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martes, 2 de octubre de 2012

Los milagros del Padre Pío: Siempre la Madonna




Desde la encomienda de Barcelona volvemos con el nuevo apartado pensado para informar a todos los lectores de esta vuestra Casa, qué importancia ha tenido  el Padre de los estigmas en la difusión de los dones que sobrevienen venerando a la Santísima Virgen María.

Para ello hemos extraído un texto de D. José Mª Zavala de su obra “Padre Pío: Los milagros desconocidos del santo de los estigmas”, donde nos habla de manera sencilla y amena, las obras e historias del Padre Pío.

Desde Temple Barcelona, nos sentimos en la obligación de difundir sus milagros..

En el convento de San Giovanni Rotondo formulé a fray Paolo Covino, el sacerdote que administró la Extremaunción al Padre Pío en el instante de su muerte, esa misma cuestión que me inquietaba: ¿Quién fue realmente el Padre Pío?

Fray Paolo convivió muchos años con él; tuvo incluso la fortuna de ocupar su misma celda en el noviciado de Morcone.

En el ocaso de su vida, ya con 92 años, agarrado a un andador de aluminio, don Paolo me respondió con la sonrisa inefable de un niño:

“El Padre Pío era un hombre de Dios. Rezaba por quien no rezaba. Apenas comía ni bebía. Llevaba siempre en la mano el Santo Rosario, su arma más poderosa contra el enemigo, la cual empleaba sin descanso. Llegaba a rezar quince o veinte Rosarios completos al día (de 150 Avemarías cada uno). Él decía: “Haced amara a la Virgen. Ella os escuchará. Rezad el Rosario todos los días y Ella lo pensará todo”.

Claro que una vez el superior le preguntó cuántos Rosarios rezaba al día. Y él, obediente hasta la sepultura, le respondió: “Bueno, a mi superior debo decirle la verdad: he rezado treinta y cuatro”.

Guardaba rosarios por todas partes: bajo la almohada, en la mesilla de noche, en los bolsillos…Una tarde, estando enfermo en la cama, como no encontraba el suyo, exhortó al padre Honorato de San Giovanni Rotondo: “¡Muchacho, búscame el arma!, ¡dame el arma!”.

Al obispo italiano Pablo Corta, que le visitó acompañado de un amigo suyo, oficial del ejército transalpino, le respondió sonriente cuando aquél le pidió en broma un billete al Cielo para el militar:

-¡Para entrar en el Paraíso se requiere algo muy importante! Hay que contar con el billete de acceso a la Santísima Virgen. Si esto se logra, lo habremos conseguido todo. Ella es la Puerta del Cielo. El billete que te permite ingresar en el Paraíso es el Santo Rosario.

¡Qué instrumento tan eficaz el Santo Rosario…!

Gianna Vinci me cuenta que su madre lo rezaba todos los dáis mientras residían en el feudo comunista de Ferrara:

‘Mi familia –se lamenta ella- estaba destruida por el pecado. Era maravillosa pero, cuando el pecado irrumpió en ella, se dividió. Mi padre abandonó así a mi madre, dejándola sola con mi hermana y conmigo. Fue entonces cuando mi madre oyó hablar del Padre Pío: “Tengo que ir a conocer a ese fraile”, os dijo un día. Viajó, en efecto, a San Giovanni Rotondo para confesarse con él. Nada más verla, éste le dijo: “¡Por fin has venido, hija mía! ¿Sabes quién te ha salvado? El Rosario que rezas todos los días. A partir de ahora ya nunca te abandonaré”.’

