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miércoles, 31 de octubre de 2012

Los templarios y la Sábana Santa


  

Ecce homo!(III)

Desde la encomienda de Barcelona, seguimos con la segunda parte del capítulo ‘Et habitavit in nobis’ creado para concienciarnos de la gran repercusión que tuvo el ‘mandylion’ para los ciudadanos de Bizancio. Para avanzar un poco más en el tema, hemos extraído un nuevo texto escrito por la paleógrafa italiana Barbara Frale, de su libro “I templari e la sindone di Cristo”, donde nos acerca la reliquia cristiana, para contemplar su enorme atractivo que ésta radiaba a los feligreses.

Desde Temple Barcelona esperamos que el capítulo haya sido de vuestro agrado.

6. Et habitavit in nobis – Y habitó entre nosotros- IIª parte

En marzo del año 843, la emperatriz Teodora, viuda de un marido que había vuelto a perseguir a las adoradores de imágenes, asumió una decisión completamente distinta e instituyó una ceremonia solemne, la fiesta de la Ortodoxia, destinada a recordar para siempre la victoria de los iconos santos. En el 943, primer centenario de la fiesta, el emperador Romano I resolvió solemnizar el acontecimiento llevando a la capital la más famosa y venerada de las imágenes de Cristo, la que se guardaba en Edesa, y confió la misión de recuperarla al mejor de sus generales, Juan Curcuas. La ciudad se hallaba entonces bajo dominio árabe y el general Curcuas se vio obligado a negociar la cesión del mandylion: a cambio de este objeto único, el emperador bizantino dejó en libertad 200 prisioneros islámicos de elevado rango, pagó 12.000 coronas de oro y además concedió a la ciudad una garantía de inmunidad perpetua. Tras examinarla detenidamente, porque los árabes habían tratado de endilgar al general una copia falsa, la famosa imagen fue conducida a Constantinopla con una memorable procesión el día 15 de agosto, fiesta de la Dormición de María, y colocada en la iglesia de Blanquernas, dedicada a la Virgen; al día siguiente se la trasladó a una nave imperial con la que recorrió la ciudad, para ser luego colocada en la capilla imperial de Faro; este oratorio inaccesible era un monumental relicario donde desde hacía siglos los emperadores reunían testimonios más valiosos de la vida de Cristo, la Virgen y los santos. Según distintos visitantes medievales a los que se les permitió contemplarlo, estaban allí todos los objetos de la Pasión, desde el pan consagrado de la Última Cena hasta la esponja con la que habían dado vinagre a Jesús, aparte de una cantidad de recuerdos importantes; todo aquello era el fruto de una secular y minuciosa campaña de búsqueda a la que ya había dado comienzo Elena, la madre de Constantino. El motivo de esta paciente, continuada y costosísima operación es muy simple: puesto que en un determinado momento de la historia el contacto con Tierra Santa se había vuelto difícil, urgía encontrar el modo de mantener al menos una relación física y concreta con los testimonios de la vida de Cristo. En el curso de apenas cuatro años (636-640), los árabes, comandados por el califa Omar, despojaron a los emperadores bizantinos de gran parte de Asia Menor, comprendida la región de Siria-Palestina; a partir de ese momento las visitas al Santo Sepulcro y a los otros Santos Lugares fueron posibles gracias a acuerdos diplomáticos especiales entre la corte de Constantinopla y los nuevos señores islámicos, pero, a pesar de todo, no se consiguió evitar que la propia basílica de la Resurrección, donde se hallaba el Sepulcro, sufriera verdaderas devastaciones. Por eso se estudió la manera de trasladar a la capital bizantina todo lo que fuera posible transportar en relación con la vida de Jesús, a fin de crear en las márgenes del Bósforo una segunda Jerusalén que contuviera todos los testimonios fundamentales. En 1201, el guardián imperial de las reliquias, Nikolaos Mesarites, tuvo que defender el gran sagrario bizantino del riesgo de saqueo, porque una revolución palaciega trataba de hacerse con el poder; logró calmar los ánimos de los revoltosos demostrándoles que aquella capilla era un lugar absolutamente sagrado, una nueva Tierra Santa que era menester honrar y respetar por encima de las cuestiones políticas:

‘Este templo, este lugar es un nuevo Sinaí, es Belén, el Jordán, Jerusalén, Nazaret, Betania, Galilea, Tiberíades; es el cuenco, la Cena, el monte Tabor, el pretorio de Pilato, el lugar del Cráneo, que en hebreo se dice Gólgota. Aquí nació Cristo, aquí fue bautizado, aquí caminó sobre las aguas y sobre la tierra, aquí realizó milagros prodigiosos y se humilló lavando los pies […]. Aquí fue crucificado, y quien tenga ojos podrá ver el apoyo donde descansaron sus pies. Aquí también fue sepultado, de lo que hasta hoy da testimonio la piedra rotulada sobre la tumba. Aquí resucitó, y así lo demuestran el sudario y los tejidos sepulcrales’.

Después del traslado a la capital, el mandylion permaneció en Constantinopla y muy pronto se convirtió en el símbolo mismo de la ciudad, una especie de sumo protector, que lucía también en los estandartes del ejército; la mentalidad religiosa bizantina lo identificó con la Eucaristía, o el Cuerpo de Cristo, y lo reprodujo en una incalculable cantidad de copias. A partir de entonces, el mundo bizantino desarrolló una verdadera pasión por las características físicas de Jesús; era un poco como querer reaccionar a siglos de una cultura que por muchos motivos las había ignorado, cuando no directamente negado. Gracias al estudio de las reliquias lograban captar su altura: fuera de la basílica de Santa Sofía se  había erigido una reproducción de la cruz en tamaño natural, llamada “cruz de la medida” (crux mensuralis), que permitía a todos contemplarlo en su verdadera talla.

La colección imperial de Faro se llenó de testimonios de todo tipo, incluidos algunos (como los pañales del Niño o la leche de la Virgen) que hoy hacen sonreír; sin embargo, esto no debe hacernos olvidar el enorme valor histórico de su presencia: quienes los buscaban y los apreciaban no eran por cierto campesinos ignorantes, sino los intelectuales más importantes de la época. Al redescubrimiento de esta dimensión humana de Jesús, que durante tanto tiempo el mundo cristiano de Oriente había ignorado, se unía la experiencia de una profunda conmoción. En el fondo, la novedad absoluta del cristianismo residía en el hecho de que Dios se había puesto a caminar entre la gente: el texto griego del Evangelio de Juan dice literalmente: “La Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros”. Contemplar los pañales del Niño era recordar que el Cristo había sido un recién nacido como todos los demás, y María, a quien los bizantinos llamaban Madre de Dios, lo había cuidado con ternura, lo mismo que hacen las otras madres con sus hijos. Determinados objetos mostraban que Dios considera al hombre su prójimo y que está a su alcance; y los relacionamos con la Pasión decían también otra cosa: que seguramente en el enfermo, en el moribundo, en la persona abrumada por el sufrimiento, en los rostros de todos aquellos que durante las adversidades de la vida se superponen al rostro irreconocible de Cristo, hay algo de divino.

El traslado del mandylion a la capital fue un acontecimiento memorable, con ocasión del cual se produjeron muchos escritos. El estudio de estas fuentes demuestra que son especialmente interesantes: en efecto, la descripción de mandylion y de su historia tal como se la relataba en la época de Constantino VII no coincide del todo con lo que se sabía a partir de las fuentes más antiguas. Hacen aquí aparición cosas distintas, detalles que parecen puestos adrede para “actualizar” la leyenda a la luz de una nueva y desconcertante verdad. 

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