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El proceso


El Proceso – Breve historia de la Orden del Temple – Ed. Edhasa, 2009, pág. 195-209

Desde luego, la redada alcanzó un éxito total. La noche del 13 de octubre todos los templarios de Francia estaban presos en nombre del rey y bajo la custodia de sus oficiales. El plan diseñado por Guillermo de Nogaret había funcionado a la perfección. Los cargos de los que se les acusaba fueron cayendo uno a uno sobre ellos como losas. Pueden sintetizarse en los diez siguientes:

1. Obligar a los novicios a abjurar de Dios, Cristo, la Virgen y los Santos como requisito para ingresar en la Orden.
2. Realizar actos sacrílegos sobre la cruz o la imagen de Cristo.
3. Practicar una ceremonia infame de recepción de los neófitos con besos en la boca, ombligo y nalgas.
4. No consagrar las hostias por los sacerdotes templarios y no creer en los sacramentos; omitir en la misa las palabras de consagración.
5. Adorar a ídolos con la forma de un gato y de una cabeza humana.
6. Practicar actos de sodomía; dar besos a los novicios en las partes pudendas.
7. Arrogarse por parte del maestre y de otros oficiales la facultad de perdonar pecados.
8. Celebrar ceremonias nocturnas con ritos secretos.
9. Quedarse con las riquezas mediante fraude y abuso de poder.
10. Tener orgullo, avaricia y crueldad, realizar ceremonias degradantes para los iniciados y proferir blasfemias.

Con los templarios encarcelados se hacía necesario actuar con diligencia, aunque Felipe IV sabía que nadie estaba dispuesto a mover un dedo en su defensa. La leyenda de la extraordinaria riqueza del Temple, su orgullo rayano en la altanería, sus abundantes posesiones en toda Europa, su autonomía dentro de la Iglesia, sus aires de suficiencia e independencia en Oriente y el secretismo que lo rodeaba habían provocado en todos los estamentos de la sociedad un rechazo general a los templarios.

Al día siguiente de la detención masiva, Nogaret convocó a un grupo de profesores de la Universidad de París y les explicó con detalle las acusaciones que pesaban sobre la Orden. Había allí algunos teólogos y expertos en leyes; ninguno, al parecer, mostró una opinión contraria a la decisión real.

El 16 de octubre, conforme iban llegando a París noticias del éxito de la operación, Felipe IV puso en marcha una gran ofensiva diplomática dirigida a convencer a los reyes de la cristiandad europea para que hicieran lo mismo y arrestaran a los templarios de sus respectivos reinos. Jaime II de Aragón lo rechazó contestando que los templarios “habían vivido en forma digna de encomio como hombres religiosos…Han sido siempre fieles a nuestro servicio, reprimiendo a los infieles”.

Poco después comenzaron los interrogatorios. El primero en ser preguntado fue el maestre, que seguía preso en París. La primera sesión tuvo lugar el 24 de octubre, y continuó al día siguiente, ahora en presencia de profesores de la Universidad de París, a la que Felipe IV quería presentar como garante de todo el procedimiento.

¿Sabía el Papa Clemente V cuáles eran las intenciones del rey de Francia? Si las conocía, lo supo disimular con habilidad, pues, presuntamente muy ofendido, el 27 de octubre dirigió una carta al soberano en la que le mostraba su indignación por el arresto de los templarios, a quienes el papado seguía considerando el verdadero ejército de la Iglesia. No obstante, salvo la protesta formal, el papa nada más hizo de momento para paliar las detenciones.

