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El desarrollo del proceso


El desarrollo del proceso -Los templarios-, Helen Nicholson, Ed. Crítica, 2006, pág. 308-326

Las acusaciones vertidas a los templarios, eran falsas. Sin embargo, los 138 templarios de París detenidos el 13 de octubre de 1307 y posteriormente interrogados, menos cuatro, se confesaron culpables en parte, cuando no en la totalidad, de los cargos que se les imputaban. El motivo de este hecho lo explica un autor de la época:

Fueron detenidos sin previo aviso, de manera repentina, contra derecho, y sin que hubiera sentencia dictada contra ellos. Fueron vergonzosa e ignominiosamente encarcelados con una saña feroz, zaheridos con insultos y con las más graves amenazas, y se les infligieron varios tipos de tortura, obligándoseles a morir o a declarar mentiras absurdas de las que no tenían ningún conocimiento, siendo entregados inicuamente a sus enemigos, que por medio de esos tormentos los obligan a reconocer un catálogo de faltas viles, repugnantes y falaces, que no pueden ser concebidas por oído humano y que no cabrían en el corazón de una persona. Pero cuando los hermanos se niegan a declarar esas mentiras, aunque no sepan absolutamente nada de ellas, los tormentos de los esbirros que los presionan a diario los obligan a admitir las mentiras, diciéndoles que deben recitarlas ante los jacobinos [los dominicos encargados de los interrogatorios] y declarar que son ciertas, si quieren conservar la vida y obtener la generosa gracia del rey.

Según este amigo anónimo de la orden, que escribía en París a comienzos de 1308, 36 hermanos de la capital prefirieron morir bajo la tortura antes que confesar, y también perecieron muchos en otros lugares de Francia. Afirmaba que esos hermanos eran mártires y habían alcanzado su recompensa en el cielo. Pero los dominicos y demás personajes implicados en los interrogatorios se negaron a escuchar las protestas de los hermanos en el sentido de que todas las acusaciones eran falsas, y siguieron torturándolos hasta que confesaran o murieran.

Es más, si no dicen esas cosas, no sólo antes, sino después de ser torturados, permanecen siempre en mazmorras oscuras, sin más que el pan de la aflicción y el agua de la pena, en invierno con un frío lacerante, yaciendo entre suspiros y pesar en el suelo, sin paja ni mantas. En medio de la noche, para que su terror sea mayor, unas veces uno y otras otro, son llevados de celda en celda. A los que mueren torturados por los investigadores, los entierran en secreto en la cuadra o en el huerto, por temor a que aquellos actos horribles y brutales lleguen a oídos del rey, pues han dicho y dicen a Su Majestad que los dichos hermanos no confesaban sus crímenes bajo tortura, sino espontáneamente.

Todo aquel que se viene abajo víctima de las torturas y declara las mentiras que los esbirros y los jacobinos quieren que digan, pese a que debería ser castigado por mentir aunque no quisiera hacerlo, es hecho subir a las cámaras en las que es copiosamente provisto de todo lo necesario, para que persevere en sus mentiras. Les advierten constantemente con amenazas, o con palabras duras o halagadoras. Es más, cierto monje –o mejor dicho un endemoniado- recorre incesantemente las cámaras en todo momento, día y noche, tentando a los hermanos y lanzando advertencias de lo que va a ocurrirles. Y si descubre que alguno se ha arrepentido de las dichas mentiras, lo manda de inmediato otra vez abajo, a soportar las dichas aflicciones y penalidades.

¿Qué más se puede decir? En una palabra, declaro que la lengua humana no puede expresar los castigos, las aflicciones, las miserias, los insultos, y todo tipo de crueles torturas que han sufrido los dichos inocentes en el espacio de tres meses desde el día de su detención, pues día y noche no han cesado de oírse sollozos y gemidos en las celdas, ni los gritos y el rechinar de dientes durante sus torturas. ¿Qué tiene de extraño que digan lo que quieren sus torturadores, si la verdad mata y las mentiras los liberan de la muerte?

[…] El jueves 27 de noviembre de 1309, Ponzard de Gizy, comendador de Payns, fue interrogado por los comisionados pontificios. Ponzard describía sus experiencias a raíz de las detenciones:

Le preguntaron si había sido torturado alguna vez, y respondió que sí. Tres meses antes de su confesión en presencia del señor obispo de París, con las manos atadas a la espalda con tanta fuerza que la sangre corría por sus uñas, en cierto foso en el que sólo podía dar un paso, protestando y asegurando que si lo sometían de nuevo a la tortura negaría todo lo que había dicho y diría lo que le mandaran decir. Por algún tiempo había estado dispuesto a que le cortaran la cabeza, o a sufrir la hoguera o el agua hirviendo en honor de la dicha orden, pero ahora que había sufrido la pena de prisión durante los dos últimos años, ya no era capaz de soportar unas torturas tan largas, como lo había sido antes.

