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jueves, 13 de marzo de 2014

La idea de la Cruzada

Desde la Encomienda de Barcelona queremos compartir con todos vosotros un texto del historiador y novelista aragonés, D. José Luis Corral que hemos extraído de su obra “Breve historia de la Orden del Temple”, donde nos habla sobre el ideal de las Cruzadas.

Desde Temple Barcelona deseamos que disfrutéis con su lectura.


Por José Luis Corral

La mayoría de las religiones aspira a ser católica, es decir, universal, verdadera y santa, y por tanto única y excluyente. Durante los primeros siglos de nuestra era, el cristianismo monopolizó la interpretación de la Revelación divina en los países ribereños de la cuenca mediterránea, con la excepción de algunos núcleos de irreductibles judíos dispersos por ella. Pero en los primeros decenios del siglo VII, un individuo llamado Mahoma convulsionó desde el corazón de arabia la creencia en Dios y provocó una profunda ruptura religiosa que todavía permanece. El islam, la nueva religión, o mejor, la nueva forma de religión predicada por Mahoma entre los años 610 y 632, se extendió a una velocidad increíble desde Arabia por Asia occidental y central y por todo el norte de África; y en el año 711 cruzó el estrecho de Gibraltar para imponerse en la península Ibérica y en el sur de Francia.

En la península Ibérica, tras varios siglos recluidos en las montañas del norte, los reinos y Estados cristianos se lanzaron a la conquista del territorio musulmán del sur; la idea de recuperar todos los territorios perdidos a manos del islam se convirtió para la cristiandad en una obsesión.

Ya en el siglo IX el papa Juan VIII había indicado que aquel cristiano que muriera en defensa de la fe iría directamente al cielo. La idea no era nueva; durante los tres primeros siglos quienes morían por su fe cristiana eran considerados mártires por la Iglesia; y en consecuencia elevados a la santidad. Pero los mártires eran defensores “pasivos” de la fe cristiana; morían por su ideal, por no renegar de sus principios.

Con el triunfo del cristianismo, establecido en el año 380 como la religión oficial del Imperio romano, la perspectiva cambió siendo considerados como la principal fuerza de la Iglesia, y su sangre como el abono más fecundo para su propagación, pero los mártires lo eran en zonas ahora ajenas al Imperio, en reinos y Estados a los que había que llevar el cristianismo, tierras de paganos como los bárbaros germanos de las fronteras del norte, o de adoradores del fuego, como los persas.

Ahora bien, la irrupción del islam lo cambió todo. Hacia el año 750 la mitad del mundo conocido se había convertido a una religión nueva, el islam. El hasta entonces cristianismo triunfante y en crecimiento sólo había tenido que hacer frente a los movimientos heréticos surgidos en su seno y a la conversión de los territorios paganos que habían quedado al margen del Imperio. Pero con el islam la situación era bien distinta. La pugna dialéctica y teocrática ya no era contra las atávicas creencias de los adoradores de la naturaleza, ni contra las supersticiones de los paganos incivilizados y bárbaros. Los musulmanes traían un concepto mucho más elevado de Dios y a la vez más sencillo de comprender que el del cristianismo. Además, se decían herederos de una larga tradición de profetas y depositarios de la última revelación divina al hombre, y proclamaban la universalidad de sus creencias y la permisividad de culto para los que llamaban dimmi, las gentes del Libro, es decir, cristianos y judíos.

No era precisamente así como la Iglesia contemplaba al islam, sino como una religión falsa y perversa que era sólo una desviación más de la ortodoxia, una herejía como tantas otras, sino una creación maligna que amenazaba con destruir la verdadera fe.

Así, los cristianos ya tenían un objetivo por el que morir, y no era otro que la defensa de su fe frente al islam. Ante el avance musulmán y frente a la propuesta de la yihad, la incorrectamente denominada guerra santa musulmana, la Iglesia promovió la cruzada, la guerra justa y santa para imponer la ortodoxia cristiana.

San Agustín, el gran teórico del cristianismo de principios del siglo V, y sin duda el más influyente intelectual en el pensamiento cristiano hasta el siglo XII, ya había apuntado el concepto de guerra santa, que alcanzó cierto predicamento en la época carolingia –hacia el año 800 Carlomagno realizó varias expediciones militares contra los paganos sajones, a los que sometió y obligó a bautizar-, y que culminó en el siglo XI con numerosos llamamientos a utilizar la fuerza militar contra los enemigos de la Iglesia, a los que se demonizaba. El islam había ido un paso más allá al proclamar la yihad, la defensa de la fe islámica, incluso por las armas si fuera preciso. No en vano, en algunos poemas y cantares de gesta de la época de Cristo aparece como un jefe militar dirigiendo a sus soldados, que son precisamente los apóstoles.

Así, la Iglesia del siglo XI acabó por decretar que la guerra por causa de la fe no sólo era justa y santa, sino necesaria para imponer el triunfo del cristianismo y erradicar tanto el islam como a los herejes que se desviaban de la doctrina y del dogma fijados en los concilios. Y así pasó de rechazar el uso de las armas y condenar la violencia a potenciar ambas acciones.

Una de las razones del éxito de la expansión del islam había sido precisamente la yihad, es decir, la llamada a defender esta religión por todos los medios. Los musulmanes conquistaron Tierra Santa entre los años 636 y 640, y tomaron posesión de Jerusalén, la ciudad sagrada para las tres grandes religiones monoteístas (cristianos, judíos y musulmanes). La cristiandad consideró esa pérdida como una terrible desgracia.


Durante varios siglos, la Iglesia bastante tuvo con mantenerse a la defensiva, pero a fines del siglo XI se sintió con la fuerza necesaria como para convocar a la conquista de Jerusalén. Ese nuevo espíritu dio origen a las Cruzadas, con el objetivo de recuperar los Santos Lugares y mantenerlos bajo dominio cristiano. El movimiento cruzado duró dos siglos, el XII y el XIII, justo los de mayor desarrollo y apogeo de la sociedad medieval.


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