Las acusaciones
vertidas a los templarios, eran falsas. Sin embargo, los 138 templarios de
París detenidos el 13 de octubre de 1307 y posteriormente interrogados, menos
cuatro, se confesaron culpables en parte, cuando no en la totalidad, de los
cargos que se les imputaban. El motivo de este hecho lo explica un autor de la
época:
Fueron
detenidos sin previo aviso, de manera repentina, contra derecho, y sin que
hubiera sentencia dictada contra ellos. Fueron vergonzosa e ignominiosamente
encarcelados con una saña feroz, zaheridos con insultos y con las más graves
amenazas, y se les infligieron varios tipos de tortura, obligándoseles a morir
o a declarar mentiras absurdas de las que no tenían ningún conocimiento, siendo
entregados inicuamente a sus enemigos, que por medio de esos tormentos los
obligan a reconocer un catálogo de faltas viles, repugnantes y falaces, que no
pueden ser concebidas por oído humano y que no cabrían en el corazón de una
persona. Pero cuando los hermanos se niegan a declarar esas mentiras, aunque no
sepan absolutamente nada de ellas, los tormentos de los esbirros que los
presionan a diario los obligan a admitir las mentiras, diciéndoles que deben
recitarlas ante los jacobinos [los dominicos encargados de los interrogatorios]
y declarar que son ciertas, si quieren conservar la vida y obtener la generosa
gracia del rey.
Según este amigo
anónimo de la orden, que escribía en París a comienzos de 1308, 36 hermanos de
la capital prefirieron morir bajo la tortura antes que confesar, y también
perecieron muchos en otros lugares de Francia. Afirmaba que esos hermanos eran
mártires y habían alcanzado su recompensa en el cielo. Pero los dominicos y
demás personajes implicados en los interrogatorios se negaron a escuchar las
protestas de los hermanos en el sentido de que todas las acusaciones eran
falsas, y siguieron torturándolos hasta que confesaran o murieran.
Es
más, si no dicen esas cosas, no sólo antes, sino después de ser torturados,
permanecen siempre en mazmorras oscuras, sin más que el pan de la aflicción y
el agua de la pena, en invierno con un frío lacerante, yaciendo entre suspiros
y pesar en el suelo, sin paja ni mantas. En medio de la noche, para que su
terror sea mayor, unas veces uno y otras otro, son llevados de celda en celda.
A los que mueren torturados por los investigadores, los entierran en secreto en
la cuadra o en el huerto, por temor a que aquellos actos horribles y brutales
lleguen a oídos del rey, pues han dicho y dicen a Su Majestad que los dichos
hermanos no confesaban sus crímenes bajo tortura, sino espontáneamente.
Todo
aquel que se viene abajo víctima de las torturas y declara las mentiras que los
esbirros y los jacobinos quieren que digan, pese a que debería ser castigado
por mentir aunque no quisiera hacerlo, es hecho subir a las cámaras en las que
es copiosamente provisto de todo lo necesario, para que persevere en sus
mentiras. Les advierten constantemente con amenazas, o con palabras duras o
halagadoras. Es más, cierto monje –o mejor dicho un endemoniado- recorre
incesantemente las cámaras en todo momento, día y noche, tentando a los
hermanos y lanzando advertencias de lo que va a ocurrirles. Y si descubre que
alguno se ha arrepentido de las dichas mentiras, lo manda de inmediato otra vez
abajo, a soportar las dichas aflicciones y penalidades.
¿Qué
más se puede decir? En una palabra, declaro que la lengua humana no puede
expresar los castigos, las aflicciones, las miserias, los insultos, y todo tipo
de crueles torturas que han sufrido los dichos inocentes en el espacio de tres
meses desde el día de su detención, pues día y noche no han cesado de oírse sollozos
y gemidos en las celdas, ni los gritos y el rechinar de dientes durante sus
torturas. ¿Qué tiene de extraño que digan lo que quieren sus torturadores, si
la verdad mata y las mentiras los liberan de la muerte?
[…] El jueves 27 de
noviembre de 1309, Ponzard de Gizy, comendador de Payns, fue interrogado por
los comisionados pontificios. Ponzard describía sus experiencias a raíz de las
detenciones:
Le
preguntaron si había sido torturado alguna vez, y respondió que sí. Tres meses
antes de su confesión en presencia del señor obispo de París, con las manos
atadas a la espalda con tanta fuerza que la sangre corría por sus uñas, en
cierto foso en el que sólo podía dar un paso, protestando y asegurando que si
lo sometían de nuevo a la tortura negaría todo lo que había dicho y diría lo
que le mandaran decir. Por algún tiempo había estado dispuesto a que le
cortaran la cabeza, o a sufrir la hoguera o el agua hirviendo en honor de la
dicha orden, pero ahora que había sufrido la pena de prisión durante los dos
últimos años, ya no era capaz de soportar unas torturas tan largas, como lo
había sido antes.