La sede del Temple en París y las del resto de encomiendas en Francia fueron registradas minuciosamente, pero no apareció en ninguna de ellas ese fabuloso tesoro que se decía que poseían, ni los ídolos satánicos, ni ningún documento comprometedor. Felipe IV sintió por ello una enorme frustración; estaba convencido, o al menos eso parece deducirse de su actuación, de que los templarios guardaban en cámaras ocultas riquezas sin cuento precedentes de Tierra Santa. Pero la realidad era bien distinta. Las rentas de las encomiendas de Europa se destinaban a dotar de hombres y medios a los castillos y conventos templarios en Oriente, de modo que cuanto conseguían recaudar en Occidente iba destinado a sostener sus actividades en Oriente. Además, a principios del siglo XIV la regresión económica había afectado a toda Europa, y los templarios también lo habían notado en sus balances económicos y en un notable descenso de sus ingresos.

El Papa necesitaba alguna prueba contundente par apoyar al rey de Francia sin parecer sospechoso de connivencia, y Felipe IV la consiguió de manera un tanto fraudulenta. Un oscuro delincuente llamado Esquiú de Floyran, que había sido prior de Montfaucon, en el Périgueux, estaba preso en espera de la pena de muerte a que había sido condenado por haber asesinado al maestre provincial, que lo había destituido de su cargo de prior y no había querido reponerlo en él. Floyran huyó a Aragón y pretendió vender su delación al rey Jaime II, pero éste no aceptó. Entonces Floyran regresó a Francia, y ahí se urdió un plan. Compartía celda en la prisión de la ciudad de Agen con un templario renegado que le confesó los delitos cometidos por la Orden del Temple cuando él era miembro de la misma. Floyran reveló a sus guardianes las confesiones del templario a cambio del perdón y de una suma de dinero, y acusó a los templarios de herejía. Guillermo de Nogaret, que dirigía todo el procedimiento en nombre del rey y que sabía lo que hacía porque era jurista, necesitaba al menos un testigo de cargo, y lo encontró en Esquiú de Floyran. Para la Inquisición esa denuncia era suficiente, y además, el gran inquisidor de Francia, Guillermo de París, era el confesor del rey desde 1305. Ya había una acusación formal de un testigo. Ahora los templarios debían demostrar su inocencia.

Desde luego, este asunto parece un montaje burdo y simple de los agentes del rey de Francia, pero fue suficiente para que el Papa, instalado en Aviñón, considerara como justificado el arresto. Con este informe del rey en la mano, Clemente V publicó el 22 de noviembre de 1307 la bula Pastoralis praeminentiae, en la que elogiaba a Felipe IV, al que denominaba “defensor de la fe y verdadero hijo de la Iglesia”, reconocía que las acusaciones contra los templarios eran veraces, ordenaba que fuera investigada la Orden del Temple en toda la cristiandad y que las autoridades civiles cofiscaran todos sus bienes hasta que pudiera hacerse cargo de ellos la Santa Sede.

Tan sólo cuatro días después enviaba desde Aviñón una delegación formada por tres cardenales para que interrogaran personalmente a Jacques de Molay. En la sesión, que tuvo lugar en París, el maestre defendió la inocencia de su orden.

Al rey de Francia le interesaba que todo este asunto se complicara, a fin de poder maniobrar en la confusión. Por todas partes surgieron acusaciones, como la que recayó sobre el obispo de Troyes, a quien un individuo llamado Noffo Dei –un nombre, por cierto, bastante sospechoso- acusó de herejía, sin duda para evitar que el proceso contra el Temple cayera en manos del papado; pero enseguida se demostró que este hombre había mentido y fue ahorcado. Felipe IV estaba dispuesto a que la persecución encarnizada que se había iniciado contra los templarios acabara definitivamente con la Orden. Conseguida la acusación mediante testigos, aunque fueran tan sospechosos que no parece caber duda de que estaban preparados o comprados por los agentes de la corona, los templarios comenzaron a ser torturados a fines de 1307. El maestre del Temple tenía cerca de setenta años y ante las torturas confesó todos los delitos imputados, y con él los demás altos dignatarios de la Orden. Molay se acusó de haber escupido sobre la cruz, de haber renegado de Cristo, de haber practicado la sodomía y de haber adorado a ídolos. Las torturas causaron mella en los caballeros; de los 138 templarios que fueron sometidos a interrogatorio en París, se supone que bajo tortura o amenaza de ella, 134 confesaron haber realizado las prácticas de que se les acusaba y tan sólo cuatro las negaron.