…Y como el mismo hermano Ponzard dijo que temía que las condiciones de su encarcelamiento se agravaran por haberse aprestado a defender la dicha orden, suplicó que se aseguraran de que no se agravaran esas condiciones por la que había dicho, y los dichos señores comisionados dijeron al dicho preboste de Poitou y a Juan de Gamville que no le hicieran daño de ningún modo por haberse aprestado a defender la dicha orden. Ellos contestaron que no le harían más daño por eso.

De ese modo, la confesión de los templarios de Francia se debió a la tortura o al temor a la tortura, en la certeza de que, en el momento en que confesaran –aunque su confesión no fuera más que una sarta de mentiras-, su angustia cesaría y recibirían buenos cuidados. Tenían también miedo a desdecirse de sus confesiones por temor a que las torturas comenzaran de nuevo.

El papa Clemente V se enfureció al enterarse de que Felipe había detenido a los templarios sin consultarle. Sólo el pontífice tenía potestad para autorizar el arresto de una orden religiosa. Afirmaba que había tenido noticia de los rumores que corrían contra la orden y que había planeado emprender una investigación, pero como no hizo nada, ese aserto resulta dudoso. En cualquier caso, el 22 de noviembre de 1307 envió cartas a todos los reyes de la Cristiandad católica ordenándoles detener e interrogar a los templarios.

[…] El proceso propiamente dicho no daría comienzo hasta mayo de 1310 o 1311.
El papa Clemente V exigió que en Francia el expediente fuera trasladado a las autoridades eclesiásticas. En ese momento Jacques de Molay y los demás altos dignatarios de la orden en Francia se retractaron de sus confesiones, alegando que las habían hecho por temor a ser torturados. Clemente no estaba convencido de la culpabilidad de la orden, y en febrero de 1308 suspendió el juicio. […]

Sophia Menache ha sostenido que en las primeras fases del proceso de los templarios Felipe IV logró en gran medida persuadir a sus súbditos de que la orden era culpable, aunque los nobles y los obispos no quedaran plenamente convencidos. Fuera de Francia, sin embargo, Felipe no tuvo tanto éxito. En cualquier caso, no habría sido posible detener el proceso, pues, aparte de que Felipe deseaba su continuación, los hermanos de Francia se habían confesado culpables de todos los cargos, por mucho que esas confesiones hubieran sido arrancadas utilizando la tortura. […]

La segunda oleada de investigaciones, bajo la supervisión de los obispos, dio comienzo en 1309. El papa nombró asimismo una comisión pontificia encargada de estudiar si la orden era culpable o no; la primera reunión de esta comisión tuvo lugar en noviembre de 1309. Pero los templarios eran reacios a defender a la orden por las razones expuestas por Ponzard de Gizy: temían que se endurecieran las condiciones de su encarcelamiento, o sufrir cualquier otro tipo de intimidación. Jacques de Molay se avino finalmente a defender a la orden, pero declaró que necesitaba asesores legales, ya que carecía de instrucción suficiente en materia de leyes para actuar solo y precisaba que se le tradujera la documentación al francés, porque no sabía leer en latín. Luego se retractó de lo dicho y anunció que sólo testificaría ante el papa. Es posible que sus carceleros le presionaran para que no defendiera a su propia orden.

En febrero de 1310, se presentaron quince hermanos dispuestos a defender la orden. No tardaron en unirse a ellos otros, hasta que por fin no menos de seiscientos hermanos se pusieron de acuerdo para emprender su defensa. Sin embargo, la mayoría de ellos se habían confesado previamente culpables de los cargos que ahora pretendían negar, y por consiguiente eran herejes relapsos. El castigo destinado a los relapsos era la muerte en la hoguera. El 12 de mayo de 1310, Felipe de Marigny, arzobispo de Sens y hermano de Enguerrand de Marigny, consejero de Felipe, mandó quemar en la hoguera como relapsos a cincuenta y cuatro hermanos del Temple que se habían mostrado dispuestos a defender la orden. Los templarios siguieron declarando que eran inocentes al tiempo que eran quemados en la hoguera, y la gente que contempló el espectáculo quedó a la vez impresionada y sorprendida. […]

El 6 de mayo de 1312, Clemente V proclamó a través de una bula que los hermanos del Temple que hubieran sido declarados inocentes (como ocurriera en Inglaterra en la diócesis de York), o que hubieran confesado su culpabilidad y se hubieran reconciliado con la Iglesia, recibirían una pensión y podrían vivir en las antiguas casas de la orden o en algún monasterio. Sus votos monásticos seguirían siendo válidos, y no se les permitiría volver a la vida secular. Los hermanos que constara que eran culpables, pero que no habían confesado su culpabilidad, y los relapsos, serían juzgados.