Gianna siguió la estela de su madre. Tenía ocho años y el Padre Pío alrededor de 57, la primera vez que le vio:

‘Como era tan menuda –explica-, logré abrirme paso entre la multitud y llegar hasta el corredor por el que solía dirigirse a la clausura tras la Santa Misa. En cuanto le vi, pensé que debía parecerse mucho a Jesús, con el rostro tan hermoso e iluminado. Luego tuve un encuentro con él. Temblaba de miedo. En la estancia sólo había una banqueta, junto a la imagen de san Francisco. El Padre me miró con tanto amor, que el miedo desapareció al instante. Mi madre le dijo: “Padre, es mi hija”. Y él contestó, bromeando, por lo pequeña que era: “¿Dónde está?” Jamás olvidaré cuando me indicó, con su mano enguantada, que me acercase hasta él. Obedecí tímidamente; al llegar a su altura, puso una mano en mi cabecita, diciendo: “Que Dios le toque el corazón”. Supe enseguida que se refería a mi padre. Entonces, sentí que Dios existía.’

Fray Paolo covino conoció al Padre Pío con una edad semejante a la de Gianna: a los siete años. Su madre, terciaria franciscana, le contaba los increíbles prodigios que obraba en San Giovanni Rotondo, adonde había llegado el 28 de julio de 1916.

Enclavado en la pequeña península del monte Gargano, donde se levanta el santuario en honor del arcángel San Miguel, en las estribaciones del mar Adriático, poco antes de adentrarse en el golfo de Manfredonia, el convento de San Giovanni fue la única residencia del Padre Pío durante cincuenta años.

La ruta hacia San Giovanni Rotondo se convierte inevitablemente para muchos en el camino de Damasco por el que millares de pecadores retornan al Señor. hombres, mujeres y niños de todas las clases sociales, ideológicas y religiones peregrinan allí en busca de paz para sus almas. San Giovanni es hoy, más que nunca, un nuevo Ars.

Don Paolo sigue desgranando sus recuerdos:

“Yo acudía a visitarle allí todas las mañanas y tardes. En cierta ocasión, al ver una reproducción de la Sábana Santa en una de las paredes del convento, él me explicó: “Ésta es la imagen del lienzo sagrado que envolvió el cuero de Jesús tras su muerte”. Al crecer, comprobé que así era”.

En Roma tuve la fortuna de conocer también a una criatura angelical: sor María Francesca Consolata. Pese a sus 95 años, esta monja de clausura convertida por el Padre Pío aparenta mucha menos edad, a juzgar por su pasmosa vitalidad, la contagiosa alegría y el sello inconfundible de las almas de Dios.

Debo reconocer que, en cuanto la vi, pensé en la Virgen María, convencido de que sin la inocencia de sor Consolata resultaba muy difícil alcanzar el Cielo. Me miró con una increíble ternura y durante casi toda la entrevista mantuvo su pálida mano aferrada a la mía.

Mientras me dirigía al convento para entrevistarla, una persona me advirtió que tuviese cuidado al registrar la conversación, pues alguien antes que yo había sufrido la gran decepción de comprobar luego que su cinta magnetofónica estaba completamente en blanco. “El demonio decidió jugarle una mala pasada”, aseguró.

Por si acaso, recé para que eso no sucediese. Nada más verla, comprendí por qué Satanás odiaba tanto a esa mujer virginal. Su relevancia en la vida del Padre Pío hizo que la llamasen como testigo fundamental en su proceso de canonización.

“Me obligaron a participar, porque decían: “Esto sólo puede saberlo sor Consolata” –comentaba risueña.

De hecho, ella fue la primera religiosa que se incorporó al hospital del Padre Pío (Casa Sollievo Della Sofferenza) en 1955, donde permaneció por espacio de veinte años, hasta 1975, en que decidió entrar en clausura.

-¿Por qué se retiró del mundanal ruido? –inquiero.

-Esta pregunta la responderé en el Paraíso –sonríe, enigmática. Y apostilla:

-La razón por la que entré en clausura sólo la saben jesús y el Padre Pío. Nadie más…

La primera vez que vio al Padre Pío, en 1949, era religiosa hospitalaria de los Apóstoles del Sagrado Corazón de Jesús.

