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viernes, 31 de agosto de 2012

El “Elogio de la nueva milicia”



Desde la encomienda de Barcelona volvemos a seleccionar un nuevo texto del historiador francés Alain Demurger de su libro “Vie et mort de l’ordre du Temple”. En este apartado nos ofrece una visión de cómo fueron los orígenes de los templarios y su posterior expansión por toda Europa y Oriente Próximo.

Desde Temple Barcelona estamos convencidos de que su lectura os será agradable.

Se conoce sobre todo la primera parte, en la que el autor justifica y describe la misión que incumbe a los caballeros de Cristo. En un estilo vigoroso, opone la nueva caballería –los templarios- a la caballería secular, es decir, a todos los demás. La nueva caballería lleva “un doble combate, a la vez contra la carne y contra los espíritus de malicia que invaden los aires”. El nuevo caballero, cuyo “cuerpo se recubre de una armadura de hierro, y su alma, de una armadura de fe”, no teme a nada, ni a la vida ni a la muerte, porque “Cristo es su vida, Cristo es la recompensa de su muerte”. Y les tranquiliza así:

Id, pues, con toda seguridad, caballeros, y afrontad sin miedo a los enemigos de la cruz de Cristo…¡Regocíjate y glorifícate más aún si mueres y te reúnes con el Señor!

En contraposición, Bernardo denuncia y lamenta la milicia secular, más todavía, esta “malicia del cielo” (militia y malitia). “Los que sirven en ella han de temer que maten su alma, tanto si matan ellos a su adversario en cuerpo, como si el adversario los mata a ellos en cuerpo y alma.” Y traza entonces la famosa descripción de los caballeros de su época, perdido en vigor en sus ricas vestiduras de seda, cubiertos de oro, ligeros y frívolos, ansiosos de vanagloria.

Justifica después el oficio de soldado, apoyándose en las enseñanzas de Cristo. Desarrolla la idea de guerra defensiva, hecha en Tierra Santa, la tierra que representa “la herencia y la casa de Dios”, mancillada por los infieles. La primera parte acaba con unas palabras “sobre la manera en que se conducen los caballeros de Cristo, para compararles a nuestros caballeros, que sirven, no a Dios, sino al diablo”. Disciplina y obediencia, pobreza, rechazo de la ociosidad. “La voluntad del maestre o las necesidades de la comunidad deciden sobre el empleo de su tiempo.” Ascetismo, negación de los placeres de su clase, como la caza…En una palabra, el ideal del Cister, aunque adaptado, pues san Bernardo concluye: “Vacilo en llamarles monjes y en llamarles caballeros”. ¿Y cómo se podría designarles mejor quedándoles ambos nombres a la vez, ya que no les falta ni la dulzura del monje ni la bravura del caballero?”.

Así quedan legitimados los templarios. Hasta entonces, san Bernardo no ha predicado la guerra santa, ni ha hecho ningún llamamiento a favor de la nueva milicia. El De laude no significa en absoluto un texto del estilo: “Alistaos, reenganchaos…”. Esta disciplina sólo conviene a un pequeño número, a la élite de los “convertidos”.

Sin embargo, no basta con justificar la elección de los templarios. Hay que demostrarles también que ejercen un oficio único, que nadie puede cumplir en su lugar. En ese sentido va la segunda parte del De laude, la más trabajada y tal vez la más innovadora.

Dicho oficio es la policía de las rutas. Pero no se trata de cualquier ruta, sino de aquellas que constituyen la “herencia del Señor”. la exaltante misión de la nueva milicia consiste en guiar a los pobres y los débiles por los caminos que Cristo recorrió. Como escribe Jean Leclercq, san Bernardo ha compuesto una guía para viajeros de Tierra Santa. “Más que animar a los guerreros, dirige a los peregrinos”.

