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martes, 17 de julio de 2012

Los templarios y la Sábana Santa


  

Desde la encomienda de Barcelona queremos aportar más información para conocer las vinculaciones que tuvieron los templarios con las reliquias cristianas. Comienza por tanto un nuevo apartado destinado a aportar más luz a las ambigüedades del tan famoso “Bafometo”. Hemos recogido un capítulo de la paleógrafa italiana Barbara Frale, recuperado de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde nos ayuda a conocer aspectos interesantes para llegar a una conclusión acertada.

Desde Temple Barcelona os invitamos a saborear su atrayente lectura.

Ecce homo! (III)

1.Una sacralidad especial

Una vez despejado de confusión el terreno y verificado el origen de las acusaciones de islamismo y brujería, el resto de las descripciones relacionadas con el ídolo de los templarios resulta muy concreto: se trata simplemente de un retrato humano producido con distintos materiales y que representa a un hombre desconocido. En este grupo de descripciones realistas, descripciones de simples objetos de arte sagrado, es donde se encuentran los datos más interesantes. El ídolo es un simple objeto, aun cuando los templarios, por el motivo que fuese, parecieran otorgarle un valor único, sin parangón. Su condición de retrato resulta evidente ya durante el primer interrogatorio inmediatamente posterior a la detención de octubre de 1307; pero el sensacionalismo con el que se había dado a conocer la detención de los templarios confundió las ideas de todos. Se había proclamado la herejía y la brujería; ahora, por tanto, se veían por doquier presencias ocultas.

El sargento Rayner de Larchent lo vio doce veces durante doce capítulos generales distintos, el último de los cuales se celebró en París el martes siguiente a la fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo, en el mes de julio anterior al arresto. De acuerdo con él, se trataba de una cabeza con barba que los frailes adoraban, besaban y llamaban su “salvador”; no sabía dónde se la depositaba ni quién cuidaba de ella, pero creía que estaba en poder del gran maestre, o bien del dignatario que preside el capítulo general. En París la vieron también los frailes Gautier de Liencourt, Jean de la Tour, Jean le Duc, Guillaume d’Erreblay, Raoul de Gisy y Jean de le Puy. La ceremonia de presentación estaba presidida por el gran maestre o más a menudo por el visitador de Occidente, hugues de Pérraund, que ocupaba el segundo puesto en la jerarquía de mando de la orden y se convertía de hecho en el templario más poderoso de Europa cuando la máxima autoridad del Temple se hallaba en Oriente. Bajo interrogatorio, Hugues de Pérraud admitió la existencia de este ídolo y de su culto, pero no suministró detalles útiles para nuestros actuales objetivos de investigación histórica:

Interrogado sobre la ya mencionada cabeza, dijo bajo juramento haberla visto, tenido en la mano y tocado cerca de Montpellier, durante un capítulo. Tanto él como los otros frailes presentes la adoraron: sin embargo, él sólo fingió hacerlo, actuando de boquilla, no de corazón, y no saber decir si los otros la adoraron de corazón. Interrogado sobre dónde estaba el ídolo, dijo que se lo dejó a fray Pierre Allemandin, que era preceptor de la residencia de Montpellier, pero que no sabe si los agentes del rey la encontrarán. Dijo que esta cabeza tenía cuatro pies, dos delante, en la cara, y dos detrás.

El testimonio no especifica qué tipo de imagen era, pero por el hecho de tener cuatro pies, parece tratarse de un objeto tridimensional que se apoyaba en dos soportes. Con el tiempo, esta idea se fue confirmando progresivamente. Al final de su investigación de la Curia Romana en el verano de 1308, el papa retiró las indagaciones de manos de los inquisidores y decretó que les fueran encomendadas, en todo el territorio, a comisiones constituidas por obispos locales. Éstos eran personas independientes del rey de Francia y de los planes de los estrategas de la realeza, y la tarea que les había confirmado el papa era simplemente arrojar luz sobre el escabroso proceso. Tal vez algunos de estos obispos, por motivos personales, albergaran antipatía respecto de los templarios –se sabe, por ejemplo, que esta orden religiosa rica, poderosa y colmada de privilegios era objeto de una envidia muy extendida-, pero no tenían ningún interés directo en perseguirlos, como ocurría con el rey de Francia y el colegio de juristas de Guillaume de Nogaret. No es casual que durante las investigaciones realizadas por los obispos diocesanos comenzaran a debilitarse muchas de las acusaciones previas, a la vez que otras adquirían un perfil más racional y creíble.

Los obispos diocesanos comprendieron muy pronto que el denostado ídolo-cabeza de los templarios era en realidad un relicario en forma de busto y que contenía restos de algún santo, o sea, un objeto muy común en el arte sagrado medieval. Este hecho resultó claro en cuanto la dirección de los interrogatorios pasó a manos del papa; en efecto, ya en la investigación realizada en Poitiers en junio de 1308, Clemente V pudo percatarse de ello personalmente. En su presencia, el fraile sargento Étienne de Troyes relató lo siguiente:

Respecto de la cabeza dijo que era costumbre de la orden celebrar todos los años un capítulo general con ocasión de la fiesta de los apóstoles Pedro y Pablo, y que uno de ellos tuvo lugar en París en el curso del año en que él ingresara en la orden. Étienne de Troyes participó en el capítulo los tres días que éste se prolongó: comenzaron en la primera parte de la noche y continuaron hasta la primera hora del día. Durante la primera noche llevaron una cabeza: su portador era un sacerdote que avanzaba precedido de dos hermanos de la orden que sostenían grandes antorchas y velas encendidas en un candelabro de plata. El sacerdote depositó la cabeza en el altar, sobre dos cojines y un tapete de seda. Le parece que era una cabeza de carne humana desde la parte alta del cráneo hasta el nudo de la epiglotis; tenía el pelo blanco y no había ninguna cubierta. También la cara era de carne humana y le parecía muy lívida y descolorida, con la barba mezclada de pelos oscuros y canas, semejante a la que usan los templarios. Entonces el visitador de la orden dijo: “Adorémoslo y rindámosle homenaje, porque él es quien nos ha hecho y quien nos puede destruir”. Todos se aproximaron con gran reverencia, rindieron homenaje a aquella cabeza y la adoraron. Oyó decir a alguien que aquel cráneo pertenecía al primer maestre de la orden, fray Hugo de Payens: de la nuez hasta los húmeros estaba vestido de oro y plata con incrustaciones de piedras preciosas.