…Y
como el mismo hermano Ponzard dijo que temía que las condiciones de su
encarcelamiento se agravaran por haberse aprestado a defender la dicha orden,
suplicó que se aseguraran de que no se agravaran esas condiciones por la que
había dicho, y los dichos señores comisionados dijeron al dicho preboste de
Poitou y a Juan de Gamville que no le hicieran daño de ningún modo por haberse
aprestado a defender la dicha orden. Ellos contestaron que no le harían más
daño por eso.
De ese modo, la
confesión de los templarios de Francia se debió a la tortura o al temor a la
tortura, en la certeza de que, en el momento en que confesaran –aunque su
confesión no fuera más que una sarta de mentiras-, su angustia cesaría y
recibirían buenos cuidados. Tenían también miedo a desdecirse de sus
confesiones por temor a que las torturas comenzaran de nuevo.
El papa Clemente V se
enfureció al enterarse de que Felipe había detenido a los templarios sin
consultarle. Sólo el pontífice tenía potestad para autorizar el arresto de una
orden religiosa. Afirmaba que había tenido noticia de los rumores que corrían
contra la orden y que había planeado emprender una investigación, pero como no
hizo nada, ese aserto resulta dudoso. En cualquier caso, el 22 de noviembre de
1307 envió cartas a todos los reyes de la Cristiandad católica ordenándoles
detener e interrogar a los templarios.
[…] El proceso
propiamente dicho no daría comienzo hasta mayo de 1310 o 1311.
El papa Clemente V
exigió que en Francia el expediente fuera trasladado a las autoridades
eclesiásticas. En ese momento Jacques de Molay y los demás altos dignatarios de
la orden en Francia se retractaron de sus confesiones, alegando que las habían
hecho por temor a ser torturados. Clemente no estaba convencido de la
culpabilidad de la orden, y en febrero de 1308 suspendió el juicio. […]
Sophia Menache ha
sostenido que en las primeras fases del proceso de los templarios Felipe IV
logró en gran medida persuadir a sus súbditos de que la orden era culpable,
aunque los nobles y los obispos no quedaran plenamente convencidos. Fuera de
Francia, sin embargo, Felipe no tuvo tanto éxito. En cualquier caso, no habría
sido posible detener el proceso, pues, aparte de que Felipe deseaba su
continuación, los hermanos de Francia se habían confesado culpables de todos
los cargos, por mucho que esas confesiones hubieran sido arrancadas utilizando
la tortura. […]
La segunda oleada de
investigaciones, bajo la supervisión de los obispos, dio comienzo en 1309. El
papa nombró asimismo una comisión pontificia encargada de estudiar si la orden
era culpable o no; la primera reunión de esta comisión tuvo lugar en noviembre
de 1309. Pero los templarios eran reacios a defender a la orden por las razones
expuestas por Ponzard de Gizy: temían que se endurecieran las condiciones de su
encarcelamiento, o sufrir cualquier otro tipo de intimidación. Jacques de Molay
se avino finalmente a defender a la orden, pero declaró que necesitaba asesores
legales, ya que carecía de instrucción suficiente en materia de leyes para
actuar solo y precisaba que se le tradujera la documentación al francés, porque
no sabía leer en latín. Luego se retractó de lo dicho y anunció que sólo
testificaría ante el papa. Es posible que sus carceleros le presionaran para
que no defendiera a su propia orden.
En febrero de 1310,
se presentaron quince hermanos dispuestos a defender la orden. No tardaron en
unirse a ellos otros, hasta que por fin no menos de seiscientos hermanos se
pusieron de acuerdo para emprender su defensa. Sin embargo, la mayoría de ellos
se habían confesado previamente culpables de los cargos que ahora pretendían
negar, y por consiguiente eran herejes relapsos. El castigo destinado a los
relapsos era la muerte en la hoguera. El 12 de mayo de 1310, Felipe de Marigny,
arzobispo de Sens y hermano de Enguerrand de Marigny, consejero de Felipe,
mandó quemar en la hoguera como relapsos a cincuenta y cuatro hermanos del
Temple que se habían mostrado dispuestos a defender la orden. Los templarios
siguieron declarando que eran inocentes al tiempo que eran quemados en la
hoguera, y la gente que contempló el espectáculo quedó a la vez impresionada y
sorprendida. […]
El 6 de mayo de 1312,
Clemente V proclamó a través de una bula que los hermanos del Temple que
hubieran sido declarados inocentes (como ocurriera en Inglaterra en la diócesis
de York), o que hubieran confesado su culpabilidad y se hubieran reconciliado
con la Iglesia, recibirían una pensión y podrían vivir en las antiguas casas de
la orden o en algún monasterio. Sus votos monásticos seguirían siendo válidos,
y no se les permitiría volver a la vida secular. Los hermanos que constara que
eran culpables, pero que no habían confesado su culpabilidad, y los relapsos,
serían juzgados.
En esta última
categoría se hallaban incluidos cuatro de los principales oficiales de la orden
en Francia, a la sazón encarcelados en París: el maestre Jacques de Molay, el
comendador de Normandía, Godofredo de Charney, el comendador de Aquitania y
Poitou, Godofredo de Gonneville, y el comendador de la Île-de-France y
visitador, Hugo Pairaud. (El comendador de Auvernia se hallaba en Inglaterra).
