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martes, 28 de agosto de 2012

Los templarios y la Sábana Santa




Desde la encomienda de Barcelona tras la vuelta a la actividad de vuestra página dedicada al reconocimiento y divulgación de la orden del Temple, queremos retomar y añadir más datos para conocer mejor la espiritualidad de los templarios. Hemos vuelto a seleccionar un capítulo de la paleógrafa italiana Barbara Frale, retomado de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde nos relata aspectos interesantes para llegar a conocer los hipotéticos rostros que veneraron la milicia de los pobres caballeros de Cristo del Templo de Salomón..

Desde Temple Barcelona os aseguramos que su lectura os atrapará.

Ecce homo!(III)

1.Intuiciones

En 1978, el historiador Ian Wilson publicaba un ensayo titulado. El sudario de Turín. La sábana fúnebre de Jesucristo. Era un libro bien escrito y bastante bien documentado, que seguía la historia del sudario en el curso de casi dos mil años, desde las descripciones de los evangelios hasta las últimas investigaciones científicas de 1973, y en este inmenso panorama el autor dedicaba un capítulo de casi 15 páginas a ilustrar una teoría particularmente audaz de su cosecha: en la historia del sudario había un notable “agujero”, un espacio de cerca de un siglo y medio (de 1204 a 1353), durante el cual, en cierto sentido, este objeto desaparece de las fuentes históricas. Sobre la base de diversas pruebas extraídas a veces de documentos, a veces de objetos pertenecientes a los templarios, el autor sostenía que el fantasmagórico “ídolo” venerado por los templarios era en realidad el sudario que hoy se conserva en Turín plegado y guardado en un sagrario hecho a propósito para que sólo pueda verse el rostro.

La teoría causó impresión porque, de acuerdo con ella, resultaban inmediatamente comprensibles diversos puntos oscuros de la historia de los templarios; pero Wilson no era especialista en este tema y sólo conocía las fuentes más famosas del proceso, por lo que muchísimos datos sumamente valiosos quedaron fuera de su alcance. En todo caso, esas quince páginas contenían una intuición de enorme interés histórico y despertaron en la comunidad de estudiosos una gran curiosidad, que las escasas pruebas de que disponía no podían satisfacer. En los últimos años las fuentes del proceso contra los templarios fueron estudiadas de modo mucho más amplio y sistemático que en el pasado, lo que nos ha permitido sacar a la luz verdades históricas que parecían dudosas, desenfocadas, casi irreales.

¿Es posible decir algo sobre la relación entre los templarios y el sudario? Afortunadamente, sí, y mucho, en particular gracias a algunos testimonios que permanecieron “ocultos” en un documento auténtico, pero poco conocido por los expertos. Un documento que en el marco del proceso parecía revestir una importancia política y jurídica secundaria, pero que para el estudio de la espiritualidad templaria tiene en cambio un valor de primera magnitud. Se trata de noticias que los expertos en los templarios mencionan rara vez en sus estudios, y lo mismo sucede en un sector de la investigación que viene realizándose con el método científico desde hace ya más de un siglo: la sindonología, esto es, el conjunto de los estudios sobre la Sábana Santa de Turín. Me parece oportuno presentar al lector estas nuevas pruebas emergentes de las fuentes templarias analizándolas en sí mismas, prescindiendo totalmente de la teoría de Wilson. Es necesario hacerlo así para evitar que ambos discursos se superpongan y que, en consecuencia, puedan condicionarse mutuamente. Así, pues, consideraremos las fuentes sin más, tal como se muestran al investigador que las lee por primera vez, sin influencias o ideas preconcebidas que puedan derivarse de otros estudios. Luego se comparará todo el material con las intuiciones que en su momento expuso Ian Wilson y se podrá verificar qué escenario histórico se desprende de ello.