‘Aunque, en realidad –puntualiza ella-, mi primer encuentro formal con él se produjo la mañana del 23 de septiembre de 1955 (el mismo día que, trece años después, fallecería el Padre Pío); nos presentó el padre Carmelo de Sessano. Luego, en noviembre, hice con él mi primera confesión.’

En una de esas confesiones, le dijo a él precisamente:

-¡Padre, cuánto sufro porque desearía amar a la Virgen como usted!

Él, conmovido, contetó:

-Hija, el dolor también es mío, porque no la amo como debiera. Recemos juntos para que Dios nos conceda la gracia de amar a María.

‘Cuando alguien –recuerda sor Consolata- comentaba al Padre Pío que le había concedido una gracia, él respondía, enojado: “¡Cómo! ¿Es que no sabes que las gracias las consigue la Virgen María?’

Muchas veces, la Santísima Virgen acudía a su Misa:

‘Yo no lo creía al principio –admite ella-, pero una mañana, hallándome muy cerca del Padre Pío, observé que giraba la cabeza a la derecha y la miraba; recuperada su posición normal, cerraba entonces los ojos. Comprendí que era a la Virgen a quien veía.’

La Señora salvó al Padre Pió de una muerte casi segura.

El 5 de agosto de 1959 su vida corría peligro a causa de una pleuritis exudativa que le mantenía en cama desde hacía meses.

Aquel día, la imagen de la Virgen de Fátima peregrinó excepcionalmente en helicóptero hasta San Giovanni, en atención al Padre Pío.

El 6 de agosto, poco antes de que la talla mariana abandonase el convento, llevaron al Padre Pío a venerarla en silla de ruedas. A los pies de la Señora, cuya imagen descendió hasta su rostro, la besó mientras lloraba, y puso en sus manos un rosario bendecido por él mismo. Luego, le subieron a la celda por temor a que sufriese un colapso.

Tras visitar a los enfermos en la Casa Alivio del Sufrimiento, la imagen de la Virgen de Fátima fue conducida hasta la terraza, donde aguardaba el helicóptero listo para partir.

El padre Raffaele de S. Elías en Pianisi fue testigo ocular de cuanto allí sucedió. Enterado de su partida, el Padre Pío pidió que le dejasen despedirse de Ella por segunda vez. Lo llevaron así hasta el coro de la nueva iglesia donde, asomado a una de las ventanas, vio a la Virgen elevarse sobre el cielo entre los vítores ensordecedores de una multitud de fieles.

Emocionado de nuevo, con una fe enorme y lágrimas en los ojos, prorrumpió: “¡Madre mía, vinisteis a Italia y yo enfermé; ahora os marcháis y me dejáis todavía enfermo!”.

Dicho esto, bajó la cabeza mientras su cuerpo era sacudido por una convulsión.

“El Padre Pío –evocaba fray Raffaele- recibió entonces la gracia, sintiéndose repentinamente bien. al día siguiente, quiso celebrar ya Misa pero casi todos se lo desaconsejaron. Por la tarde, llegó providencialmente el profesor a Gasbarrini. Tras examinar minuciosamente al enfermo, concluyó que estaba clínicamente curado. Nos dijo a los padres presentes, entre quienes me encontraba yo: “El Padre Pío está bien y mañana puede celebrar Misa sin impedimento alguno”. ¡Qué inmenso júbilo fue para todos nosotros y para el pueblo! Pronto se difundió la noticia de que la Virgen de Fátima había devuelto la vida al Padre Pío. Desde aquel día, él reanudó toda su actividad apostólica. No faltó, sin embargo, quien intentó negar el milagro. Pero él decía: “Si lo sabré yo, si estoy o no curado; si fue un milagro de la Virgen es a mí a quien corresponde juzgarlo”. Luego, cada vez que relataba el portento, era incapaz de aguantar el llanto”.

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