El mismo objeto, con toda probabilidad un relicario del fundador Hugo de Payens, también lo vio, siempre en París, el fraile Bartholomé Bocher, de la diócesis de Chartres, que entró en la orden en 1270; según sus palabras, el relicario no estaba siempre en aquel lugar, sino que lo llevaban únicamente en ciertas ocasiones especiales, para recogerlo y devolverlo luego a otro sitio:

El templario que lo recibió en la orden le mostró una cierta cabeza que alguien había puesto en el altar de aquella pequeña capilla, junto al santuario y los vasos con las reliquias; le dijo que cuando se viera en dificultades invocara la ayuda de aquella cabeza. Interrogado sobre cómo estaba hecha la cabeza, respondió que se parecía a la cabeza de un templario, con el sombrero y la barba carnosa y larga; pero no sabía decir si era de metal, madera, hueso o carne humana, y su preceptor no le especificó de qué material era. Nunca la había visto antes ni volvió a verla después, pese a haber pasado al menos cien veces por aquella capilla.

El relato podía resultar sugerente, sobre todo porque se producía en presencia del papa, quien, tras casi un año de denuncias y tremendos rumores populares, conseguía por primera vez escuchar personalmente a los templarios; naturalmente, la escenificación de este culto misterioso que surgía de las tinieblas a la vacilante luz de las velas no podía impresionarlo bien, pero el testimonio en sí mismo no era particularmente grave. Los templarios dedicaban un culto especial a su fundador Hugo de Payens, lo veneraban como un gran santo en ciertas liturgias nocturnas y en ellas exponían su cabeza momificada (o tal vez conservada de manera natural), bien acomodada en un gran relicario de gran valor. Hugo de Payens nunca había sido canonizado oficialmente y para la Iglesia de Roma seguía siendo simplemente un lego que había escogido servir a Dios de la misma manera que una incalculable cantidad de monjes y sacerdotes anónimos. Hugo de Payens nunca había sido elevado a los honores del altar, y Clemente V, en su condición de canonista, no podía ver con buenos ojos que se le brindara una veneración tan solemne, pero en la Edad Media la gente estaba acostumbrada a considerar santas a ciertas personas, incluso antes de morir, por su estilo de vida sencillo. Apenas muertas, sus cuerpos, junto con todo lo que habían poseído, se convertían de inmediato en preciosas reliquias, la gente empezaba a rezar sobre sus tumbas y a pedirles que hicieran milagros e intercedieran ante Dios, sin esperar a que la Iglesia completara su largo y prudente itinerario burocrático de beatificación. Los santos se convertían en tales por aclamación popular. Cuando en Asís se corrió la voz de que Francisco se estaba muriendo en la Porziuncola, el pueblo se puso a rezar esperando con impaciencia poder finalmente ver y venerar los estigmas de su cuerpo; éste es un caso famoso y particular, pero podrían citarse muchos otros por el estilo.

La idea de que el contacto con el cuerpo de los santos producía efectos beneficiosos no era ninguna novedad del Medievo, sino que pertenecía a la más antigua tradición cristiana: en los Hechos de los Apóstoles se cuenta que la gente se acercaba a san Pablo mientras predicaba y los fieles le tocaban la ropa con pañuelos, porque estaban convencidos de que de esa manera convertían éstos en reliquias. El carisma divino del apostolado pasaba de su cuerpo a las ropas y de éstas a los pañuelos. El hecho de venerar a su fundador Hugo de Payens, que según los templaros era un santo, podía incitar a Clemente V a amonestarlos para que redujeran el culto a una devoción mucho más sobria: pero distaban mucho de probar la hipótesis de herejía.

Es un hecho que en el interrogatorio de Chipre, a cargo de una comisión de prelados locales a mil Mills de distancia de Felipe el Hermoso y de sus presiones, los templarios negaron tajantemente toda acusación relacionada con comportamientos o ideas perversas en materia de fe. Además, prestaron voluntariamente declaración muchos nobles laicos, sacerdotes y frailes externos a la orden, todos lo cuales afirmaron que los templarios observaban el culto con ejemplar devoción. Al parecer, practicaban liturgias muy sugerentes y particulares de adoración de la cruz el Viernes Santo, en las que participaban también personas ajenas a la orden. Un sacerdote dijo que solía asistir a misa en la iglesia del Temple, que a veces también había concelebrado con capellanes de la orden y que las fórmulas de consagración de la hostia eran las correctas. Un dominico que a menudo prestaba servicio religioso entre los templarios dijo que había oído a muchos de ellos en confesión, tanto en Chipre como en Francia, y que ninguno cargaba en la conciencia el peso de actitudes heréticas.

La acusación de idolatría y de incredulidad respecto de la comunión demostró muy pronto ser un gran bluf. Sin embargo, en su construcción, Guillaume de Nogaret y sus colaboradores habían utilizado los mimos métodos que para las otras imputaciones, es decir, el de la verdad a medias. Habían partido de un reducidísimo núcleo de hechos reales, de una pizca de verdad oportunamente amplificada y tergiversada.

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