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martes, 19 de febrero de 2013

Los milagros del Padre Pío




Desde la encomienda de Barcelona retomamos el apartado destinado a indagar sobre la vida del Padre Pío, y su forma de llegar al alma de las personas y obrar milagros fascinantes.

Desde Temple Barcelona queremos compartir con todos vosotros su apasionante vida.

…algunos comunistas

Conversiones por doquier, recogidas por Sánchez-Ventura, como la de Carlo Lusardi o la del geómetra Rosatelli, ambos comunistas.

Cierto día, al regresar a casa, Rosatelli vio a un fraile asomado a la ventana que le dijo: “Ven a verme…”

Su hermana le habló del Padre Pío, pero él se resistió a creer lo que acababa de ver. Hasta que una tarde, la señora Moschi, amiga de la familia, le mostró un retrato del capuchino. Rosatelli reconoció, asombrado, al mismo fraile que solía incordiarle en sueños. La víspera, sin ira más lejos, le había apremiado: “¡Ven a confesarte!”.

Por fin, el 6 de julio de 1949 Rosatelli hincó las rodillas ante el Padre Pío, dispuesto a rendirle cuentas a Dios:

-¿Cuánto tiempo hace que no te confiesas? –inquirió el fraile.
-Cinco años –repuso el penitente.
-No es cierto. Hace doce… -matizó el confesor.
Y añadió:
-Tu carné de comunista, ¿lo rompes tú o lo hago yo?

No menos sonada fue la conversión de Italia Betti, profesora de matemáticas del Liceo Galvani de Bolonia. Mujer de armas tomar, Betti defendía el comunismo con uñas y dientes, combatiendo ardientemente la enseñanza religiosa en las escuelas.

El rojo, naturalmente, era su color preferido; procuraba exhibirlo siempre en público, vistiendo en ese tono y paseándose en su motocicleta a juego. Se desconocen los detalles de su conversión. El caso es que un día se le ocurrió viajar a San Giovanni Rotondo. Poco después, envió una carta al secretario del Partido Comunista de su provincia, en la que decía:

“He conquistado la paz. Salude en mi nombre a todos los camaradas de Bolonia y dígales que, si pueden y saben, recen por mí.”

En 1950, sintiéndose morir, la mujer pidió que la sepultasen en el cementerio de San Giovanni Rotondo, junto a la tumba de los padres del fraile.

Hablando de comunistas, Fulgo Pilli, jefe de filas de San Benedetto in Alpe, aceptó un día el desafío de la señora de Pazzi, miembro destacado de la Asociación Católica italiana, quien le puso así entre la espada y la pared: “Si te atreves, vete a ver al Padre Pío; nosotras te pagamos el viaje.”

Poco después, Fulgo Pilli partió hacia San Giovanni Rotondo junto con su compañero de partido, Luigi Briccolani.

“¡Volveré más comunista que antes!”, se despidió de Fulgo, a bordo del autobús.

Una vez allí, ambos colegas se encontraron a un viejo camarada del partido, ex seminarista, que lloraba desconsolado porque el Padre Pío le había expulsado del confesionario.

Al día siguiente, según lo acordado, guardaron cola para confesar con el fraile. Observándolos desde un rincón, la señora de Pazzi no paraba de rezar para que su plan saliese bien. De repente, comprobó que los dos penitentes abandonaban el confesionario sin recibir la absolución. “¡Todo se acabó!”, pensó.

Pero se equivocaba: al día siguiente, ambos aguardaron de nuevo su turno ante el confesionario. A Fulgo Pilli, el Padre Pío le recordó una ofensa que calló: la zapatilla que, malhumorado, arrojó un día contra la imagen del Sagrado Corazón de Jesús…

De regreso en San Benedetto, Fulgo reconoció humildemente: “He perdido, pero estoy contento”. Jamás una “derrota” cosechó tanta felicidad.

Otro activo comunista, Giovanni Bordozzi, estalló también de alegría. Cierto día, soñó que el Padre Pío le decía: “¡Ven a visitarme! ¡Te espero!”

Bordozzi obedeció. Absuelto de sus pecados, vendió su negocio de tejidos y dedicó el resto de su vida a glorificar a Dios.