Conforme iban llegando a las encomiendas de la Orden fuera de Francia las noticias de lo que estaba sucediendo en París y en ese reino, la estupefacción de los caballeros templarios iba en aumento. El Papa tuvo que reaccionar; en mayo de 1308 el rey de Francia convocó una reunión de los Estados Generales en la ciudad de Tours, y unos días después, entre el 26 y el 29 del mismo mes, se entrevistaron el rey y el Papa en Poitiers. Allí se decidió que fuera el papado quien tomara el control del proceso. El rey aceptó colocar a los templarios bajo custodia del pontífice. Entretanto, el maestre Molay fue trasladado desde París al castillo de Chinon para proseguir los interrogatorios.

Fruto de la nueva situación fueron las bulas Faciens misericordiam y Regnans in coelis, emitidas el 12 de agosto de 1308; en ellas se instaba a los obispos de todas las diócesis de la cristiandad a crear comisiones interrogatorias integradas por dos canónicos, dos dominicos, dos franciscanos y el propio obispo para interpelar a los templarios. La respuesta de los reinos cristianos sobre los caballeros de Cristo fue muy desigual. Portugal y Castilla no reaccionaron hasta que se promulgaron esas bulas; en Chipre, donde radicaba la casa central de la Orden, se negaron en principio a entregarse, pero al final claudicaron sin resistencia 83 caballeros y 35 sargentos; en Aragón hubo una defensa armada de los castillos, donde resistieron hasta fines de la primavera de 1309; en Flandes la orden de detención del 13 de noviembre no causó ningún efecto y tuvo que ser repetida el 26 de marzo de 1308; en Alemania comenzaron a ser detenidos en el verano de 1308.

Los interrogatorios se intensificaron a mediados de 1308. Algunos templarios, al verse ahora bajo la custodia de la Iglesia, decidieron retractarse de las confesiones que habían realizado bajo tortura. Eso fue todavía mucho peor para ellos, pues la Inquisición condenaba a la hoguera a los relapsos.

Como resultado de los interrogatorios llevados a cabo entre mediados de 1308 y octubre de 1309, el Papa Clemente V, que ese mismo año se había instalado en Aviñón, recibió un informe de doscientos folios, una copia del cual quedó en París.

Para consultar ese expediente era necesario un permiso especial del Papa.

Todos los interrogatorios se habían basado en un cuestionario preparado al efecto, cuyos principales puntos eran los siguientes:

- Primeramente que en su admisión en la Orden y a veces después cuando encontraban ocasión para ello renegaban de Cristo Jesús o del Crucificado y también de Dios, la Virgen y de todos los santos y santas de Dios, inducidos o exhortados a ello por los mismos que los recibían en la Orden.
- Ítem que ordinariamente los freires practicaban lo mismo.
- Ítem que la mayor parte de ellos lo hacían.
- Ítem que también después de su recepción algunas veces.
- Ítem que aquellos que los recibían decían y aseveraban a los nuevos admitidos que Cristo no era verdadero Dios y lo mismo decían de Jesús.
- Ítem que decían a los nuevos admitidos que Cristo era falso profeta.
- Ítem que decían que Cristo no había sufrido la Pasión ni había sido crucificado por la redención del género humano sino por sus propios crímenes.
- Ítem que ni admitentes ni admitidos tenían la esperanza de alcanzar la salvación de Cristo, y esto o algo parecido les decían a los aspirantes.
- Ítem que obligaban a los aspirantes a escupir sobre la cruz o sobre la señal o escultura de la cruz y sobre la imagen de Cristo, aunque los candidatos a veces escupían junto a la cruz.
- Ítem que los obligaban a pisotear la misma cruz.