En esta última categoría se hallaban incluidos cuatro de los principales oficiales de la orden en Francia, a la sazón encarcelados en París: el maestre Jacques de Molay, el comendador de Normandía, Godofredo de Charney, el comendador de Aquitania y Poitou, Godofredo de Gonneville, y el comendador de la Île-de-France y visitador, Hugo Pairaud. (El comendador de Auvernia se hallaba en Inglaterra). A finales de diciembre de 1313, el papa nombró una comisión para que los juzgara. Jacques de Molay intentó defender a la orden, y quedó sorprendido al escuchar la sentencia final el 18 de marzo de 1314: los cuatro hermanos fueron condenados a cadena perpetua por relapsos. Jacques de Molay y Godofredo de Charney protestaron sonoramente y fueron quemados en la hoguera por renitentes esa misma noche.

La crónica atribuida a Godofredo de París, partidario de Felipe IV, contiene un relato de la muerte del maestre. En esta obra, escrita poco después de que tuvieran lugar los acontecimientos, el autor afirma haber presenciado lo que cuenta, aunque en realidad su relato no es del todo exacto, pues no menciona a Godofredo de Charney. En cambio, habla de “dos hermanos” que estaban con el maestre. En cualquier caso, su versión debe de reflejar las historias que circulaban por París en la época en que fue compuesta la crónica, hacia 1316, dos años después de la muerte del maestre y al poco tiempo del fallecimiento de Felipe IV y de Clemente V. El siguiente extracto comienza en el momento en que Jacques de Molay es conducido a la isla en la que va a ser quemado:

El maestre rectificó al cardenal y le dijo que creía en Nuestro Señor y que no había cristiano mejor ni más legal que él; y que si por casualidad había algún hermano que fuera malo en la orden, cosa que bien podía ser; pues a menudo había oído decir que hay gente mala por doquier. Pero no conocía cosa alguna en la orden que no viniera dictada por la buena fe y la ley cristiana. No estaba dispuesto a abandonar la orden, sino a sufrir la muerte allí mismo por Dios y por la justicia y el derecho. No había entre los presentes nadie tan duro de corazón que no se santiguara varias veces [movido por la compasión] al oírle hablar de su orden de aquel modo.

Al ver la hoguera dispuesta, el maestre se quitó las vestiduras. Digo lo que vi: estaba allí de pie en camisa, contento y de buen humor. No temblaba, por más que lo empujaran y que lo arrastraran. Lo cogieron de los brazos para atarlo al palo; no se opuso y se mostró feliz y alegre. Ataron sus manos con una cuerda, pero primero les dijo: “Señores, al menos dejadme unir las manos un instante y orar a Dios, pues éste es el momento y la ocasión de rezar. Veo aquí mi sentencia, el lugar en el que voy a morir dentro de poco; Dios sabe que mi muerte es injusta y un pecado. Pues bien, dentro de poco muchos males caerán sobre los que nos han condenado a muerte; Dios vengará nuestra muerte”.

“Señores”, dijo, “debéis saber, sin mayor discusión, que todos los que han actuado contra nosotros sufrirán por lo que nos han hecho. Deseo morir en esta creencia. He aquí mi fe: y os ruego que volváis mi rostro hacia la Iglesia de Nuestra Señora, de la que nació Nuestro Señor”.

Su petición fue atendida. Murió de esta guisa y se enfrentó a la muerte con tanta dulzura que todo el mundo quedó asombrado.

El autor concluye su relato en un tono de perplejidad: “Hay un gran debate en el mundo sobre todo esto, pero yo no sé qué decir al respecto. Unos hablan movidos por la envidia, y otros por otros motivos; yo no sé quién dice la verdad y quién miente”. Y termina diciendo: “Podéis engañar a la Iglesia, pero no podéis engañar a Dios. No digo más. Sacad vuestras propias conclusiones”.

Como ni siquiera sus propios partidarios estaban seguros de si los templarios eran realmente culpables o no, no puede decirse que Felipe IV de Francia se saliera con la suya. Era un extraño caso de herejía, en el que ni uno solo de los que se declararon culpables tuvo posibilidad de defender sus creencias, y muchos prefirieron morir antes que admitir que habían creído en ella. Sin embargo, en el curso del proceso celebrado en Francia quedó patente que Felipe estaba decidido a conseguir la condena de los templarios por todos los medios, y sigue abierta la cuestión de por qué estaba tan decidido a que así fuera. Malcolm Barber ha llamado la atención sobre sus graves dificultades financieras y la forma en que todo individuo y todo grupo que se opusiera a su política financiera o cuya desaparición pudiera mejorar su situación financiera, fueron acusados de herejía y eliminados, como ocurrió, por ejemplo, con los judíos y los templarios. Fuera de Francia y de los países que se encontraban bajo la influencia francesa, los contemporáneos de los hechos, en su mayoría se mostraron persuadidos de que Felipe arremetió contra los templarios con el fin de apoderarse de sus bienes. Los hermanos poseían, desde luego, muchísimas tierras, aunque siempre andaban cortos de numerario [dinero].

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