Durante toda la segunda fase del proceso contra el Temple, o sea la que tuvo lugar después del verano de 1308, cuando ya las investigaciones estaban a cargo de los obispos diocesanos, los interrogadores comenzaron a estar seguros de que la “cabeza” de los templarios era en realidad un relicario de algún santo; por tanto, hicieron preguntas precisas en este sentido. Un caso significativo fue el del sargento Guillaume d’Erreblay, otrora limosnero del rey de Francia, al que interrogó la comisión de obispos que dirigía la investigación de París en 1309-1311. Este hombre había visto muchas veces, expuesto a la veneración de los fieles que iban a rezar a las iglesias del Temple, un bello relicario de plata que se usaba en las liturgias normales de la orden. Algunos decían que era el relicario donde estaban los restos de una de las once mil vírgenes compañeras de Santa Úrsula, que murieron mártires en Colonia, y así lo había creído también él. Sin embargo, después de la detención, sugestionado por el clima de la acusación, le pareció que había muchas cosas extrañas: en realidad, creía recordar que el mencionado relicario tenía un aspecto monstruoso, que poseía directamente dos caras, una de ellas con barba. Al historiador moderno se le presenta de inmediato la sospecha de que el testimonio estuviera negativamente influido por el contexto del proceso, a tal punto que llegara a producir un discurso lleno de incongruencias: ¿cómo se podía exponer a la veneración de los fieles el retrato de una santa jovencita con dos caras y, para colmo, una de ellas con barba? En realidad, este templario simplemente vio y describió dos objetos distintos: del relicario de las once mil vírgenes sólo oyó hablar a otros frailes, mientras que lo que vio con sus propios ojos tal vez tuviera de verdad dos caras. Su descripción es idéntica a las miniaturas realizadas por el pintor Matteo Planisio en el manuscrito Vaticano latino 3550, donde el Creador está representado con dos caras, una masculina con barba (la persona del Padre) y otra de un joven adolescente (el Hijo), que bien puede parecer la de una mujer. La espléndida miniatura napolitana sólo es un ejemplo, pero ¡vaya uno a saber cuántos objetos semejantes había en las iglesias medievales!

Los obispos comisarios recogieron esta deposición y ordenaron de inmediato que se realizara una verificación. De esa manera se descubrió que en el Temple de París había realmente un relicario con los huesos de una de las once mil vírgenes; pero, lejos de ser monstruoso, era bello y representaba con normalidad el rostro de una muchacha:

A esas alturas se mandó que se presentara ante la audiencia el guardián al que se le habían confiado todos los bienes del Temple después de la detención, un tal Guillaume Pidoye, que junto con otros administradores tenía en su poder las cajas con las reliquias que se habían encontrado en la residencia templaria de París. El guardián recibió la orden de aportar al proceso todos los objetos en forma de cabeza, fueran de metal o de madera, que se encontraran en aquel edificio; entonces entregó a los comisarios un grande y bello relicario de plata enchapado en oro, que representaba una muchacha: dentro se hallaban unos huesos que parecían pertenecer a un cráneo, cosidos a un tejido de lino blanco y envueltos en otro tejido rojo. Había también una pequeña cédula tejida a la tela, en la que se leía “testa LVIII M”: parecía ser la cabeza de una muchachita, y algunos decían que eran reliquias de una de las diez mil vírgenes. Puesto que el guardián afirmó que no había otros objetos en forma de cabeza, los comisarios mandaron llamar a Guillaume d’Erreblay y lo pusieron frente a aquel relicario: pero el templario dijo que no era el mismo y que éste no creía haberlo visto nunca en la residencia del Temple.

Comprobar que la fantasmal cabeza adorada por los templarios era en realidad un relicario de plata debilitó la hipótesis de la acusación, porque daba pie a la sospecha de que también las otras culpas que se achacaban a los templarios pudieran ser fruto de un montaje parecido. Los comisarios, en todo caso, tomaron conciencia de que en la orden había liturgias y cultos particulares sobre los cuales los frailes no tenían ideas claras.

El sargento Pierre Maurin había sido recibido en la orden por el gran maestre Thibaut Gaudin en 1286, en una habitación de la gran residencia templaria de Château-Pélerin, en Tierra Santa; en aquella ocasión no se mostraron imágenes de ningún tipo, pero sintió gran curiosidad cuando le entregaron aquel cordoncillo de lino, que tenía la obligación de no quitarse nunca, aun cuando no se supiera bien para qué servía. Dos o tres años más tarde, un día que se hallaba en el Château-Pélerin se enteró por el hermano Pierre de Vienne que en el Tesoro central del Temple en Acre se conservaba un objeto de culto misterioso y que este objeto tenía la forma de una cabeza: todos los cordoncillos de los templarios se consagraban poniéndolos en contacto con esa cabeza. Se decía que el relicario contenía restos de la cabeza de san Blas o de san Pedro, pero a partir de ese día comenzó a desarrollar un acusado malestar y no quiso seguir llevando puesto el cordoncillo.

El tesorero del Temple de París, jean de la Tour, vio en cambio una pintura sobre madera que a menudo se hallaba en la capilla de la orden junto al crucifijo central. No consiguió saber quién era la persona representada y creyó que se trataba de la imagen de algún santo, pero no cabía duda de que el hombre representado en la tabla no era un templario, porque no llevaba la vestimenta típica de éstos. En cualquier caso, no era en absoluto monstruoso, y aun cuando se negó a venerarlo, su visión no lo espantó en absoluto.


La pista del retrato masculino con la figura de un hombre cuya identidad los templarios desconocían es, sin duda, la más interesante; parece conducir directamente a la imagen de un personaje sumamente sagrado, venerado por los templarios con la máxima devoción, aunque únicamente muy pocos de ellos supieran quién era. De hecho, no era fácilmente reconocible; quienes lo han visto tienen dificultades para describirlo. ¿De quién se trata?

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