Una de las declaraciones más singulares fue la que el 13 de mayo de 1310 hizo el sargento templario Aymery de Villiers-le-Duc, quien, asustado por lo que estaba pasando y por las torturas, sentenció: “Mataría al mismo Dios si me lo pidieran”.


Desde luego, el informe que leyó Clemente V era demoledor para los templarios, y en consecuencia emitió el 12 de noviembre la orden de arrestar a todos los miembros del Temple en todas partes e iniciar un proceso general cuya fase de interrogatorios duró hasta el 26 de mayo de 1311. El 22 de noviembre emitía desde Aviñón la orden a todos los soberanos cristianos de arrestar a los caballeros templarios de las encomiendas de cada uno de sus reinos.

Jacques de Molay volvió a ser interrogado por la comisión papal el 26 de noviembre de 1309. El maestre debía de estar cansado, confuso y con su espíritu muy quebrantado tras dos años de prisión, interrogatorios varios y torturas; con más de setenta años, su ánimo se vino abajo y declaró que era ya incapaz de defender al Temple. A partir de ese momento, centenares de templarios fueron quemados en hogueras; 36 de ellos fueron ejecutados en París a fines de 1309, y en el resto de la cristiandad miles de caballeros y sargentos fueron torturados y ejecutados una vez que confesaron ser culpables de los delitos imputados.

La persecución total que había encabezado el rey de Francia estaba dando sus frutos. Felipe IV se había autoproclamado “Guardián de la cristiandad de Occidente” y bajo ese título se consideraba con derecho a justificar cuanto estaba haciendo. Sus problemas económicos no estaban resueltos, pues el presunto tesoro templario no aparecía pese a las torturas y a las ejecuciones, y tal vez por ello acusó al Temple de haber propiciado las revueltas populares.

Poco a poco pero de manera inexorable, las acusaciones contra los templarios iban tomando cuerpo y forma. El 14 de marzo de 1310 se plantearon 127 artículos, que se incluyeron en el enorme expediente contra la Orden, que constituían el fruto del cuestionario general.

Publicadas las acusaciones, el Papa emitió la bula Alma Mater, conocida el 4 de abril, en la que explicaba las razones del procesamiento. Entonces, y tal vez como reacción, se produjo un hecho novedoso; quinientos cincuenta templarios pidieron declarar en defensa de la Orden. En mayo ya eran más de medio centenar los templarios que, retractándose de declaraciones anteriores en las que se habían inculpado, mostraban su rechazo a la condena, se proclamaban inocentes y aseguraban que habían admitido su culpa a causa de las torturas. Pero ya no había marcha atrás; el arzobispo de Sens les contestó con una dureza extrema. El 11 de mayo condenó a la hoguera a cincuenta y cuatro templarios por relapsos, por haberse retractado de su primera inculpación.

Las matanzas causaron cierto estupor, pese a la inquina que la sociedad profesaba al Temple. El Papa procuró que aquella situación de vorágine no se escapara de sus manos y convocó un concilio en Vienne para octubre de 1310; pero ante el retraso de la llegada de los informes de las distintas comisiones interrogatorias, tuvo que retratarse al año siguiente. Sólo nueve templarios solicitaron defenderse ante el tribunal. El Papa ordenó su encarcelamiento. Los que se negaban a confesar eran condenados a muerte, los que confesaban sus culpas solían ser perdonados y liberados, pero si se retractaban eran condenados por relapsos.