A finales de diciembre de 1313, el papa nombró una comisión para que los
juzgara. Jacques de Molay intentó defender a la orden, y quedó sorprendido al
escuchar la sentencia final el 18 de marzo de 1314: los cuatro hermanos fueron
condenados a cadena perpetua por relapsos. Jacques de Molay y Godofredo de
Charney protestaron sonoramente y fueron quemados en la hoguera por renitentes
esa misma noche.
La crónica atribuida
a Godofredo de París, partidario de Felipe IV, contiene un relato de la muerte
del maestre. En esta obra, escrita poco después de que tuvieran lugar los
acontecimientos, el autor afirma haber presenciado lo que cuenta, aunque en
realidad su relato no es del todo exacto, pues no menciona a Godofredo de
Charney. En cambio, habla de “dos hermanos” que estaban con el maestre. En
cualquier caso, su versión debe de reflejar las historias que circulaban por
París en la época en que fue compuesta la crónica, hacia 1316, dos años después
de la muerte del maestre y al poco tiempo del fallecimiento de Felipe IV y de
Clemente V. El siguiente extracto comienza en el momento en que Jacques de Molay
es conducido a la isla en la que va a ser quemado:
El
maestre rectificó al cardenal y le dijo que creía en Nuestro Señor y que no
había cristiano mejor ni más legal que él; y que si por casualidad había algún
hermano que fuera malo en la orden, cosa que bien podía ser; pues a menudo
había oído decir que hay gente mala por doquier. Pero no conocía cosa alguna en
la orden que no viniera dictada por la buena fe y la ley cristiana. No estaba
dispuesto a abandonar la orden, sino a sufrir la muerte allí mismo por Dios y
por la justicia y el derecho. No había entre los presentes nadie tan duro de
corazón que no se santiguara varias veces [movido por la compasión] al oírle
hablar de su orden de aquel modo.
Al
ver la hoguera dispuesta, el maestre se quitó las vestiduras. Digo lo que vi:
estaba allí de pie en camisa, contento y de buen humor. No temblaba, por más
que lo empujaran y que lo arrastraran. Lo cogieron de los brazos para atarlo al
palo; no se opuso y se mostró feliz y alegre. Ataron sus manos con una cuerda,
pero primero les dijo: “Señores, al menos dejadme unir las manos un instante y
orar a Dios, pues éste es el momento y la ocasión de rezar. Veo aquí mi
sentencia, el lugar en el que voy a morir dentro de poco; Dios sabe que mi
muerte es injusta y un pecado. Pues bien, dentro de poco muchos males caerán
sobre los que nos han condenado a muerte; Dios vengará nuestra muerte”.
“Señores”,
dijo, “debéis saber, sin mayor discusión, que todos los que han actuado contra
nosotros sufrirán por lo que nos han hecho. Deseo morir en esta creencia. He
aquí mi fe: y os ruego que volváis mi rostro hacia la Iglesia de Nuestra
Señora, de la que nació Nuestro Señor”.
Su
petición fue atendida. Murió de esta guisa y se enfrentó a la muerte con tanta
dulzura que todo el mundo quedó asombrado.
El autor concluye su
relato en un tono de perplejidad: “Hay un gran debate en el mundo sobre todo
esto, pero yo no sé qué decir al respecto. Unos hablan movidos por la envidia,
y otros por otros motivos; yo no sé quién dice la verdad y quién miente”. Y
termina diciendo: “Podéis engañar a la Iglesia, pero no podéis engañar a Dios.
No digo más. Sacad vuestras propias conclusiones”.
Como ni siquiera sus
propios partidarios estaban seguros de si los templarios eran realmente
culpables o no, no puede decirse que Felipe IV de Francia se saliera con la
suya. Era un extraño caso de herejía, en el que ni uno solo de los que se
declararon culpables tuvo posibilidad de defender sus creencias, y muchos
prefirieron morir antes que admitir que habían creído en ella. Sin embargo, en
el curso del proceso celebrado en Francia quedó patente que Felipe estaba
decidido a conseguir la condena de los templarios por todos los medios, y sigue
abierta la cuestión de por qué estaba tan decidido a que así fuera. Malcolm Barber
ha llamado la atención sobre sus graves dificultades financieras y la forma en
que todo individuo y todo grupo que se opusiera a su política financiera o cuya
desaparición pudiera mejorar su situación financiera, fueron acusados de
herejía y eliminados, como ocurrió, por ejemplo, con los judíos y los
templarios. Fuera de Francia y de los países que se encontraban bajo la
influencia francesa, los contemporáneos de los hechos, en su mayoría se
mostraron persuadidos de que Felipe arremetió contra los templarios con el fin
de apoderarse de sus bienes. Los hermanos poseían, desde luego, muchísimas
tierras, aunque siempre andaban cortos de numerario [dinero].
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