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viernes, 30 de marzo de 2012

Los movimientos en pro de la paz


Desde la encomienda de Barcelona, recobramos el apartado dedicado a indagar sobre la historia de los templarios. Esta vez, el catedrático en historia, Alain Demurger, nos acerca al mundo medieval, enseñándonos la importancia que tenía la Iglesia en la sociedad y cómo mediaba ante los problemas terrenales. Por ello hemos seleccionado unas líneas publicadas en su libro “Vie et mort de l’ordre du Temple”.

Desde Temple Barcelona, deseamos que su lectura os aclare algunas cuestiones.

Guerra justa o guerra santa son los caminos más cortos hacia la paz. La paradoja no es más que aparente, puesto que en la Edad Media la paz se concibe como el mantenimiento del orden requerido por Dios. A partir de san Agustín, el lazo entre guerra justa y paz queda firmemente anudado.

“Debemos querer la paz y no hacer la guerra salvo por necesidad, ya que no se busca la paz para hacer la guerra, sino que se hace la guerra para obtener la paz. Sed, pues, pacíficos, incluso en el combate, a fin de que, gracias a la victoria, conduzcáis a los que combatís a la dicha de la paz” (carta 305).

Guerra justa, guerra santa y cruzada permanecen así asociadas a la paz. La guerra santa procura la paz, y ésta sólo es durable gracias a la guerra santa. Con toda lógica, san Bernardo aplica a casos concretos la fórmula siguiente: restablecer la unidad de la Iglesia, por la guerra santa en caso necesario, equivale a hacer obra de paz. Y cuando más tarde, en 1147, predica la cruzada en Vézelay, insiste sobre la agresión musulmana y, por lo tanto, sobre la guerra justa que permitirá restablecer la paz.

La noción de paz se aplica a situaciones concretas, las de un mundo en plena mutación, donde reina la violencia. Violencia agravada por el desarrollo de una categoría social nueva, la caballería. Hacia el año mil, los caballeros, profesionales del combate a caballo, son los causantes de disturbios, los bandidos, raptores de doncellas y ladrones de los bienes de la Iglesia denunciados por los clérigos. Son esos señores castellanos de Île-de-France cuyas fechorías describe tan bien Suger, abad de Saint-Denis, en su Vie de Louis VI le Gros.

Esta violencia no conoce límites cuando se produce la declinación del poder real durante el reinado de los primeros Capetos. Demasiado débil, el rey no cumple ya su misión de justiciero, de defensor de los pobres (hay que entender por pobres a todos aquellos que, cualquiera que sea su posición social, no pueden defenderse por sí mismos), de las viudas y los huérfanos. Única fuerza todavía sólida, la Iglesia intenta paliar la deficiencia real y contener la violencia. Reunidos en concilios o sínodos provinciales, los obispos proclaman la paz de Dios, destinada a proteger a ciertas personas (los pobres), poner al abrigo ciertos bienes (bienes de la Iglesia, aperos campesinos), ciertos lugares (iglesias, cementerios) contra la agresividad de los caballeros.

En el curso del siglo XI, la Iglesia va más lejos todavía e intenta imponer la tregua de Dios. Prescribe a la caballería abstenerse de la violencia ciertos días (el domingo), durante ciertas fiestas (Pascuas, período de Cuaresma). Al hacerlo, se resigna a lo inevitable para salvar lo posible, puesto que acepta, fuera de esos días consagrados, que los caballeros se dediquen libremente a sus ocupaciones habituales, que no tienen nada de inocentes.

Y en el momento en que la tregua de Dios se extiende, principalmente en Francia. Adalberón de Laon elabora su célebre esquema de la organización tridimensional de la sociedad: los que rezan, los que combaten y los que trabajan. La coincidencia no debe nada al azar. Así se reconoce el lugar del caballero en la obra de Dios. A condición de guiarle, de disciplinar sus instintos belicosos y de orientarlos en la buena dirección, el caballero puede servir a la obra de Dios. A la Iglesia le corresponde llevar a cabo esta “recuperación”, dispuesta, en caso necesario, a castigar con rigor a los rebeldes que se obstinen en perturbar la paz. A la sanción clásica de la excomunión, la Iglesia añade una penitencia adaptada a la condición caballeresca, la peregrinación penitencial, que, como veremos, llegará a ser uno de los componentes de la idea de cruzada. En fin, como último recurso, pondrá en marcha una operación punitiva contra el causante o los causantes de la perturbación; la guerra justa, llevada a cabo bajo la responsabilidad de clérigos, con el concurso de príncipes laicos, en primer lugar el rey. Esta guerra alía a los buenos contra los malos; los buenos se encuentran entre los caballeros, pero también en las comunidades parroquiales, dirigidas por sus sacerdotes. Las milicias de paz tienen un emblema común, la cruz.

Suger nos relata una operación de este género. Él y algunos otros se enfrentan a las fechorías de Hugo de Puiset. Estamos en 1111 y, para acabar con la víbora, ha sido preciso recurrir al rey. “Hugo no se preocupaba ni por el rey del Universo ni por el rey de Francia […] y la emprendió contra la muy noble condesa de Chartres y contra su hijo Teobaldo.” Dirigiéndose al rey, le recuerdan “que debía al menos considerarse que las iglesias habían sido oprimidas, los pobres sometidos a pillaje, las viudas y los huérfanos víctimas de vejaciones muy impías, en resumen, la tierra de los Santos y los habitantes de esta tierra entregados como presa a la violencia”. El rey y el conde sitian a Hugo en su castillo. Un primer asalto, fallido, deja a la hueste real abatida…

“…cuando la fuerte, la todopoderosa mano de Dios todopoderoso quiso que se le reconociese como único autor de una venganza tan manifiesta y tan justa. Estaban presentes las comunidades de las parroquias del país. Dios suscitó el vigoroso aliento del heroísmo en un sacerdotes calvo, a quien le fue dado, contra la opinión de los hombres, el poder de cumplir lo que aparecía como imposible para el conde en armas y para los suyos…”

Luis VI tuvo que intentarlo tres veces, en 1111, 1112 y 1118, antes de imponerse al señorial saqueador. Vencido, Hugo partió en peregrinación a Tierra Santa, donde murió. Como puede juzgarse por la muestra, la empresa de pacificación no era fácil de realizar. Su objetivo consistía no sólo en corregir al pecador, sino también en convertirlo, a fin de que se pusiese al servicio de Cristo. La actuación de los gregorianos resulta fundamental en este camino hacia la salvación, en que el caballero bandido se convierte en caballero de Cristo (miles Christi).

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