Por fin el 3 de abril de 1311, Clemente V emitía un edicto en el que proclamaba la suspensión de la Orden del Temple. Pocos días después, el 19 de abril, los comisarios pontificios reunidos en París llamaban a testificar al hermano Pedro de la Palud, miembro de la Orden de Predicadores de la diócesis de Lyon; parte de su declaración fue la siguiente:

“He oído decir que al principio, cuando la Orden de los templarios estaba empezando, había dos caballeros que montaban en el mismo caballo durante un combate en ultramar: el que iba delante se encomendó a Jesucristo y luego resultó herido en la batalla. El otro, el que cabalgaba detrás, y que, según se cree, era el diablo que había tomado forma humana, dijo que él se encomendaba a quien mejor le pudiera ayudar. Y como no había resultado herido en el combate, criticaba al otro por haberse encomendado a Jesucristo, y añadió que, si depositaba su confianza en él, la Orden crecería y se enriquecería. Y el testigo ha oído decir, no sabe a quien, que el primer caballero, el que había resultado herido, se dejó seducir por aquel diablo con forma humana, y así nacieron los susodichos errores. Declara haber visto con frecuencia la imagen de dos hombres con barba montando un único caballo, y cree que se trata de una representación pictórica de aquellos dos.”

En Francia la persecución fue terrible, pero en otros reinos de la Europa cristiana se produjo de manera menos virulenta. Prueba de ello es la capitulación de los templarios de la encomienda de Monzón, la más importante del reino de Aragón. El de Monzón era el único castillo que resistía el asedio de las tropas del rey Jaime II. Estaba defendido por su comendador, Berenguer de Bellvis, y por varios caballeros templarios. Capitularon el 24 de mayo de 1309, pero lo hicieron con las siguientes condiciones:

- Se les concedía el derecho a que cuatro o cinco frailes fueran ante el Papa para tratar sus derechos.
- Conservarían sus joyas y bienes inmuebles.
- Entregarían las armas al rey si lo decía el Papa, pero si la Orden siguiera, las recuperarían.
- Conservarían las mulas para cabalgar y cada comendador mantendría dos criados.
- El rey de Aragón intercedería ante el Papa para que no sufrieran tormento.
- Se perdonaría a los seglares del castillo.
- Podrían vivir en los centros donde hubiera conventos.

Desde luego, las condiciones eran muy favorables, y aún mejoraron más tarde, pues en 1311, tras la disolución, recibieron una renta de entre quinientos y tres mil sueldos por templario, y el 7 de octubre de 1312 el concilio de Tarragona absolvió a los templarios de la Corona de Aragón al considerarlos inocentes. Comoquiera que la Orden había sido suprimida, quedaron adscritos a sus obispos, que se encargaron de la custodia de los bienes incautados, entre los que había libros, objetos de culto y relicarios. No obstante, Jaime II dilató el proceso cuanto pudo porque también aspiraba a quedarse con parte de las propiedades templarias. Todos los templarios de Aragón negaron las acusaciones, pese a que el Papa ordenó torturarlos. Una vez disuelta la Orden, los templarios de las encomiendas aragonesas se distribuyeron por los conventos del Hospital en Aragón, permaneciendo en sus antiguos distritos.

En el reino de Castilla se incoaron procesos en Medina del Campo y Salamanca entre 1310 y 1312; como en Aragón, también fueron declarados inocentes y se les dejó libres.

En Inglaterra, Eduardo II rechazó las acusaciones contra el Temple, no quiso capturarlos y retrasó cuanto pudo toda acción contra ellos.


Lo cierto es que en todas partes fueron absueltos, excepto en Francia. En este reino, testigos de poco fiar, pruebas poco seguras pero aceptadas sin más y declaraciones sin contrastar pero contundentes se acumulaban en contra del Temple. El 5 de junio el Papa tenía ya todos los informes y pudo proceder al cierre de la comisión y a la convocatoria del concilio aplazado en Vienne, que se inauguró el 16 de octubre de 1311, tras un año de retraso, con presencia de Clemente V. Algunos hicieron correr la voz de que en los bosques de los alrededores de la ciudad había ocultos entre mil quinientos y dos mil templarios prestos a intervenir para defender a la Orden. Sólo siete se presentaron en el concilio. Lo tenían muy difícil ante la manipulación de las pruebas, la defensa de los templarios había cometido muchos errores.

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