Su compañero de filas Sabino Greco soñó en otra ocasión que el fraile le prometía curarle el tumor cerebral. Al despertar sobresaltado, avisó a las enfermeras para decirles que ya no le dolía la cabeza y que no hacía falta que le operasen. Poco después, se fugó del hospital. Al cabo de unas horas, regresó allí por la fuerza para someterse a nuevos análisis y radiografías. Esta vez los médicos comprobaron, impresionados, que no había el menor rastro del tumor.

Sabino Greco viajó luego a San Giovanni para agradecer al Padre Pío su curación. Pero, una vez allí, comprobó que seguía doliéndole la cabeza; incluso perdió el conocimiento.

Al volver en sí, gritó:

-¡Padre, tengo cinco hijos y estoy muy grave…¡Sálveme!
-Vete a tu casa y reza. Yo también lo haré –prometió el fraile.

Sabino Greco asegura que aquellas palabras bastaron para curarle definitivamente.

Otros “pececitos”…

Sin ser grandes pecadoras, otras almas renacieron a Dos al candor del Padre Pío. Algunas, como sor Consolata, ya las conoce el lector:

“En mi primera confesión con él –evoca la religiosa- lloré mucho, porque fue la de mi conversión. El Padre Pío me dijo: “El Señor te ha salvado y no te abandonará si tú no le abandonas”. Al retirarse del confesionario, era obligado entonces volver de rodillas a pedirle la bendición. Yo habría querido escapar de aquel trance pero todas las demás mujeres me apremiaron: “¡De rodillas!, ¡de rodillas!” Y de rodillas, con la cabeza gacha, me acerqué adonde estaba el Padre Pío. Al verme, asomó la cabeza fuera del confesionario y, delante de todo el mundo, exclamó: “¡Vaya, os habéis levantado solemnes esta mañana!” Entonces él, que acababa de ser juez, me miró con una sonrisa paternal y colocó su mano sobre mi cabeza, diciendo: “Hoy eres nueva”. En verdad, la humanidad del Padre Pío recuerda a la de Juan Pablo II.

“En mi última confesión con él, el mismo año de su muerte, le dije: “Padre, siento otra vez la pasión de la clausura. ¿Sería posible? No quiero desobedecer”. Se hizo un gran silencio. Luego, el Padre Pío se aproximó a la puerta y me comentó: “¿Y quién te acompañará? ¿Lo has comprendido todo o no has comprendido nada?” Las cosas sucedieron de tal manera que fue él mismo quien me acompañó al final, tras su muerte.”

-¿Sigue hablando ahora con él? –le preguntó a sor Consolata.
-Jamás me ha abandonado. ¿Cómo puede pensar eso? –aduce, extrañada.
-¿Y qué le dice?
-Me dice: “¡Pórtate bien!”
Como sor Consolata, la seglar Gianna Vinci decidió seguir también los pasos del Padre Pío. Con apenas diez años se confesó por primera vez con él:

“Pude ver su rostro bellísimo a través de la rejilla –recuerda-. Aquel día quise convertirme en su hija espiritual. Comprendí que entrar en su filiación significaba estar protegida y, sobre todo, ligada a Jesús…Pasado el tiempo, dudé si llevar una vida activa o contemplativa, pero en modo alguno de clausura…Había un joven que deseaba casarse conmigo. Su tía pertenecía a un Grupo de Oración formado por mi madre en Cerdeña, en Sassari. Todos los días venía a la iglesia, pero no se atrevía a acercarse a mí. Yo no entendía por qué. Le dije a Jesús: “¿Por qué tiene que sufrir tanto este chico…? Finalmente, él fue a hablar con el Padre Pío, pues sabía que yo era hija espiritual suya. Debió de pensar: “Si el Padre dice que adelante, entonces me declararé”. Pero el Padre contestó: “Déjalo estar; haz penitencia”. Él ya no quiso regresar a Génova. Telefoneó a su tía diciéndole que no volvería. Todos sus bienes –era muy rico- los cedió a los capuchinos y se hizo trapense en Washington. Me alegré profundamente.”

Gianna no cesa de invocar hoy al Padre Pío para que le ayude a ser siempre fiel a Jesús: “Le hablo con vehemencia y confianza, diciéndole: “Tú que me consideras hija espiritual tuya…¡provee!”

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