Los templarios tienen a su cargo la custodia de lugares religiosos particularmente apreciados por los cristianos: Belén, donde “el pan vivo descendió del cielo”, Nazaret, donde creció jesús; el monte de los Olivos y el valle de Josafat; el Jordán, en el que fue bautizado Cristo; el Calvario, donde Cristo “nos lavó de nuestros pecados, no como el agua, que disuelve la suciedad y la guarda en ella, sino como el rayo de sol, que quema permaneciendo puro”; por último, el Sepulcro en el que descansa el Cristo muerto, donde los peregrinos, después de pasar por mil pruebas, aspiran a descansar también. Tras esas páginas de turismo místico, que son otras tantas meditaciones sobre los dogmas cristianos, san Bernardo concluye:

He aquí, pues, que esas delicias del mundo, ese tesoro celeste, esa herencia de los pueblos fieles han sido confiados a vuestra fe, amadísimos hermanos, a vuestra prudencia y a vuestro valor. Ahora bien, os bastaréis para guardar fiel y seguramente ese depósito celeste si contáis, no con vuestra habilidad y vuestra fuerza, sino con el socorro de Dios.

El caballero combate, el monje ora. Los primeros templarios dudaron de la legitimidad de su actividad guerrera y lamentaron no disponer de tiempo suficiente para dedicarlo a la oración. San Bernardo justifica su fundación combatiente y demuestra que “su vida de oración puede encontrar alimento en los mismos lugares en que cumplen su servicio” (Jean Leclercq).

¿Cómo fue recibido este mensaje?
Dado que no se conoce la fecha precisa, tendremos que limitarnos a dejar constancia de los hechos. La orden del Temple se desarrolla de modo considerable a partir de 1130. Sin embargo, no se puede dilucidad hasta qué punto se debió al mensaje de san Bernardo o hasta qué punto influyó la campaña de reclutamiento efectuada por Hugo de Payns. Verosímilmente, se apoyaron el uno en el otro.

Se perciben mejor las consecuencias que tuvieron para la Iglesia y los pueblos cristianos, si no el De laude, al menos las ideas de san Bernardo. En 1139, el papa Inocencio II publica la bula Omne Batum optimum. Por primera vez, un texto pontificio aclara la misión de los templarios:

La naturaleza os había hecho hijos de la cólera y aficionados a las voluptuosidades del siglo, pero he aquí que, por la gracia que sopla sobre vosotros, habéis prestado oído atento a los preceptos del Evangelio, renunciando a las pompas mundanas y la propiedad personal, abandonando la cómoda vía que conduce a la muerte y eligiendo con humildad el duro camino que lleva a la vida […]. Para manifestar que hay que considerarse efectivamente como soldados de Cristo, lleváis siempre sobre el pecho el signo de la cruz, fuente de vida […] Fue Dios mismo quien os constituyó como defensores de la Iglesia y adversarios de los enemigos de Cristo.

Inocencio II emplea las mismas palabras que el abad de Clairvaux. Más adelante, otros textos pontificios recordarán la razón de ser y la función del Temple.

Cosa más significativa todavía, el papel de la nueva milicia empieza a ser captado con claridad por numerosos fieles de Occidente, que le hacen donaciones. Más de un templario debió de sentirse reconfortado al leer el texto de la donación siguiente, hecha en Douzens, Languedoc, hacia 1133-1134 por una tal Lauretta. Cede todos sus terrazgueros y todas las rentas que posee en la ciudad de Douzens, así como dos parcelas de tierras de cultivo, culturas o condominas, en los terrenos del castillo de Blomac, “a los caballeros de Jerusalén y del Templo de Salomón, que combaten valerosamente por la fe contra los amenazadores sarracenos, ocupados sin cesar en destruir la ley de Dios y los fieles que la sirven”.

Lauretta ha asimilado bien la teoría de los teólogos sobre la cruzada-guerra defensiva. ¿Y cómo no percibir en ese gesto, aunque burdo, el estilo y la emoción del De laude?

Pero situémonos en un plano más general. En su estudio sobre los templarios y los hospitalarios de Champaña y Borgoña, Jean Richard señala con justeza que los legados hechos a ambas órdenes, suponen asimismo legados piadosos, destinados a hombres de oración. Los fieles esperan de esas órdenes, poderosas y bien consideradas, un acceso más fácil, más eficaz, a la gracia divina. ¿No se deberá, también en este caso, a que se ha retenido la lección del De laude?

De 1118-1119 a 1130: una docena de años de experiencias, de tanteos y de inquietudes. Es poco para sentar las bases sólidas de una organización completamente nueva. La expansión del Temple puede comenzar.

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