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martes, 24 de abril de 2012

El misterioso ídolo de los templarios (II)




Desde la encomienda de Barcelona recuperamos el apartado destinado a clarificar algunos aspectos de la historia de la Orden del Temple.

Por ello, hemos seleccionado con un nuevo texto de la paleógrafa italiana Barbara Frale, extraído de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde nos ayuda a interpretar cómo fue el montaje de falsas acusaciones contra los monjes templarios.

Desde Temple Barcelona os invitamos a continuar indagando sobre la vida de los “Pobres Soldados de Cristo”.


8        Un proceso sin veredicto

En presencia del papa, los templarios tuvieron la posibilidad de explicar que los gestos del rito de ingreso eran una simple escenificación sin ninguna correspondencia con una verdadera convicción íntima y que todo aquello no era otra cosa que un tremendo disgusto por el que había que pasar porque la orden lo imponía.

El hecho de  haber renegado por haberse visto obligado a hacerlo excluía la libertad personal y no podía haber verdadera culpa si el ultraje a la religión no se había realizado de manera voluntaria; Clemente V se convenció de que los templarios no eran herejes, aun cuando la orden no pudiera ser absuelta, puesto que había tolerado la existencia de una tradición militar vulgar y violenta, absolutamente indigna de hombres que habían pronunciado los votos religiosos. Finalmente, su juicio fue severo, pero no de condena; no herejes, pero tampoco exentos de mancha, los templarios debían hacer enmienda pública pidiendo perdón a la Iglesia por sus culpas, para ser luego absueltos y reintegrados a la comunión católica. Entre el 2 y el 10 de julio de 1308, el papa se disponía a escuchar estas demandas de perdón y absolver a los templarios en calidad de penitentes, pero a su maniobra le faltaba algo importante: el gran maestre y los otros dignatarios de la orden, que habían salido de París con el resto del convoy, habían sido retenidos por soldados realistas en la fortaleza de Chinon, sobre la orilla del Loira, con el pretexto de que estaban demasiado enfermos para cabalgar hasta Poitiers. Clemente V comprendió de pronto que el soberano intentaba quitar todo valor a la investigación apostólica: si en realidad el papa no podía escuchar a los principales jefes del Temple, que eran quienes conocían toda la verdad, siempre se podía decir que su juicio no era completo ni significativo, porque se basaba en testimonios de poca monta. Tras la finalización de su investigación exclusivamente entre los templarios que había tenido ante él, Clemente V envió secretamente a tres cardenales al castillo de Chinon, quienes del 17 al 20 de agosto de 1308 escucharon a los máximos responsables del Temple, recibieron de ellos la solicitud de perdón y los absolvieron en nombre del papa. No fue lo que hoy entendemos por absolución jurídica, sino una absolución sacramental, que, no obstante, tenía también aspectos jurídicos, puesto que la causa por la que los templarios habían terminado acusados era un agravio a la religión.

Agredido en sus derechos por la detención ilegal de los templarios, luego engañado una vez más por la estratagema del rey que quería impedirle el encuentro con las cabezas de la orden, el papa podía pensar que la investigación de Chinon era una notable victoria moral; sin embargo, era también el único éxito que podía obtener, dada la extremada debilidad de su condición política. Ya en el mes de octubre siguiente, poco después de que el acontecimiento de Chinon tuviera relevancia pública, los estrategas de Felipe el Hermoso pusieron en  marcha una maniobra que tenían preparada desde hacía tiempo y que atacaba directamente a la Iglesia de Roma: el obispo Guichard de Troyes, previamente caído en desgracia ante la corte de Francia y luego implicado en un escándalo económico, fue acusado de brujería y quemado en la hoguera por orden del rey, pese a que el propio Clemente V lo había exculpado de esas acusaciones. El acontecimiento repetía la trama de un proceso que había tenido lugar pocos años antes contra el obispo de Pamiers, Bernard Saisset, perseguido por Felipe el Hermoso y luego condenado por un delito de lesa majestad independientemente de la voluntad del papa.

El hecho guardaba relación con el proceso contra Bonifacio VIII y con el de los templarios, pues en conjunto constituían un plan de desestabilización: un obispo, un papa y toda una orden religiosa habían terminado bajo la acusación de gravísimos agravios, como la herejía y la brujería, lo cual demostraba que la Iglesia de Roma estaba impregnada de corrupción en todo su cuerpo. Los juristas de Felipe el Hermoso proyectaron exhumar el cadáver de Bonifacio VIII con el propósito de someterlo a un proceso público, a cuyo término sería quemado bajo la acusación de herejía, blasfemia y brujería. La quema del papa difunto pondría a toda la Iglesia en una posición de ilegalidad: todo el pontificado de Bonifacio VIII quedaría invalidado, y todo lo sucedido tras la abdicación de Celestino V, incluida la propia elección de Clemente V, quedaría en consecuencia anulado. Con el Colegio Cardenalicio dividido y la fidelidad de buena parte de los obispos franceses en su favor, Felipe el Hermoso amenazaba con un cisma que separaría a la Iglesia de Francia de la de Roma. Clemente V se encontró ante un terrible dilema: tenía que elegir entre condenar la orden del Temple, como pretendía el soberano, o bien salvarla, con lo que tendría que afrontar la quema de Bonifacio VIII en la hoguera y el cisma de la Iglesia francesa con todas sus funestas consecuencias.

