ejército cruzado aprovechó la circunstancia de que el Imperio bizantino atravesaba una gravísima fase de decadencia política, y las grandes riquezas de la ciudad estimularon el ansia de conquista de los cruzados. Pese a la excomunión de Inocencio III, la que debía ser la Cuarta Cruzada para la recuperación del Santo Sepulcro se transformó en un tremendo baño de sangre de cofrades, también cristianos, si bien de una Iglesia que se había separado de Roma con el cisma del año 1054. Los venecianos, que habían dirigido el desplazamiento del objetivo de Jerusalén a las riquezas de Bizancio, se repartieron con los franceses el enorme botín saqueado a la ciudad, un tesoro incalculable de metales preciosos, obras de arte y reliquias únicas en el mundo; los vencedores también se repartieron los territorios del antiguo Imperio bizantino, con lo que se fundó el denominado Imperio Latino de Oriente. El acontecimiento dejó una mancha oscura sobre la imagen de la cruzada en general: había quedado patente que determinadas ideas ya no captaban el corazón de la gente como en otro tiempo, que los intereses económicos y políticos estaban por encima de cualquier otra cosa. A partir de ese momento, la sociedad cristiana comenzó a dudar de que alguna vez fuera posible recuperar de verdad el Santo Sepulcro.

En el transcurso del siglo XIII la reconquista islámica de Tierra Santa prosiguió sin pausa y las órdenes militares tuvieron que resignarse a continuas derrotas. La orden del Temple hubo de adaptarse poco a poco al nuevo estado de cosas cambiando en parte sus funciones: si ya no era posible concentrar el servicio en la actividad militar, porque el frente islámico era demasiado fuerte, se podía incrementar la actividad financiera acumulando dinero que un día, cuando fuera posible, se emplearía para reconquistar Jerusalén. De esa manera, el Temple se convirtió en una especie de banca al servicio de la cruzada; los papas se sirvieron de ella para resguardar e invertir el dinero de las limosnas recogidas para Tierra Santa, y la orden, dada su firme reputación de honestidad, fue utilizada como tesorería también por los soberanos cristianos.

Entre 1260 y 1270, el sultán Baibars redujo el reino cristiano a una angosta franja costera que tenía como capital la ciudad de Acre, en Siria. La sociedad occidental comenzó a alimentar serias dudas acerca de la utilidad de las órdenes militares: muchas personas se preguntaban si era justo mantener en pie estos colosos colmados de privilegios que iban de derrota en derrota y no eran capaces de recuperar los Santos Lugares. En 1281 también cayó Acre, a pesar de una desesperada resistencia en la que los templarios dieron prueba de heroísmo y el gran maestre Guillaume de Beaujeu murió en el campo de batalla para cubrir la fuga de los demás. Se había perdido hasta el último baluarte de Tierra Santa: la época de las cruzadas había concluido con una derrota. Naturalmente, el acontecimiento tuvo gravísimas repercusiones para las órdenes militares, que se vieron prioritariamente obligadas a buscar una nueva sede en Oriente: los templarios y los hospitalarios se establecieron en la isla de Chipre, mientras que los teutones, miembros de una orden fundada a mediados del siglo XIII, desplazaron su objetivos a su expansión por el este de Europa.

La caída de Acre convenció al papa Nicolás IV de la necesidad de reunir a los templarios y a los hospitalarios en una nueva y única orden, más grande y más fuerte, que estuviera finalmente en condiciones de recuperar Tierra Santa. Era un proyecto del que ya se había hablado en el concilio de Lyon de 1274, en el que también se había tratado de la posibilidad de confiar la conducción de la nueva orden unida a uno de los soberanos cristianos, que tal vez debía ser viudo o célibe para respetar la naturaleza monástica de estas instituciones. La iniciativa no había llegado en realidad a nada debido a la feroz oposición de los grandes maestres del Temple y del Hospital. En 1305, el nuevo papa Clemente V retomó el proyecto de la fusión y con ese fin pidió a los respectivos jefes del Temple y el Hospital que se pronunciaran sobre la cuestión en incluso que presentaran un plan para la nueva cruzada. El gran maestre de los templarios Jacques de Molay se pronunció completamente en contra: si ambas órdenes se convertían en un único cuerpo en manos de un soberano europeo, esa monarquía la instrumentalizaría en beneficio de sus fines políticos, olvidando Jerusalén y Tierra Santa.

En cuanto a la nueva expedición de los cruzados, el máximo responsable de los templarios explicaba al papa que no debía confiar la dirección militar a Felipe el Hermoso, sino más bien a Jaime II, rey de Aragón. El soberano español podía ser muy útil por la importancia de su flota, y además –lo que por cierto no era de despreciar- se sabía que era un hombre profundamente respetuoso de la autoridad apostólica y que en ese sentido su mentalidad congeniaba con la de los templarios, que consideraban al papa como dueño y señor de su orden: Felipe el Hermoso, en cambio, se proclamaba completamente autónomo respecto de la autoridad pontificia. Apenas unos años antes, entre 1294 y 1303, el monarca había mantenido un abierto conflicto con el papa Bonifacio VIII, quien lo había excomulgado; el atentado de Anagni, destinado a arrestar al papa y deportarlo prisionero al otro lado de los Alpes, había impedido que la bula de excomunión llegara al dominio público, peor, sea como fuere, la posición del rey seguía siendo muy delicada. Finalmente, había un aspecto que no se podía ocultar: Felipe el Hermoso quería que las tropas de los cruzados pasaran por el territorio de Armenia, con la oculta intención de conquistar ese reino, cristiano aunque no católico, y convertirlo en una colonia de Francia. El Temple poseía una provincia en Armenia, y los jefes locales habían informado a los templarios que jamás debían dejar entrar la caballería francesa en sus fortalezas, porque temían ser asaltados a traición. El memorial escrito por Jacques de Molay enmascaraba las verdaderas intenciones de la monarquía francesa en lo tocante a la futura cruzada, e indudablemente boicoteaba los planes de Felipe el Hermoso; sin duda, el soberano y sus consejeros veían en la orden del Temple un serio obstáculo a sus proyectos de política internacional. En 1306 la situación de Felipe el Hermoso se vio comprometida por una insurrección popular a causa de algunas de sus maniobras financieras, que habían producido en el reino una tremenda inflación. El soberano tenía urgente necesidad de dinero para salvar la emergencia, y en la Torre del Temple en París (una fortaleza impresionantemente grande) se guardaban ingentes sumas de capital líquido. Fue entonces cuando se disparó la maniobra del ataque a la orden.

A comienzos de 1307, Jacques de Molay zarpaba de Chipre y llegaba a Europa para encontrarse con Clemente V, mientras que el jefe de los hospitalarios postergaba el viaje porque se había visto obligado a dirigir ciertas operaciones militares que comprometían a su orden. El gran maestre del Temple no habría de regresar nunca más a Oriente: pocos meses después daría comienzo el largo proceso cuyo desarrollo, tristemente famoso, puede resumirse en unas pocas fases esenciales.

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