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miércoles, 6 de junio de 2012

El misterioso ídolo de los templarios (II)



Desde la encomienda de Barcelona recobramos el apartado creado para terminar con las posibles sombras que a día de hoy pueden envolver a la Orden del Temple. Suposiciones, mayoritariamente inventadas, que llegaron a imaginar a los templarios como enemigos de Nuestra Amada Iglesia.

Por ello, hemos recogido un nuevo capítulo de la paleógrafa italiana Barbara Frale, extraído de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde esta vez nos aclara algunas supuestas vinculaciones de la Orden del Temple con la religión musulmana.

Desde Temple Barcelona esperamos disfrutéis con su interesante lectura.

11   Retratos del islam

La descripción del ídolo como retrato para el islam se encuentra en seis testimonios, pero no puede decirse que sea idéntica en todos los casos: el fraile sargento Guillaume Collier, de Buis-les-Baronnies, dijo de manera muy explícita que los cofrades llamaban Magometum a esta extraña cabeza, mientras que dos frailes interrogados en Florencia y en Clermont dijeron que habían visto un ídolo al que llamaron respectivamente Maguineth y Mandaguorra; en la investigación que se llevó a cabo en Carcassonne, los frailes Gaucerand de Montpézat y Raymond Rubei sostuvieron que estaba hecho in figura baffometi y el segundo especificaba que se dirigían a él con una palabra árabe, Yalla. En la investigación realizada en el Patrimonio de San Pedro en Tuscia, el sargento Gaultiero di Giovanni, de Nápoles, contó que durante su ceremonia de ingreso en el Temple había habido una verdadera discusión teológica para negar los dogmas del cristianismo, y el ídolo, una representación de Alá, era el centro del discurso:

“…dijo que el hermano Alberto lo hizo renegar de Cristo y le dijo que no debía creer en él. Fray Gualtiero preguntó: ‘Entonces, en quién debo creer?’. El mismo fray Alberto respondió: ‘En ese Dios grande y único que adoran los sarracenos’.”

Luego agregó que no tenía que creer en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo porque eran tres dioses distintos, no un Dios único; finalmente, terminó afirmando que el gran maestre del Temple y los preceptores responsables de una provincia tenían una imagen que representaba a aquel gran Dios, lo adoraban como creador y exponían su retrato en los capítulos generales y en las asambleas de mayor relevancia. A este testimonio se puede aproximar tal vez el de Pierre Segron, a quien el preceptor le dijo que no debía creer en Jesucristo, sino únicamente en el Padre Omnipotente: pero esta última confesión no contiene ninguna alusión a la religión islámica.

Bajo la forma del nombre que se daba a este presunto retrato hay un testimonio muy claro que lo llama Magometum, forma que se aproxima mucho a la pronunciación auténtica; según dos frailes interrogados en Carcassone, se decía baffometum, palabra que deriva de la primera, pero modificada cuando el sonido original del árabe es traspuesto a la lengua francesa: esta forma extraña es la que ha dado vida a las fantasiosas etimologías que en un tiempo propuso Hammer-Purgstall y que hoy sólo encuentran crédito entre los lectores aficionados a la literatura fantástica. Las otras dos variantes, Maguineth y Mandaguorra, también son deformaciones de la palabra original, mientras que la extraña invocación al ídolo a la que hace referencia un templario, es decir, Yalla, pretende reproducir la forma árabe Allah, con una marcada aspiración inicial que el notario encargado de transcribir las actas vierte al latín con la letra Y.

Pero ¿es de suponer que los templarios, a excepción de una pequeña minoría, se hubieran vuelto realmente musulmanes?

El extraño ritual de ingreso que practicaban después de la ceremonia lícita y prevista por su normativa se basaba efectivamente en una relación directa con el mundo islámico: en oriente era sabido que los sarracenos obligaban a los prisioneros cristianos a renegar de Jesucristo y a escupir sobre la cruz so pena de muerte, como demuestra la crónica del franciscano Fidencio de Padua, y el ritual de obediencia acuñado por los templarios para poner a prueba a sus reclutas repetía estos mismos gestos, como ya se ha dicho, mediante la creación de una especie de pantomima. Los juristas del rey de Francia estaban al tanto de esto tras años de indagaciones secretas: conseguir la confirmación de la acusación de que los templarios se habían pasado en masa al islam habría sido de vital importancia para lograr la condena, y mejor aún si se podía demostrar que el fantasmagórico ídolo sobre el cual el rey había recogido ciertas informaciones era en realidad una imagen de Mahoma.

Hay dos circunstancias que demuestran que esta acusación era absolutamente falsa: son elementos incoherentes, cosas incompatibles entre sí que, no obstante, en la mentalidad europea de comienzos del siglo XIV podían darse una junto a otra. En primer lugar, se sabe que la religión islámica prohíbe terminantemente representar el rostro del profeta, y todas las imágenes de Mahoma son en realidad representaciones de su cuerpo con el rostro velado por una cortina de fuego sagrado; en cambio, el “ídolo” atribuido a los templarios es sin ninguna duda un retrato normal que presenta el rostro de un hombre con barba, y por tanto no se lo puede tener por una imagen de Mahoma. Las mismas consideraciones son válidas para el testimonio del templario según el cual el ídolo era una imagen de Alá: el Corán prohíbe taxativamente representar a Dios en ninguna forma, porque esto sería idolatría, y la cultura islámica ha sido siempre muy respetuosa de esa norma.

El segundo elemento es más indicativo aún: según un testimonio, el retrato de este supuesto Machomet tenía directamente cuernos. Eso demuestra sin lugar a duda que el relato no tiene ninguna relación real con el islam, que es producto de la tortura que infligían los inquisidores y se dirige exactamente a donde estos verdugos, de acuerdo con sus fines, querían conducir los testimonios. Jamás ningún cristiano que hubiese estado realmente en contacto con grupos islámicos habría podido pensar que los musulmanes adoraran al diablo: aparte de las claras diferencias religiosas, los musulmanes eran personas muy devotas y tenían en común con los cristianos la adoración de un Dios único, creador, pero también Padre misericordioso y bueno. Testimonios históricos precisos nos demuestran que en Jerusalén había un cierto diálogo interreligioso, y por otro lado se sabe que san Francisco de Asís fue recibido por el sultán de Egipto y mantuvo con él un debate teológico. En Tierra Santa los musulmanes eran esencialmente adversarios políticos, gente que disputaba a los cristianos la posesión de Jerusalén y el control de Siria-Palestina; a lo largo de toda la historia del reino de Jerusalén hay documentación relativa a un gran número de alianzas entre los gobernantes cristianos y los diversos emires locales, alianzas que se basaban en el interés común y se establecían dejando al margen las divergencias religiosas.

En un país como Francia, donde no había comunidades musulmanas insertas en la población, la gente tenía ideas muy vagas sobre sus costumbres religiosas: el pueblo, en su mayor parte ignorante y habituado a la idea simplista de que se iba a Tierra Santa a dar muerte a los enemigos de la fe, podía ser fácilmente convencido de que estos “enemigos de la fe” tenían en su naturaleza algo oscuro y demoníaco. Probablemente no sea casual que este tipo de inferencias no encontrara terreno propicio ni en España ni en Chipre, donde los contactos con gente de religión islámica eran frecuentes y los cristianos tenían ideas mucho más claras al respecto. Para la visión de Nogaret, no había ninguna diferencia si los frailes veneraban a Mahoma o directamente al diablo, con tal de que se los pudiera acusar de un crimen imperdonable con el que sugestionar a las masas populares.

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