El pontífice escogió salvaguardar la integridad de la institución de la que era responsable y, para ello, sacrificar una parte con el fin de salvar el todo. La orden del Temple ya había sido destruida en la realidad concreta, derrumbada por la ola del escándalo y la difamación. Muchos frailes habían muerto en las prisiones del rey y muchos otros habían perdido para siempre la motivación. En la primavera de 1312 se reunió en Viena un concilio ecuménico que, entre otras cosas, debía decidir la suerte de la orden templaria; al pontífice no se le ocultaba que el juicio era extremadamente controvertido y que una buena parte de los padres conciliares se oponía a su condena. Tras una prolongada reflexión, le pareció que sólo había una manera de resolver la cuestión si se quería conjurar escándalos irreparables y servir al interés de la cruzada: evitar el pronunciamiento de un veredicto (definitiva sentencia) y adoptar en cambio una disposición administrativa (provisio), es decir un acto de autoridad necesario por razones de orden práctico. Gran experto en derecho canónico, buscó un recurso para no condenar la orden del Temple, de cuya inocencia estaba convencido, al menos en lo relativo a las acusaciones más graves: en la bula Vox in excelso, el papa declaró que la orden no podía ser condenada por herejía, y que por eso era “clausurada” mediante una providencia administrativa y sin veredicto, con el fin de evitar un grave peligro para la Iglesia. Los bienes de los templarios fueron devueltos a la otra gran orden religiosa militar de los hospitalarios: de esa manera quedaban protegidos de la avidez de la corona francesa y podían servir todavía para la recuperación del Sepulcro de Jerusalén, motivo por el que tantas personas habían donado en el pasado sus bienes al Temple. Felipe el Hermoso no aceptó de buen grado esa decisión; de todos modos, finalmente los hospitalarios pudieron quedarse con una parte considerable de lo que había sido el patrimonio del Temple.

El final de la orden templaria no era justo, pero resultaban históricamente oportuno: había que aplacar el escándalo que había provocado el proceso y disipar la duda que las confesiones de los templarios habían motivado; a causa de este escándalo la orden se había vuelto odiosa a los soberanos y a todos los católicos, por lo que ya no se encontraría un hombre honesto dispuesto a hacerse templario. En todo caso, la orden se había vuelto inútil para la causa de la cruzada, que era para lo que se la había creado, y además, si no se tomaba pronto una decisión al respecto, el rey dilapidaría rápidamente los bienes del Temple.  Por tanto, Clemente V decidía “quitar de en medio” la orden de los templarios absteniéndose de emitir una sentencia definitiva. Pero prohibía que se continuara empleando el nombre, el hábito y los signos distintivos del Temple, so pena de excomunión automática para quien osase proclamarse templario en el futuro. Actuando de esta manera, el papa eliminaba la orden en la realidad histórica de su momento, pero al negarse a emitir una sentencia dejaba de hecho en suspenso al juicio sobre ella.

Finalmente, por tanto, no hubo un culpable, sino únicamente un imputado, severamente castigado por delitos distintos de los que figuraban en la acusación. Algo semejante ocurrió también en el proceso a la memoria de Bonifacio VIII, lo que no debe sorprender, puesto que ambas cuestiones estaban doblemente vinculadas y su solución fue el fruto de una larga lucha diplomática, llevada a veces a fuerza de negociaciones y otras de chantajes por ambas partes.

Las máximas autoridades de la orden de los templarios seguían bajo sospecha. El 18 de marzo de 1314, mientras asistían al juicio contra el papa y tras haber proclamado que la orden era inocente, el gran maestre Jacques de Molay y el preceptor de Normandía Geoffroy de Charny fueron raptados por soldados del rey y condenados a la hoguera en una islita del Sena, sin mediar consulta con el pontífice. Viejo, enfermo desde hacía años y también gravemente desgastado por el largo pulso que había sostenido con la monarquía francesa, Clemente V y ano estaba en condiciones de trabajar: murió alrededor de un mes después, y con su desaparición comenzó para la Iglesia de Roma el perídodo de cautiverio de Aviñón. Los pontífices que le sucedieron, presionados por otras urgencias, prefirieron no ocuparse de la extraña situación de la orden templaria, que nunca fue condenada, sino prácticamente “clausurada” en virtud de una disposición absolutamente excepcional.


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